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Literatura

Maldijos pero no perdidos

El libro de relatos 'La hija del agua', de Idania Bacallao Iturria, guarda distancias con respecto a gremios y corrientes temáticas o formales.

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Los ediles del canon (y ciertos perpetradores de antologías), consagrados a discernir entre la carne y el pellejo de la literatura cubana contemporánea, no debieran perder pie ante aquello de "La prisa es del diablo". Pues vivimos días raros, en los que no todo cuanto merece ser visto está a la vista, y al revés.

Otro ejemplo (uno más) de sobresaliente creación que nadie comenta y nadie parece conocer, se nos muestra ahora en el libro de relatos La hija del agua, de Idania Bacallao Iturria, quien, para desgracia pública y suerte íntima, ha elegido instalarse a sus anchas en el insilio, ya que no sólo habita en Cuba sino en Rancho Veloz, pueblo de la provincia central de Villa Clara. Y aun más que en estos sitios, habita casi exclusivamente dentro de sí misma.

El libro en cuestión, publicado por la Editorial Capiro, de Santa Clara, contiene 12 piezas (¿relatos poetizados, poemas relatados?) que evidencian desde la primera línea un afán, nada común hoy en la Isla, por la búsqueda de autenticidad, si no a toda costa, por lo menos desafiando todos los riesgos que para un autor desconocido y sin padrinos implica ser auténtico.

Aunque no sea lo esencial, en La hija del agua resulta esencial el lenguaje: sencillo, directo, pero con elaborada sintaxis, apelando a los ricos matices del habla popular, no sin haberlos pasado por el filtro de una sutil y aun fina poesía y por una agudeza psicológica que raya en la insolencia, en tanto no titubea a la hora de diseccionar las más oscuras complejidades del yo —el propio y el ajeno— con el mismo desenfado con que Ana, protagonista de uno de los relatos, carga el castigo y el miedo: "como quien fuma al pie de un polvorín".

Por supuesto que la mayoría de los personajes de este libro son mujeres. Pero (mala noticia para las feministas de rompe y raja) todos han sido delineados, tal vez retratados, desde la perspectiva de una trascendencia humana tan diáfana, tan por encima de esquemas y de convenciones reductoras, que al lector apenas le queda margen para reparar en minucias de género.

No sabemos hasta qué punto Idania Bacallao —a contracorriente de ese tipo de literatura hembrista que continúa vendiéndose como pan— se haya propuesto expresamente deslindar sus "confesiones de mujer" de una política de sexo.

Pero lo que sí parece dejar claro en sus páginas es que ante el feminismo militante, o ante cualquier militancia, ella asume para sí la sentencia de otra de las inefables criaturas de La hija del agua, Paula (puta de gratis, más sola que la luna), quien dice estar convencida de que "...si hay algo que mata las ilusiones, más que el escepticismo, es la afectación de las creencias".

Vocación de autenticidad

Asimismo, esta autora, lo haya buscado o no, guarda distancias con respecto a gremios y corrientes temáticas o formales. Si bien, por un lado, su poética, siempre transgresora, así como la frecuentación de asuntos como el erotismo, el lesbianismo, la violencia, o su insistencia en el diseño de personajes extraviados, indóciles, le acercan al grupo de las narradoras que aquí llamaron "postnovísimas"; por otro lado, se distingue de ellas por una delicadeza en la expresión y en los enunciados, que, aun más que recurrente, resulta obsesiva, al punto que en su caso podría configurar una suerte de estilo.

Esto no significa que la Bacallao sea menos irreverente, ni que no vomite órganos y vísceras sobre cada uno de sus textos. Sólo que al parecer escogió hacerlo con su personalísimo aire, a la orilla de modas y de modos, y, muy en particular, distante en años-luz de "nuestro" pintoresco realismo sucio, que —como es sabido— suele carecer de lo primero tanto como abunda en lo segundo.

Desde "Un consuelo bastardo para mis gustos", donde la propia narradora se presenta como "una mujer que a veces pierde su extensión", hasta "Ana, por qué… por qué la ola", doloroso, aunque bello, aunque tierno apólogo de quien "ha probado las inquisiciones". Desde "A priori", con hombres acosados por la ausencia, hasta "Los estragos del óleo", con Violeta, pintora de la vulva sufrida (que es la narración menos redonda del libro), todos los trazos, todas las historias derivan de una inquietante observación de la naturaleza humana y de un cierto desparpajo en el enfoque que, no por su eficiencia en el tratamiento de la letra, resulta menor ni menos delicioso desparpajo.

Hay ocasiones en que este libro nos remite lejos, tanto como hasta los epitalamios de Safo. Y otras, las más frecuentes, las de más fácil familiarización, a una obra que todavía hoy es trancazo en la mollera para más de uno entre nosotros: Fuegos, de Marguerite Yourcenar. "Ilty, tú que eres Dios y trayecto, temblor y deseo", implora con el corazón en la boca la narradora en "El planeta de los espíritus", izando al viento su desesperada necesidad de caricias.

En cualquier caso, queda dicho que a pesar de sincronías y hasta de influencias más y menos perceptibles, La hija del agua exhibe desde los pies al pelo una vocación de autenticidad que testimonia, ante todo, marca de linaje.

En "Tras la cruzada del loco", sin duda el relato más contundente del libro, Tupy el loco no deja de gritar, con su voz oscura e incendiaria: "El pueblo está maldijo". Tiene mucha razón, está maldijo. Sólo que aunque maldijo, no está perdido mientras le queden reservas de sensibilidad y de talento como las de Idania Bacallao. Lo demás es lo de menos, incluidos ciertos perpetradores de antologías.