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Cine, Iannucci, Stalin

Los hermanos Marx desplazan a Carlos Marx

En su segundo largometraje, Armando Iannucci parte de la muerte de Stalin para realizar una comedia negra brutal, ácida y arriesgada, en la que satiriza y revuelve en el vertedero totalitario

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El escocés Armando Iannucci (Glasgow, 1963) es considerado hoy el mejor satirista de la televisión y el cine. Especialista en airear la mediocridad y los trapos sucios de los políticos, es un maestro de la farsa, dotado de una aguda inteligencia y de un mordaz sentido del humor. En la pequeña pantalla, lo ha demostrado con Veep (2012, aún en el aire), hilarante serie en la que despelleja la clase política norteamericana. Y también en su estreno cinematográfico, In the loop (2009), una sátira feroz sobre los comienzos de la guerra de Irak.

De ahí que cuando los productores franceses Laurent Zeitoun y Yann Zennou adquirieron los derechos del cómic de Fabien Nury y Thierry Robin La muerte de Stalin, de inmediato pensaron en él. Les pareció obvio encomendarle la adaptación cinematográfica, pues solo él podía manejar un tono tan particular. Iannucci, por su parte, aceptó encantado realizar “una comedia ligeramente basada en hechos reales”. Y declaró que “cuanto más investigaba, más ridículo era todo. Por ejemplo, Stalin estuvo tumbado sobre un charco de orina porque sus propios guardias estaban demasiado asustados para entrar en la habitación”.

Al realizar La muerte de Stalin (Reino Unido, 2017, 106 minutos), Iannucci debe haberse sentido, pues, como pez en el agua. En primer lugar, por la novela gráfica en la cual se basa el guion, coescrito por él junto con David Schneider, Ian Martin y Peter Fellows. Sus autores partieron de datos históricos, que combinaron con licencias literarias que les sirvieron para dar a la muerte de Stalin un carácter farsesco. O sea, se acercaron a la historia en clave humorística y paródica, algo similar a lo que Iannucci ha hecho con la actualidad. Estaba por otro lado el hecho real mismo, rodeado de claroscuros y que hasta hoy sigue teniendo zonas sombrías. En sus memorias, Nikita Krushov aseguró que el supremo patriarca del Kremlin fue asesinado por un miembro de la policía secreta, aunque no aportó pruebas. El propio comunicado oficial decía que Stalin murió “después de una grave enfermedad”, sin entrar en más explicaciones. Existen, en fin, otras teorías, lo cual deja un territorio abierto para la especulación. Todo eso ofrecía al cineasta las posibilidades para crear una ficción histórica aderezada con su habitual lucidez, absurdo y mala leche.

El primer mérito a reconocer a La muerte de Stalin es el de reactivar la sátira política, un género cinematográfico un tanto olvidado hoy y que, sin embargo, resulta oportuno en los tiempos que corren. En el filme, el horror estalinista aparece incorporado dentro de una comedia, algo que no es nuevo. Basta recordar títulos como El gran dictador de Chaplin y To be or not to be de Lubitsch. Por supuesto, Iannucci no alcanza en su película el nivel de esas dos obras maestras. Pero confirma que es posible verle el humor a lo más atroz y que burlarse de la barbarie se puede convertir en un arma de denuncia. En su acercamiento a la historia, genera la risa e incluso la hilaridad, a partir de unos sucesos de suma gravedad. Él mismo ha definido La muerte de Stalin como una tragicomedia: por un lado, es una farsa, pero por otro narra algo aterrador. Es una comedia negrísima con la cual nos reímos. Pero tras la farsa vislumbramos una monstruosidad que nos congela la sangre.

Un vodevil sangriento

Las primeras escenas están dedicadas a ilustrar lo que era entonces la Unión Soviética. Un verdadero imperio del terror, en el cual las delaciones, las torturas, las detenciones y los asesinatos arbitrarios eran el pan de cada día y en el que absolutamente nadie estaba a salvo. Pero pese a ese trasfondo trágico, se trata de una comedia, y sigue después una hilarante secuencia. En un estudio de Radio Moscú se transmite en vivo un concierto. Stalin llama para felicitarlos y pide que le manden una grabación. Sucede que el concierto no fue registrado y de inmediato se organiza todo para repetirlo. La pianista se niega a hacerlo, pues dos familiares suyos han sido asesinados por la policía política. Finalmente, acepta tocar después que ha sido suficientemente sobornada.

Vemos después a Stalin, quien se halla en su dacha y escucha en su habitación el concierto. De pronto su cara se crispa y cae al suelo. Uno de los dos soldados que hace guardia frente a la puerta oye el ruido y pregunta a su compañero si deben investigar si sucedió algo. La respuesta de este es: “Cierra la puta boca antes de que hagas que nos maten a los dos”. Al día siguiente, la señora que lleva el desayuno descubre el cuerpo infartado del dictador empapado en orine. Pronto se presentan los miembros del Comité Central y el consejo de ministros, quienes inicialmente debaten si socorrerlo o dejarlo morir. Si escogen lo primero, hay un problema: en Moscú no quedan doctores competentes. Stalin los mandó a matar o encarcelar en su arranque antisemita.

