Actualizado: 01/05/2024 21:49
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Literatura

La vieja novedad

En los cuentos recogidos en Vimos arder un árbol, Arturo Arango prefiere privilegiar el firme pulso narrativo, la fluidez de la escritura, el preciso ajuste de estructura y estilo

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“Dos o tres de esas ideas me llegaron sucesivamente. Me dediqué a escribir los cuentos durante unas vacaciones de verano. Al terminar las primeras versiones me di cuenta de que Humberto, el protagonista, podía ser el mismo: una especie de versión gris de mí. Entonces comenzaron a llegar los demás, ya propiedad de esa familia. Alguno es muy anterior pero no estaba incluido en libro, y era fácil modificar algunos detalles para que perteneciera a Humberto. Al mismo tiempo empecé a pensar toda la historia de esos personajes, y me gustó dejar espacios en blanco, sucesos referidos, aludidos, pero no contados. Que el libro fuera como un rompecabezas al que le faltaran piezas”.

Así respondió Arturo Arango (Manzanillo, 1955) cuando lo interrogue, vía correo electrónico, acerca del origen de los textos que integran su más reciente colección de cuentos, Vimos arder un árbol (Sur + Ediciones, Oaxaca, 2012, 200 páginas). La reproducción de sus palabras resulta muy oportuna, dado que los editores del volumen optaron por dejar la contraportada vacía y no proporcionar al hipotético lector ninguna información sobre autor y obra.

El libro reúne nueve textos que Arango ha distribuido en dos bloques. El primero incluye ocho cuentos de extensión normal. Quiero decir, lo que se suele aceptar como extensión normal en ese género literario. El segundo bloque lo ocupa “Excursión a Vuelta Abajo”, al que por su número de páginas —53— le cabe mejor la etiqueta de relato. Me ajusto a la acepción que le dio Antonio Benítez Rojo —“una astucia semántica”, lo llama él—, cuando preparó, junto con Mario Benedetti, aquella estupenda antología que es Quince relatos de América Latina.

Las nueve narraciones tienen como protagonistas a Humberto y Silvia, ambos en su edad madura. Están casados y tienen dos hijos llamados Fidelito y Celia. A lo largo del libro se pueden ir espigando elementos correspondientes a sus vidas, tanto antes como después de que se casaron. Arango, sin embargo, no tiene la intención de que los cuentos se lean como una novela atomizada, como puede leerse Winesburg, Ohio, de Sherwood Anderson. Los de Vimos arder un árbol no poseen una continuidad temática, sino formal. Son historias independientes, que tienen plena autonomía respecto del conjunto, si bien comparten los mismos personajes.

En esos textos, Arango no busca armonizar con buena parte de la narrativa breve que se escribe hoy en Cuba. Digo esto tomando como referencia, entre otros títulos, la antología Maneras de contar. Cuentos del Premio La Gaceta de Cuba (1993-2009) (Ediciones Unión, La Habana, 2012). En Vimos arder un árbol no hallamos juegos intertextuales, apropiación de recursos no literarios, rejuegos con los elementos narrativos, ejercicios reflexivos sobre el proceso de la escritura. Asimismo a nivel temático no hay una necesidad perentoria de testimoniar críticamente sobre situaciones, conflictos y personajes de la realidad más inmediata. No es que esta deja de aparecer, pero solo a través de referencias a hechos puntuales vinculados a las historias.

Si se le compara con lo que escriben otros autores de la Isla, la “novedad” de Arango consiste precisamente en la claridad de las tramas, la ausencia absoluta de cualquier maniobra posmoderna, pliegue metaficcional o innovación formal, así como por la apuesta decisiva por el realismo. Esto último es, por cierto, una tendencia general que se da en todo el mundo desde hace varias décadas. No debe entenderse como vuelta al tradicionalismo, sino a una tradición de la cual, en definitiva, ha surgido mucho de lo más significativo de la narrativa moderna.

Antes señalé que la continuidad de esos cuentos radica en lo formal y no en lo temático. Justamente, hay quienes sostienen que lo que da verdadera unidad a un libro de cuentos es el estilo, el flujo narrativo que subyace y se repite en cada texto. Algo que Arango logra en Vimos arder un árbol. A lo largo del mismo, mantiene un tono sereno, que se dirige al lector sin apelar a otras emociones: “La cama 12 estaba al final de la sala, en un pequeño cubículo separado de los contiguos por medias paredes recubiertas de azulejos. Rigoberto tenía el mismo color que las sábanas o que el pijama con que se vestía. Solo los ojos y el pelo contrastaban en aquella masa grisácea. Celeste, de pie, se ocupaba en arreglarle la almohada, en acomodar sobre una toalla el brazo donde estaba encarnada la aguja del suero. Junto a la cama había una silla de metal que ella ofreció a Humberto. El viejo parecía dormido, aletargado”. Domina una neutralidad narrativa y una pasión analítica, a lo cual contribuye el hecho de que el autor emplea la perspectiva de la tercera persona. Eso solo se rompe en “Invitemos a Mariela”, en el cual la voz omnisciente pasa a ser reemplazada por la de Humberto.

