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La pesadilla de lo que pudo ser

A partir de un tratamiento puramente ficcional, Abel Fernández-Larrea creó un puñado de historias que recrean las terribles secuelas dejadas por el accidente de la central nuclear de Chernóbil

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El pasado mes de abril se cumplieron 25 años del accidente ocurrido en la central nuclear Vladimir Ilich Lenin, situada al noroeste de la ciudad ucraniana de Chernóbil. Yo vivía aún en la Isla y recuerdo la impresión que tuve tras leer lo que publicó la prensa cubana: se trataba de un accidente de poca importancia y los responsables de que se produjese habían sido duramente castigados. No fue hasta algún tiempo después, cuando pasé a vivir en España, cuando pude hacerme una idea cabal de la magnitud de lo que entonces había sucedido.

Aquel gravísimo accidente se debió a una desafortunada combinación de factores: un reactor emplazado en una planta nuclear de calidad dudosa y seguridad casi nula; la inexperiencia y despreocupación de sus operadores; la falta de un adecuado plan de contingencia. El detonante lo proporcionó el intento de realizar un experimento muy riesgoso: bajar drásticamente la potencia del reactor, que estaba diseñado para trabajar siempre al ciento por ciento. Como consecuencia, se desató un incendio que causó la mayor liberación de radioactividad que jamás se ha registrado (según se calcula, fue unas 500 veces superior a la liberada por la bomba atómica de Hiroshima).

Esa fuga incontrolada se extendió durante más de diez días. Contaminó unos 200 mil kilómetros cuadrados de los territorios adyacentes y causó una verdadera catástrofe medioambiental, social y económica. 150 mil personas tuvieron que ser evacuadas. Más de 5 millones de habitantes de las antiguas repúblicas soviéticas de Bielorrusia, Ucrania y Rusia fueron clasificados como “contaminados” por el gobierno. La zona de exclusión alrededor de la planta se convirtió en tierra arrasada. La Escala Internacional de Eventos Nucleares asignó al accidente 7 grados, la cifra más alta alcanzada hasta hoy. Ni antes ni después de Chernóbil ha sucedido nada peor.

La radiación causó diversas enfermedades como trastornos sicológicos, cardiovasculares y del aparato circulatorio, así como daños a los sistemas inmunológico y endocrino, aberraciones cromosomáticas, trastornos hepáticos y aumento de las deformaciones en fetos y en niños. No hay un consenso en cuanto al número de muertos. Las cifras oficiales no consideran como efectos del desastre los antes mencionados. En 2005, la Organización Mundial de la Salud estimaba que podrían morir un total de 4 mil personas, a consecuencia de la radiación. Menos conservadora es la organización ecologista Greenpeace, que considera que podrían ser de 100 mil a 400 mil. Un cuarto de siglo después, 6 millones de personas continúan viviendo en las regiones contaminadas. Pripiat, la población más cercana a la central nuclear, es hoy una ciudad fantasma. Según estudios que se han hecho, esa región no será habitable hasta dentro de varios siglos.

En 1986, Abel Fernández-Larrea (La Habana, 1978) tenía ocho años. Ignoro cuándo tuvo las primeras referencias sobre aquel accidente. En todo caso, para mí ha resultado sorprendente el hecho de que un escritor cubano de su edad haya dedicado su primer libro al accidente de Chernóbil, a imaginar unas historias que “son el sueño, o peor, la pesadilla de lo que pudo ser, de lo que puede estar sucediendo ahora mismo, y de lo que no debiera repetirse”. Estas últimas son palabras que aparecen en la contraportada de Absolut Röntgen (Ediciones Cajachina, Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, La Habana, 2009, 86 páginas). ¿Cómo surgieron esas narraciones? ¿Qué lo llevaron a escoger esa temática? Fueron las principales interrogantes que me llevaron a contactar a Fernández-Larrea, quien a través del correo electrónico me hizo llegar estas líneas:

“Realmente la idea del libro fue saliendo poco a poco. Varios meses antes de escribir el primer cuento, yo había visto un documental sobre Chernóbil que me había impresionado bastante, y eso se me había quedado ahí, en el hipotálamo, qué sé yo. Luego un día en el Centro Onelio Jorge Cardoso mandaron a escribir un cuento de una cuartilla que no tuviera adjetivos. Yo escribí tres. Dos de ellos sucedían en otros ambientes, nada que ver con el libro, pero el tercero era justamente ‘El hombre que no podía decir adjetivos’. Eso quedó ahí por un tiempo. Luego, un día estaba en la playa de Tarará con una novia que tenía, y que trabajaba dándoles clases a los chinos. Estábamos en la playa junto a otras amigas de ella. Una de esas muchachas estaba criando un perrito y lo llevaba a todas partes. También estaba la hija pequeña de no sé qué funcionario ruso, que ya nos conocía, porque solíamos ir mucho allí. Y de repente empezaron a llegar otros rusos, quiero decir, rusos enfermos, visiblemente enfermos. Un rato después, cuando estábamos en la casa, ahí en Tarará, empecé a escribir ‘Yodo’. Salió casi de un tirón. En fin, que ya tenía dos. Entonces apareció lo de la beca del Centro. Yo rápidamente elaboré el proyecto, y empecé a escribir los demás cuentos. Ahora, Chernóbil y todo eso, no es más que una excusa. Chernóbil es el escenario, el trasfondo. Las historias quizá podían haber sucedido en otro sitio, aunque muchas de ellas tienen el espíritu ruso muy marcado. Pero lo que quiero decir es que ahí hay de todo, desde fantasmas personales hasta mitología…”.

