Actualizado: 28/03/2024 20:04
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Literatura, Literatura cubana, Narrativa

Narrar con los elementos justos

En Náufrago del tiempo, Xavier Carbonell se desmarca de los temas que son comunes en la narrativa escrita por los cubanos y ha escrito una ficción poderosa y cautivante, sustentada en una rigurosa labor de la escritura

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“La breve novela que el lector tiene en sus manos es resultado de un vuelo imaginativo de elevada originalidad como ha habido pocos en la literatura cubana, no ya la reciente sino la de todos los tiempos. Tal vez esto sea mucho decir, pero quiero preparar a los lectores para una sorpresa tan agradable como insospechada, un verdadero placer estético. Nada de lo que se ha venido publicando recientemente entre escritores cubanos, o latinoamericanos, nos predispone para la deslumbrante novedad de Náufrago del tiempo, obra de un escritor joven que apenas se está́ dando a conocer”.

El párrafo reproducido pertenece a Roberto González Echevarría y es el inicio del prólogo que redactó para Náufrago del tiempo (Editorial Verbum, Madrid, 2023, 96 páginas). Se trata de la tercera novela dada a conocer por Xavier Carbonell (Camajuaní, 1995), quien pese a su juventud ha logrado dejar de ser un autor prometedor para contar ya con logros muy notables.

En una entrevista, Carbonell reveló cuál fue la génesis de esta novela. La escribió hace tres años, cuando se encontraba en la India. Gracias a su trabajo en la Asociación Católica Mundial para la Comunicación Signis, tuvo la posibilidad de viajar a ese país a estudiar durante seis meses. Al terminar el programa, sobrevino la pandemia y se quedó allí varado. “¿Qué puedo escribir yo sobre Cuba, que no repita las opciones creativas del exilio ni la obsesión insular por la miseria?”, se preguntó. El resultado fue Náufrago del tiempo, que según asegura redactó de un tirón en solo una semana.

Carbonell, en efecto, se desmarca de los temas que se han convertido en lugares comunes en la narrativa escrita por los cubanos: la política como asunto obsesivo, el desarraigo y el dolor que significa el exilio, las necesidades y la carencia de casi todo que ahogan a quienes residen en la Isla. Sin embargo, en su novela a través de un desplazamiento al pasado el autor encontró un modo de expresarse en clave sobre el presente de Cuba.

Al inicio de la novela, el desconocido cuyo nombre nunca llegamos a saber es arrastrado por el mar hasta las costas de Cayo Lagarto. Al ser rescatado, parecía “una isla a la deriva. Una masa de arena, bejucos y musgo donde los cangrejos empezaban a cavar sus túneles”. Unas manos femeninas que eran siempre las mismas lo ayudaron a recuperarse, aunque él nunca pudo verle el rostro. Al cabo de unos días, la misteriosa mujer empezó a acudir por las noches y se metía a compartir con él la cama que ella misma había preparado. A la salida del sol, lo dejaba tumbado en una hamaca, náufrago de su propia memoria. Como él narra, al poco tiempo empezó a notar unas sutiles diferencias que lo llevaron a pensar que las visitas nocturnas correspondían a más de una mujer. Todas tenían en común que el pelo les huele a tabaco y el sudor y la saliva llevan el perfume de las hojas.

Poco a poco fue descubriendo a las personas que vivían en aquel sitio. Uno de los habitantes era un viejo veguero a quien había visto antes, pero que se hasta entonces se había limitado a mirarlo fijamente mientras fumaba. Era un hombre triste, que nunca supo lo que es la felicidad. Al náufrago le hizo recordar a su padre, a quien nunca conoció. Su madre le dijo que era pescador, y atribuyó al hecho de que nunca lo conociese que él fuera inquieto y trashumante, y viajara “de aquí para allá, sin sosiego, sin cansancio, con los pies fuertes como trozos de acero”.

Episodios que deparan nuevas sorpresas

El viejo veguero comenzó a llevarle tabacos, que él mismo se encargaba de decapitar y de ofrecérselos ya encendidos. Una tarde lo invitó a su casa y le presentó a sus dos nietas, que acaso eran las mismas que acudían por las noches a refocilarse con él. También le mostró una habitación a la cual llamaba la Sala de los Artefactos. Estaba llena de astrolabios, brújulas, telescopios y libros de astronomía y navegación.