No se interesa en la sorpresa ni en los golpes de efecto

Las historias de algunos de los cuentos se reducen a anécdotas circunstanciales. Los elementos dramáticos además están minimizados, y Arango prefiere detenerse en lo que podríamos llamar pequeños incidentes. En “Fecha de vencimiento”, un señor que ha sido compañero de trabajo de Humberto por muchos años está hospitalizado debido a que tiene un cáncer terminal. Ha pedido a Humberto que lo vaya a ver y le pide que le lleve una cápsula de cianuro que tiene guardada. Para tratar de convencerlo, le argumenta: “En las condiciones en que estoy, ¿tú crees que van a perder el tiempo haciéndome la autopsia?”. Humberto recoge la cápsula, pero al final no se atreve a ir al hospital el día en que había quedado con su amigo.

Otras narraciones, como “Negros, de encaje” y “Las piernas de Celia”, desarrollan tramas con más ingredientes de intriga. En el primero, Humberto halla dentro de su portafolio un ajustador. No tiene la menor idea de a quién pertenece y cómo fue a dar allí. La semana anterior había vuelto a encontrarse con una de esas amantes ocasionales con las que tenía aventuras sin importancia, pero que jamás le hicieron incumplir sus deberes conyugales. El ajustador ¿sería de ella? Recuerda que hacía calor, ella quiso provocarlo y se lo quitó. Como quizá no llevaba cartera, decidió guardarlo en el portafolio cuando él fue al baño. Luego su mala conciencia dio marcha atrás, y lo hizo sentirse ridículo por tanto susto inútil. La prenda debía ser de Silvia o de Celia, de modo que la echó en el cesto de la ropa sucia. Lo que ocurre al final con el ajustador queda en una incógnita, tanto para Humberto como para el lector.

Algo similar sucede en “Las piernas de Celia”. Tan pronto llega al apartamento, Celia relata a sus padres lo que le acaba de ocurrir. Un hombre de unos cuarenta años que iba en un auto le dio botella y se ofreció para dejarla ante la puerta de su casa. Para sorpresa de ella, sabía su nombre y sus apellidos y también dónde vive. Durante el trayecto le confesó además que el auto lo había robado esa mañana en Varadero, y que de acuerdo a la licencia y los documentos pertenece a un señor de Bolondrón. Pero lo que más sorprendida la dejó es la revelación de que había cumplido dieciocho años de cárcel por unas piernas como las de Celia. “Las adobé, con ajo, naranja agria, pimienta y clavo de olor, las asé al carbón y me las comí”, confiesa.

Pero no hay desenlace, al menos no el que cabría esperar. Celia se niega a ir a la estación de policía, y el incidente pronto es olvidado. El cuento concluye así: “Humberto recordó una frase de Celia y buscó en la tierra seca de la maceta: allí estaban los restos de ceniza del cigarro. «Silvia se piensa que soy bobo», se dijo. «El efisema va a acabar con ella». A partir de mañana, en lugar de bañarse al regresar del trabajo, se instalará en el balcón hasta que Celia llegara y la comida estuviera lista. «Así mato dos pájaros de un tiro»”.

Esos dos ejemplos ponen de manifiesto que Arango no se interesa en la sorpresa ni en los golpes de efecto. Privilegia otros aspectos más esenciales y consistentes, como son el firme pulso narrativo, la fluidez de la escritura, el preciso ajuste de estructura y estilo. Pese a que parte de una estética de inequívoco cuño realista, en sus cuentos la intención artística prevalece siempre sobre lo documental y crítico. Eso permite que en ellos tengan cabida recursos técnicos como la discontinuidad cronológica y el paso del presente al pasado, sin que el equilibrio y el sentido del límite se alteren. Los textos poseen además una cualidad intrínseca al género, y que fue señalada por Julio Cortázar: son cuentos, “es decir, sistemas cerrados, y no meros relatos en los que habitualmente no se pasa del recorte arbitrario de una situación, sin esa tensión que le da al cuento su valor de trampolín psíquico”.

En sus cuentos, Arango no se va por las ramas. Ya desde su arranque, hace un ataque frontal de la cosa: “¿Tú estabas aquí cuando llegaron?-Silvia aún tenía la oreja pegada a la puerta”; “Terminó de subir las escaleras y encontró un salón espacioso, amoblado con rígidos bancos de madera en los que ya esperaban unas quince, veinte personas, poco menos de la mitad de ellas uniformadas”; “El apartamento, ubicado a cinco o seis cuadras de la oficina, era de lo más cómodo a que podíamos aspirar”.

Vimos arder un árbol da la medida como narrador de Arturo Arango. Los cuentos allí recogidos constituyen además un conjunto atractivo y de muy buen nivel literario. Entre esos nueve textos, quiero destacar “Una misma cola”, “Pelarse es un placer” y “Excursión a Vuelta Abajo”, como piezas que merecen una recomendación especial.