A partir de ese momento, los hermanos Marx desplazan a Carlos Marx. El vacío de poder dejado por el fallecimiento de Stalin da paso a una encarnizada lucha por la sucesión. En los dos días que transcurren hasta su funeral, los miembros de la cúpula del gobierno juegan sus cartas y recurren a manipulaciones, puñaladas por la espalda, traiciones y siniestras estrategias. Beria y Krushov aparecen como los principales contrincantes y cada uno se dedica a conspirar contra el otro. Beria es quien se mueve con más rapidez. Amenaza a sus colegas de tener información contra ellos e inicialmente parece poseer una fuerza más letal. Krushov, por su parte, es un tipo astuto que guarda una agenta oculta. Malenkov, pese a ser el aparente heredero de Stalin, tiene pocas posibilidades, pues es dubitativo y fácilmente manipulable.

En el filme, ninguno de los personajes sale indemne. Todos sin excepción son vistos con desprecio, como una repugnante pandilla de carniceros, aduladores, oportunistas y embusteros. Su ambición por hacerse con el poder saca el lado más perverso de su personalidad y hace que afloren sus bajezas y mezquindades. Se les muestra encarnados entre lo esperpéntico y lo sombrío, en un vodevil sangriento que exagera los hechos para provocar la carcajada. Iannucci realizó una excelente selección de actores y estos, a su vez, dan una lección magistral de interpretación. En el elenco figuran Steve Buscemi, Simon Russell Beale, Jason Isaacs, Jeffrey Tambor, Michael Palin, Paddy Considine y Olga Kurylenko. El director no los hizo imitar el acento ruso (el más reciente ejemplo de esa ridiculez es Red Sparrow, protagonizada por Jennifer Lawrence), sino que cada uno habla como normalmente lo hace: Russell Beale en el tono de Londres, Buscemi en el de Brooklyn.

Comedia negra brutal, ácida y arriesgada

El guion está lleno diálogos que se mueven entre el surrealismo y el absurdo, y muchos de ellos parecen haber sido pensados para los Tres Chiflados. Abundan además los insultos y las palabrotas. Cuando Krushov le pregunta al general Zhukov si puede ayudarlos a deshacerse de Beria, él le responde: “Yo me follé a Alemania. ¿Crees que no podría ocuparme de una puta bola de sebo con chaleco?”. En otra escena, Zhukov se burla de Malenkov y le dice: “Dios mío. ¿Coco Chanel cagó en tu cabeza?”. Y Malenkov, a su vez, le dice airado a sus compañeros que lo menosprecian: “¿Saben? Todos ustedes pueden besar mi culo ruso”. Ese es el tono que domina en esta comedia negra brutal, ácida y arriesgada, que se dedica a satirizar y revolver en el vertedero totalitario.

La muerte de Stalin es irregular y se debilita un poco al final. Empieza muy arriba y en la segunda parte, el director no logra del todo mantener el brío de la primera, en la que todos los elementos funcionan a la perfección. Eso no impide que haya escenas memorables, en las que Iannucci confirma su hábil manejo del humor afilado y corrosivo, así como sus grandes dotes para la comedia verbal y los gags visuales. Aparte de los ya apuntados, otro acierto a resaltar es la estupenda ambientación. Eso pese a que la película se rodó en Londres, con algunas escenas en Kiev y Oxford.

El filme se estrenó en la pasada edición del Festival de Toronto. En los primeros meses de este año se ha estrenado en varios países y ha tenido una buena aceptación por parte de la crítica. Asimismo, estuvo nominada a los premios Bafta en las categorías de mejor película y mejor guion, y recibió cuatro galardones en los British Independent Film Awards. En Rusia, en cambio y como era de prever, ha levantado ampollas. Se ha acusado a sus realizadores de formar parte de un complot contra ese país, de ser una burla ofensiva hacia todo el pasado soviético y de insultar a varias de las figuras más relevantes de su historia. Se proyectó en Moscú en una sala abarrotada, hasta que la policía irrumpió. La licencia de exhibición de La muerte de Stalin ha sido retirada, aunque Vladimir Vendinsky, el ministro de Cultura, expresó en un comunicado oficial que no se trata de censura: “No tenemos censura. No tenemos miedo de críticas o valoraciones contundentes de nuestra historia. En este departamento, podemos lidiar con cualquiera. Pero hay un límite moral entre el análisis crítico de la historia y la pura burla”.

Además de en Rusia, La muerte de Stalin no se podrá ver en Kirguistán, Azerbaiyán y Kazajistán. Tampoco se proyectará, me atrevo a asegurar, en un país que yo me sé. A todos esos ciudadanos se les privará de disfrutar del placer de la risa liberadora y de aplicar el consejo de Bertolt Brecht: no se debe combatir a los dictadores, hay que ridiculizarlos.