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Literatura, Literatura cubana, Novela

Las vidas de los otros

En su más reciente novela, Gerardo Fernández Fe sorprende por la admirable maestría con que logra convertir un mosaico de historias en un todo narrativo coherente, férreo e indisoluble, construido como un perfecto encaje

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Desde que se dio a conocer, allá por la década de los 90, Gerardo Fernández Fe (La Habana, 1971) se ha distinguido por su talento, su inteligencia y su madurez. En su obra tanto poética (El llanto del escriba, 1992; Las palabras pedestres, 1996), narrativa (La falacia, 1999; El último día del estornino, 2011) como ensayística (Cuerpo a diario, 2007; Notas al total, 2015; Moleskine Sergio Pitol, 2018), se desmarca además de los cauces estéticos y temáticos por los que comúnmente transitan sus contemporáneos. Se aparta, asimismo, de las reducidas fronteras de lo que se tiene por nacional, algo que ha llevado a Ángel Sangalo, al referirse a sus novelas, a definirlo como “un narrador globalizado en el sentido más positivo de este término”.

Esas claves esenciales de la obra de Fernández Fe se ponen de manifiesto en su publicación más reciente: Hotel Singapur (Audere Libros, Miami, 2020, 433 páginas), hasta la fecha la más extensa de sus novelas. Viene avalada por Abilio Estévez, quien en el texto que se reproduce en la contraportada expresa que de ella “quizá pueda decirse que, entre otras cosas, es un libro de viaje y un juego donde las posibilidades deben ser sobrepasadas. También sería una batalla entre lo falso de la Historia y la verdad mentirosa de la pequeña historia (…) Pero, por encima de cualquier consideración extraliteraria, la gran victoria de este libro es justo poner en cuestión todos los límites, incluso los del género novelesco”.

Hotel Singapur posee algunos puntos comunes con la novela cronológicamente anterior de su autor. Como esta, es una obra que no cuenta con un centro fijo, al menos como tradicionalmente se concibe. Al igual que Luis Mota, el ornitólogo aficionado de El último día del estornino, su narrador tiene una mente no menos creadora e imaginativa. Y por sus páginas desfila un singular, variado y nutrido muestrario de personajes. En ese aspecto, a Hotel Singapur, se le pueden aplicar unas palabras que Benito Galindo escribió sobre El último día del estornino: el lector “no puede más que dejarse llevar por un torrente de personajes que debe articular en ese espacio narrativo tan particular”.

Quien narra Hotel Singapur es Genaro, un hombre cuarentón cuya esposa emigró junto con su hija, y que ahora espera para reunirse con ellas. Pero tras tres años haciéndose ilusiones y preparando mentalmente las maletas, el lento avance del papeleo le ha hecho perder el sueño. Vive con su padre, que está enfermo en una silla de ruedas y es cuidado por una mujer. Tiene un hermano con el cual no se lleva bien y que piensa que desde que él nació no ha hecho nada productivo. Genaro trabaja como ayudante de contable, y al iniciarse la novela ha llegado a una empresa como parte del equipo del Ministerio de Economía y Finanzas. Su labor allí consiste, según Limbano, su jefe, en hacer “un exhaustivo análisis contable y un registro minucioso de los medios básicos”.

El inútil empeño de descubrir las historias de otros

Si se miraba de frente, el edificio que aloja la empresa tiene solo dos plantas. Pero como fue construido sobre un terreno accidentado, cuenta además con un subsuelo y, debajo de este, un sótano, al cual llamaban “el crematorio”. En él se encuentra el Departamento Económico, donde Genaro y su jefe pasaron treinta días, veinte de ellos laborables. Durante ese tiempo convivieron con sus seis empleados: Hilda, Orquídea, Modesto, Alberto, Victoria y Norma.

A Genaro, toda su vida le ha gustado la claridad de la mente, y piensa que lo peor que podría ocurrirle es perder la lucidez, dejar de captar hasta el detalle más ínfimo de lo que le rodea. No le gusta perder el tiempo, y eso es lo que le espera en su trabajo en un escenario tan poco halagüeño para el hombre que él era y sigue siendo. Así que como es “un tipo obstinado en el inútil empeño de descubrir las historias de otros”, decide dedicarse a lo único provechoso que podía sacar de “el crematorio”: “la trama de sus historias de oficina con las que apenas podía hacer nada, más allá de indagar, indagar y repetirme lo mismo cada día”.