Los cuentos se centran en las secuelas del accidente

En “La mujer de Lot”, un matrimonio conversa poco antes de dormir. La mujer trata de hacer entender a su esposo la conveniencia de que acepte el traslado que le han propuesto y de que se muden a Moscú. El hijo pequeño iría así a una escuela mejor y el otro podría asistir a la universidad. Uno tras otro le va dando argumentos, hasta que al final logra convencerlo: al día siguiente, le dice él, hablará con el camarada Semión Afanasievich sobre el traslado. Su esposa lo interrumpe y le pregunta si no escuchó algo así como una explosión. Ella lo oyó muy claro. Se dirige a la ventana y ante la incredulidad de él, le dice que hay un incendio. “¡Sí, Tolia, en la central! ¡Veo las llamas alzarse! ¡Ha habido una explosión y el fuego llega hasta las nubes!”.

En “Absolut Vodka” también hay dos personajes que conversan. Son dos hombres que se hallan recluidos en un hospital. Uno de ellos estaba en la reserva y dos años atrás fue llamado cuando se produjo el desastre de Chernóbil. Fue de los “liquidadores” enviados a la zona, y sobre aquella peligrosa labor que tuvo que realizar cuenta: “Cada día cavábamos túneles, recogíamos escombros, regábamos plomo sobre las cenizas, casi sin parar, pues no podíamos perder ni un segundo. Cada cierto tiempo nos turnábamos, pues el calor era insoportable, y había que lavarse buen de todo ese… polvo”. El otro es un oficial un oficial del Ejército que cuando se produjo el accidente de la central nuclear, se hallaba combatiendo en Afganistán, en una guerra inútil, sin fin y sin victorias.

Las historias narradas en los diez cuentos que integran Absolut Röntgen se ubican cronológicamente en la etapa que media entre “La mujer de Lot” y “Absolut Vodka”. En el libro, sin embargo, esa secuencia está invertida, pues el segundo es el primero que aparece, mientras que el otro es el que lo cierra. No obstante, en la mayoría de ellos Fernández-Larrea prefiere tratar el tema del accidente de la central nuclear a posteriori, esto es, centrándose en las consecuencias que ha dejado. Es lo que hace en “Yodo”, “Sangre de dinosaurio”, “En el principio el verbo”, “Días de noviembre”, “El hombre que no podía decir adjetivos”.

En dos de los cuentos, Fernández-Larrea ejemplifica esas terribles secuelas en los niños, quienes por ser incapaces de comprender lo ocurrido, reaccionan en ocasiones de manera cruel. En “Yodo”, el narrador relata un viaje que hizo a Yalta, junto con su padre y su hermano. Un día vieron en la playa a un grupo de personas. Entre ellas había niños con manchas en la piel y casi todos sin pelo. “Con la sensación de haber descubierto una invasión de seres de otro planeta”, acudieron a preguntarle al padre. Este les explicó que cuando ellos eran muy pequeños, “ocurrió un accidente en el norte. Una explosión había contaminado todo el aire, el agua, la tierra. Esta gente vivía por entonces cerca del lugar del accidente, que ahora era un desierto, y todos habían enfermado”. Luego, una de aquellas niñas trató de acercarse a los dos hermanos, con la intención de jugar con ellos. El narrador recuerda que la amenazó con un palo que recogió en el suelo: “¡Vete de aquí! ¡Vete con los tuyos!”. En “Sangre de dinosaurio”, el protagonista va con su madre a un hospital de Kiev, para ver al papá. Este fue uno de los reservistas enviados a limpiar los escombros de la central nuclear, y ahora padece los efectos de haber estado expuesto a las radiaciones. Al regresar a su casa, el niño no halló otra forma de descargar su dolor y su rabia y golpeó a su perro con una rama, hasta que lo dejó sin vida. En ambos casos, se trata de reacciones ante hechos que rebasan la capacidad de comprensión de los personajes.

Para escribir sus cuentos, Fernández-Larrea no se basó en fuentes documentales. Partió de un tratamiento puramente ficcional y, a partir de esa premisa, creó un puñado de historias que no son reales, aunque pudieran serlo. Por otro lado, ese procesamiento imaginativo se intensifica hasta derivar en lo fantástico en “En el principio el verbo”. En esa narración, el teniente de una comisaría llama con urgencia al pope para solicitarle su ayuda en un caso insólito. Tras el accidente que ocurrió en Chernóbil, a todos los difuntos de la región les ha dado por resucitar. Asimismo en “Absolute Vodka” el “liquidador” cuenta insistentemente lo que para él constituye un milagro. Luego de varias semanas de labor en la central nuclear, comenzó a llover. Todos dejaron de trabajar, salieron del túnel y se quitaron la ropa para dejar que el agua les lavara el polvo y el bochorno. El hombre abrió la boca y dejó que se llenara de lluvia. Cuando se la bebió, casi se le salen las lágrimas. No era lluvia. ¡Era vodka caído del cielo!

Estreno literario de Fernández-Larrea, Absolut Röntgen alcanza, en conjunto, un buen nivel. Su autor demuestra talento para contar historias, así como para escoger aquellas realmente idóneas para un género tan estricto como el cuento. Frente a quienes hoy la desdeñan, Fernández-Larrea opta por la anécdota en su sentido tradicional. A partir de ese criterio, concibió diez narraciones que poseen, entre otros aciertos, el de resultar en sí mismas interesantes y que ciñen los sucesos a lo justo. La objetividad y la distancia con que están escritas les evita además dar cabida al patetismo y la nota sentimental, un peligro muy inherente al tema. Asimismo los cuentos pueden dar una impresión de sencillez, pero denotan un atento cuidado de la estructura de cada cuento, y también un buen criterio al seleccionar el punto de vista que demanda.