Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Leer con ojos y oídos

Aunque la manera lo más extendido es hacerlo en privado y en silencio, existen formas de lecturas públicas como la que se realizan desde 1865 en las tabaquerías cubanas

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Vuelvo una vez más al tema del hábito de leer. Pero se impone aquí que tome en préstamo el título de uno de los libros de Raymond Carver para preguntar: ¿De qué lectura hablamos cuando hablamos de lectura? Todo el mundo responderá que se trata, por supuesto, de la que se hace individualmente y en silencio. La respuesta, sin embargo, habría sido otra bien distinta si hubiésemos formulado esa interrogante algunos siglos atrás.

Como ha señalado Alberto Manguel en su imprescindible Una historia de la lectura, en el mundo cristiano la manera más ordinaria y normal de leer era… en voz alta. Aunque antes hubo ejemplos esporádicos, no fue hasta el siglo X cuando comenzó a generalizarse la costumbre de hacerlo silenciosamente. En sus Confesiones, San Agustín anota como algo curioso el hecho de que San Ambrosio leía "en silencio y jamás de otro modo". Eso hace suponer que en las grandes bibliotecas de la antigüedad, como fueron las de Pérgamo y Alejandría, los usuarios deberían trabajar en medio de un ruido considerable. Es probable, sin embargo, que estuvieran acostumbrados a realizarlo en esas condiciones, pues no se conocen testimonios escritos de lectores que se hubieran quejado.

En una de las conferencias que dio en la Universidad de Belgrano en 1978, mi admirado Borges recordó que los antiguos no profesaban nuestro culto al libro, sino que veían en éste un sucedáneo de la palabra oral. Y expresó: "Aquella frase que se cita siempre: Scripta maner verba volat, no significa que la palabra oral sea efímera, sino que la palabra escrita es algo duradero y muerto. En cambio, la palabra oral tiene algo de alado, de liviano; alado y sagrado, como dijo Platón. Todos los grandes maestros de la humanidad han sido, curiosamente, maestros orales". Asimismo Manguel ha hecho notar que los dos idiomas primordiales de la Biblia, el hebreo y el arameo, no distinguen entre el acto de leer y el de hablar, y designan esas dos actividades con el mismo verbo.

En la Edad Media eran muy frecuentes las lecturas públicas, lo cual resulta lógico si se recuerda que el índice de personas que no sabían leer era muy alto. Ésa es la razón por la que muchos textos exhortaban insistentemente "a prestar oído". En el Quijote, Miguel de Cervantes narra algunas lecturas públicas informales. Por ejemplo, en el capítulo XXXII de la primera parte, cuando el cura sale en busca de Alonso Quijano se detiene en una venta. Su dueño le confiesa lo mucho que disfruta al escuchar historias de los libros de caballerías. Dice además que "cuando es tiempo de la siega, se recogen aquí las fiestas muchos segadores, y siempre hay algunos que saben leer, el cual coge uno de estos libros en las manos, y rodeámonos de él más de treinta y estámosle escuchando con tanto gusto, que nos quita mil canas". Y agrega: "A lo menos, de mí sé decir que cuando oigo decir aquellos furibundos y terribles golpes que los caballeros pegan, que me toma gana de hacer otro tanto, y que querría estar oyéndolos noches y días". Animado por ello y como lleva varias de esas obras en su equipaje, un huésped saca una y se pone a leer la "que tenía un título muy grande que decía: Novela del Curioso Impertinente".

A Cuba le corresponde el honor de contar con una profesión tan singular como lo es la del lector de tabaquería. Surgió en 1865, por iniciativa de Saturnino Martínez, un cigarrero que, además, en sus horas libres escribía versos. Se le ocurrió la idea de editar un periódico para los obreros de las tabaquerías, al que llamó La Aurora. Pero como el analfabetismo significaba un serio obstáculo para que los artículos, poemas y cuentos llegasen a sus destinatarios, Martínez decidió incorporar una persona que los leyese. La primera experiencia tuvo lugar en la fábrica El Fígaro, el 21 de diciembre de 1865. Luego otras fábricas siguieron el ejemplo.