Saber sobre los otros es para Genaro una necesidad, aunque también reconoce que definitivamente no le agradan las personas. Su indiferencia por estas contrasta con el vivo interés que le despiertan las historias más ocultas. Durante su estancia en “el crematorio” acumuló y recreó la mayor cantidad de información que le fue posible. Y hasta el último día se preocupó de que, cuando le llegase el momento de volver a la rutina del ministerio, no le quedase ningún hilo suelto.

De entre los relatos que recopiló allí, me referiré brevemente a unos pocos. Uno de ellos se refiere a El Grimy, el padre de Norma. Es nieto de rusos, aunque nació en un pueblito al norte de San Francisco. Había trabajado de utilero durante el rodaje de Los pájaros, de Alfred Hitchcock. Era surfista y en 1963 llegó a Cuba, según algunos porque había violado a una jovencita. Al cabo de un tiempo, la Seguridad del Estado lo tuvo detenido por varios días en la vieja casa de Los Maristas. Le resultaba muy confuso ese americano medio atolondrado, de origen ruso, que circulaba en un Nash Rambler con un uniforme de miliciano que le dejó un amigo, y “que tenía relaciones con ciertos combatientes del Directorio, jovencitos lampiños que nunca habían subido a las montañas a tirar un tiro o que no se habían aliado a los verdaderos triunfadores”.

También es un extranjero que recaló en La Habana el español Cándido Pajuelo, padre de Alberto. En 1938 llegó solo y su plan era pasar inadvertido, olvidar todo lo que había visto y hecho meses atrás. Era anarquista y venía huyendo de los dos bandos que se enfrentaron en la Guerra Civil. Como buen anarquista que era, desconfiaba de los comunistas cubanos que acogían a sus compatriotas. Entre estos podía haber “alguno que conociera algo o mucho de su hoja de ruta por las checas, los paseos, los tiroteos a las ventanas en medio de la noche”. Sabía bien que cualquier gobierno se mostraría presto a castigarlo por lo que hizo durante los primeros meses de la guerra. Años después, cuando vio desfilar a los barbudos en enero de 1959 no le gustaron mucho. Y cuando vinieron los fusilamientos, el fervor de miles de personas, las advertencias de unos pocos y el miedo de quienes caían en desgracia, aquello le recordó a Madrid en el 36.

Fue a través de Norma como Genaro supo por qué Modesto dejó de ir a trabajar por unos días. Estuvo enfermo con una hipertensión violenta, pese a que no había motivo aparente ni antecedentes en su familia. Se la provocó el descubrimiento de una de esas verdades dolorosas que se topó sin pretenderlo. Una tarde, al salir de la empresa, pasó frente a un cine con mala reputación y vio allí a Urbano, su padre. Estaba bajo la marquesina, que llevaba años sin encenderse, y era evidente que se sentía a gusto. Medio pueblo sabía que aquella estructura de hierro y cristal escasamente iluminada cobijaba, a partir de las diez de la noche y hasta las primeras horas de la madrugada, a la crema y nata de los homosexuales de la ciudad. Modesto se quedó paralizado y sintió que le flaqueaban las piernas.

A partir de ese día, se le hizo difícil sostenerle la mirada a su padre. Luego, cuando la hipertensión se le estabilizó, se preguntó cómo podía ser posible que este, quien en su época de esplendor había sido considerado oficiosamente el hombre más fuerte de la capital, “parecía ser el bugarrón principal, el gallo de aquel gallinero, el cogeculo con más ascendencia en la colonia (…) ¿Aceptaría que su padre no solo había sido un farsante que se había apoderado del nombre y de la notoriedad de un amigo borrado de la historia, sino que además se había guardado para sí una segunda vida?”.

Formidable armazón novelesca

¿Qué llevaba a Genaro a hurgar en la vida de esas personas y en la de sus padres, a fisgonear en sus archivos mentales, a ventilar sus grandezas y miserias? ¿Cuál era la razón que animaba su esencial necesidad de saber cosas de la existencia de los demás? En esa tarea inocua, no había intención alguna en dañar su reputación. Como él mismo declara, solo buscaba urdir una trama para “rellenar las lagunas” que seguía teniendo sobre su vida, y “para redondear, en vano, siempre en vano, una idea del mundo que sentía incompleta”.