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El placer de la lectura suele ser un acto personal, íntimo y silencioso, aunque no siempre.

En su edición del 11 de mayo de 1866, La Aurora, el primer periódico obrero que circuló en la isla, publicó un artículo acerca de una de las primeras lecturas, a la cual pertenece este fragmento: "Uno de los jóvenes artesanos de ese taller, colocado en el centro de aquella multitud de trabajadores cuyo número asciende a cerca de doscientos, con voz sonora y clara anunció que iba a dar principio a la lectura de una obra cuyas doctrinas tendían a encaminar a los pueblos hacia un fin digno de las nobles aspiraciones de las clases obreras de todo país civilizado. Y abriendo su volumen en folio mayor, empezó a leer Las luchas del siglo. Es imposible ensalzar como se merece la atención profunda con que fue oído durante la media hora que por turno le correspondió leer; a cuyo término otro joven de idénticas circunstancias tomó el mismo libro y continuó la lectura otra media hora, y así sucesivamente hasta las seis de la tarde, hora en que todos los obreros abandonaron el taller, con el propósito de continuar al otro día en la misma práctica, como sucedió y ha venido sucediendo en los demás días de la semana".

Sin embargo, al gobernador español de la isla esas lecturas le parecieron subversivas y las prohibió. Fueron resucitadas a partir de 1869 en Estados Unidos, pues gracias a la emigración de trabajadores cubanos, Cayo Hueso pasó a ser una importante productora de habanos. Uno de los libros preferidos por los obreros era El conde de Montecristi. Su popularidad llegó a ser tal, que en 1870 un grupo de tabaqueros envió una carta a Alejandro Dumas pidiéndole su autorización para dar el nombre del protagonista a uno de los tipos de habanos. El novelista francés dio su aprobación y fue el origen de los hoy mundialmente famosos habanos Montecristi. A propósito, la investigadora mexicana Araceli Tinajero ha publicado sobre ese tema un estudio tan bien documentado como ameno: El lector de tabaquería: Historia de una tradición cubana (Editorial Verbum, Madrid, 2007).

Lectores a domicilio

Aparte de los lectores de tabaquería, existen otras personas que se dedican a prestar ese servicio a otras que, por distintas razones, no pueden hacerlo por sí mismas. Alberto Manguel fue lector de Borges, y ha dejado este testimonio de una de aquellas sesiones: "Él se sentaba, expectante, en el sofá, mientras yo me acomodaba en un sillón acto seguido, con voz ligeramente asmática, me sugería la lectura para aquella noche: «¿Qué tal si hoy probamos con Kipling, eh?». No esperaba, por supuesto, que yo le respondiera.// En aquella salita, bajo un grabado de Piranesi que representaba unas ruinas romanas circulares, le leía a Kipling, a Stevenson, a Henry James, diferentes artículos de la enciclopedia alemana Brockhaus, versos de Marino, de Enrique Banchs, de Heine (…) Muchos de aquellos autores yo no los había leído antes, de manera que el ritual era bastante curioso. Yo descubría un texto leyéndolo en voz alta, mientras Borges, por su parte, utilizaba los oídos como otros lectores utilizaban los ojos para recorrer la página en busca de una palabra, de una frase, de un párrafo que confirme lo que recuerdan. Mientras leía, él me interrumpía a veces para hacer un comentario sobre el texto, con el fin (creo yo) de tomar nota mentalmente".

Recuerdo una película del francés Michel Deville que rinde homenaje a esta peculiar figura. Se llama La lectora y está basada en la novela homónima de Raymond Jean (existe una traducción al español, aunque debo decir que la versión cinematográfica ha recibido mucha más atención que el original literario). Su protagonista, interpretada por la encantadora Miou-Miou, es una joven que ama tanto leer, que decide convertirse en una lectora a domicilio. A lo largo del filme se cuentan sus aventuras con distintos personajes, lo cual pie a que se escuchen textos de Baudelaire, Lewis Carroll, León Tolstoi, Marguerite Duras, Jacques Prevert y el Marqués de Sade. Como es fácil de deducir, es una película sobre la lectura, pero también sobre el poder que tiene ese hábito de alterar nuestra percepción del mundo, al aportarnos experiencias nuevas que pueden ser tan profundas como las de la vida real.