En El último día del estornino, la trama de historias que confluyen procede de varias fuentes: los libros, las películas, la vida real. En cambio, en Hotel Singapur las historias relacionadas con las personas que laboran en “el crematorio” provienen, a excepción de la referida a Victoria (Genaro confiesa no saber cuál es su origen), de lo que le contaron los propios empleados sobre sus compañeros. Pero como él mismo se encarga de revelar, en realidad no fue esa la única fuente. Al disponerse a contar un episodio de la vida de Cándido Pajuelo, expresa: “Lo que sigue a continuación entra en el territorio de lo nebuloso. A tantos años de haber trabajado en aquella empresa y sin que me pueda apoyar en apunte alguno, se me hace imposible determinar una vez más qué me contó Hilda, qué pertenece al barullo apelmazado de la memoria y qué ha sido fruto de mi imaginación”. Y en otro momento alude a esa imaginaria verdad que urde, al anotar que le dio por inventarle “una trama, un estado de ánimo, un manojo de nervios y unas sudoraciones en las manos a Pajuelo”.

Varios y muy sólidos son los valores que hacen de Hotel Singapur una magnífica novela. Está, en primer lugar, la admirable maestría con que su autor convierte ese mosaico de historias en un todo narrativo coherente, férreo e indisoluble, construido como un perfecto encaje. Solo quien lea el libro podrá tener una idea cabal de la inteligencia de su estructura, de la tupida red de relaciones y entrecruzamientos, de las soluciones de continuidad y del sentido integrador con los cuales esa estructura ha sido lograda. Conviene agregar que todos esos recursos están empleados con tanta destreza, que el lector ni los nota. Sí ha de advertir, en cambio, los buenos efectos que tienen en la fluidez y el buen ritmo que le imprimen al relato.

Esa formidable armazón novelesca se apoya y se enriquece recíprocamente en el lenguaje. Fernández Fe emplea una prosa concisa y clara, que prescinde de adornos, pero que es resultado de un evidente proceso de depuración. No le faltan matices y pinceladas de humor, y como él demuestra puede ser muy expresiva:

“Todo se convertía para mí en una especie de realidad flotante. ¿Dónde quedaba lo vivido allí abajo? El edificio seguía en el mismo lugar, totalmente desfigurado: ya no existía el cartel lumínico, no estaban los butacones de pana púrpura con sus patas de tejón. Nadie me recordaría. Un custodio vendría a detenerme, agarrándome con fuerza por el brazo y a la salida llegaría el patrullero con su mala forma y sus preguntas incisivas. Dado el caso, ¿cómo sostener mi relato? ¿Cómo no dudar de todo lo anterior? ¿Tendremos acaso que acostumbrarnos a tal difuminación? ¿Cómo hacer que esa realidad flotante, que está ahí, en un estado muy raro de la memoria, pueda volver a materializarse?”.

Como han hecho notar algunos de los críticos que se han ocupado de sus otros libros, Fernández Fe no solo ha creado su escritura, su autoría. Ha creado además unos lectores que saben leer de otra manera, pues él apela a su inteligencia, no a su corazón ni a su humor. Por eso serán capaces de distinguir los hallazgos que hacen de Hotel Singapur un ejercicio de riesgo llevado al límite de sus posibilidades e improbablemente reproducible. De igual modo, no soslayarán sus radiaciones de significado, como esa “batalla entre lo falso de la Historia y la verdad mentirosa de la pequeña historia”, señalada por Abilio Estévez. Es lo que viene a ser esa parte de la novela que funciona como un iceberg y que, de algún modo, es suficientemente sugerida por el autor como para que sus lectores la completen con su propia imaginación. Pero aquellos que no quieran ir más allá y no meterse en honduras, disfrutarán una obra donde se narran historias interesantes y llenas de enjundia e interés y poblada de personajes vigorosos y bien definidos.

En el prólogo a El último día del estornino, Rafael Rojas definió a Fernández Fe como “un escritor cubano raro (…), un raro vivo, un raro instalado en la dimensión más cosmopolita y de vanguardia de las poéticas literarias contemporáneas que, como otros escritores de la misma estirpe, proyecta una sombra discreta, apenas delineada por la voluntad de estilo”. A eso podemos añadir que es un raro con mucho de singular, un paradigma de autor independiente que emplea la libertad para crear obras intemporales y perdurables.