Y no abandono este aspecto particular de la lectura. De niño, Henry Miller contó que leía en voz alta a sus amigos. Éstos se quedaban dormidos, bien porque su voz era monótona, bien porque leía mal, o bien porque los textos elegidos por él eran aburridos. Eso, no obstante, no lo indujo a abandonar esa costumbre. Asimismo en Los libros en mi vida cuenta que en una ocasión mencionó a su amigo John Nichols su admiración por Thomas Mann. El amigo se burló de él y Miller le dijo que le leería en voz alta un fragmento de Muerte en Venecia. Narra entonces lo que ocurrió: "Jamás olvidaré esta experiencia. Antes de leerle tres páginas, Thomas Mann comenzó a resquebrajarse. Nichols, debo advertir, no había pronunciado ni una sola palabra. Pero leyendo el cuento en voz alta y para un oyente crítico, de pronto se puso de manifiesto la crujiente maquinaria oculta por debajo de la superficie. Yo, que creía tener en mis manos oro puro, encontré en realidad un pedazo de cartón arrugado. Hacia la mitad arrojé el libro al suelo. Más tarde releí rápidamente La Montaña Mágica y Los Budenbrooks, obras que hasta entonces consideraba monumentales, sólo para hallarlas igualmente fallidas".

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Una relación profunda entre el lector y el libro.

Aparte de esa categoría tan especial que es el lector a domicilio, el leer a otras personas es algo que también hacen los padres cuando sus hijos son pequeños. En esa etapa de nuestra vida disfrutamos del maravilloso privilegio de poder pedir a alguien que nos lea, hábito que al crecer perdemos. Están, por otro lado, los recitales y las lecturas que los autores realizan ante un auditorio. En esos casos, la lectura deja de ser un acto privado, una relación íntima y sin testigos con el libro, y el lector pasa a ser un oyente. En la extinta Unión Soviética, las lecturas poéticas gozaban de una gran popularidad, y escritores como Evgueni Evtushenko eran capaces de convocar a cientos de personas.

En este tipo de actividad influyen mucho las cualidades como lector en voz alta de los autores. Para ilustrar lo que quiero expresar, no creo que yo hubiese podido aguantar más de diez minutos en un recital de Pablo Neruda. Su voz era monótona y poseía un sustrato de tristeza que, al menos para mi gusto, resulta insoportable. Conozco asimismo a algunos escritores cubanos que cuando leen en público adoptan un innecesario tono de solemnidad y grandilocuencia, poco beneficioso para sus textos (y no me pidan nombres, porque después vienen las enemistades). Todo lo contrario hace José Kozer, quien lee sus poemas con una admirable sobriedad. Un buen lector de los textos propios era también Nicolás Guillén, de quien afortunadamente han quedado grabaciones.

Un caso distinto es el de Reinaldo Arenas. Novelista y cuentista excelente, no puede decirse que se distinga como poeta. En cambio, cuando se los escuchaba leídos por él sus poemas ganaban mucho. Puedo dar fe de ello porque asistí a la lectura que ofreció el 14 de noviembre de 1989 en el Instituto de Cooperación Iberoamericana, en Madrid, para presentar su libro Voluntad de vivir manifestándose. Siempre he lamentado que no se me ocurriera llevar una grabadora aquella noche, pues fue una sesión que merecería haberse conservado. Por suerte, he logrado reunir un modesto archivo sonoro de otros autores cubanos leyendo sus textos (Kozer, Gastón Baquero, Orlando González Esteva, Reinaldo García Ramos…), pues me parece un testimonio sumamente valioso. Es algo además que me permite disfrutar, como en la infancia, del inmenso placer de que alguien lea para mí.