Su estancia en Cayo Lagarto terminó abruptamente, cuando el viejo lo sorprendió en una casa de guardar tabaco mientras tenía sexo con sus nietas y con la mulata que se encargaba de la limpieza de la casa. El hombre soltó el cabo que fumaba con tanta furia, que prendió fuego al techo de guano, quemó la madera e hizo arder la cosecha allí almacenada. Las llamas respetaron a las nietas, no así a la mulata. El veguero intentó echar mano al machete que llevaba en la cintura, “pero justo cuando los dedos alcanzaron la empuñadura del machete, el viejo explotó organizadamente, sobre el piso de tierra”. El náufrago echó a correr y finalmente se quedó dormido en un cañaveral.

Lo anterior es un sucinto resumen de los hechos que ocurren en el primero de los siete capítulos que tiene la novela. En los restantes, el protagonista vive episodios no menos inauditos, en un viaje que le depara nuevas sorpresas. Tras escapar de Cayo Lagarto y alcanzar la costa, llega a un pueblo donde consigue robar algunas ropas para cubrir su desnudez. Todos sus habitantes saben que es inminente la llegada de un ciclón, pero no tienen temor y se disponen a enfrentarlo “con el cansancio del que ha ido muchas veces a la guerra”.

El náufrago, en cambio, busca refugio en un hotel en ruinas que antes fue un monasterio. Allí encuentra un gato que lo sigue cada noche y al cual debe continuas revelaciones sobre el edificio. En uno de los recorridos a los cuales lo guía, lo conduce a una habitación oculta. En ella hay un hombre sentado ante una larga mesa de madera, cubierta de frutas y manjares que son traídos por animales. Sin apenas abrir los labios, le dice al náufrago: “Yo soy la piedra que sostiene el mundo. Y cuando yo caiga el orbe también caerá”.

Algunos días después, le escucha confesar: “Yo soy tan viejo como las piedras y las montañas; la luna me parió, el sol me dio la vida; yo pronuncié la primera palabra del mundo, pero se olvidó cuál fue”. El día en que por fin llegó el huracán, el hombre declaró que por fin se iba a cumplir su maldición y que desde ese momento era libre. De inmediato, el gato lo atacó y luego las demás criaturas hicieron lo mismo, hasta que sobre el asiento donde se hallaba sentado solo quedaron unas cuantas hilachas de tela.

Cuando el náufrago llega al final de su viaje y confiesa que no se atreve a abrir los ojos, ha vivido numerosas aventuras. Presencia la represión de una protesta contra un gobernante en quien el pueblo confió y, una vez en el poder, se convirtió en un dictador. Es arrastrado por un grupo de alzados a luchar junto a ellos. Se tropieza con un cortejo de hombres y fantasmas que van cargando el peso de sus ciudades.

Es invitado a comer por el gobernador de un pueblo que consagra el último día de cada mes a la santa cruzada contra los diablos de una cueva enorme, que se supone es el Infierno. Él mismo se arroja a ella, esperando ser acometido por demonios, dragones, cíclopes y mastines carniceros, pero eso no ocurre porque tiene la manía de no morir. Va a dar a un barco en el que los piratas no lo tratan como a un prisionero. Los acompaña una vieja que es consejera del capitán, y a la cual los tripulantes acuden para que les dé de comer, para ser curados o para morir.

Un tiempo cósmico y universal

Finalmente, el náufrago encuentra a su padre, ya viejo y encorvado y con las manos agrietadas y llenas de cicatrices. Le cuenta que cuando nació, él le dio la libertad de olvidar, de caminar por muchos tiempos; le dio también el poder de la tierra y la eternidad, para que no se anclara a nada. Le revela, asimismo, que la muerte se enamoró de él, que a muchas mujeres les robó la voz y la voluntad a los hombres.

Su hijo le confiesa que está muy cansado, que por primera vez quiere dejar de ser inmortal y morir. Y antes de que el viejo es escurra como los espectros de la tierra firme o quizás se vaya a beber de las aguas sagradas de las que su hijo juró no alimentarse más, alcanza a decirle:

“Tengo en las costillas el recuerdo de muchos muertos. Y ese recuerdo no se va. De nada le sirve a la muerte despojarme de todo. Frente a ti, con quien tanto soñé, a quien me trajeron las canciones de mi madre, cuya visión me dio fuerzas para llegar aquí, declaro que la muerte no puede robarme el peso de mi tiempo, ni el refugio de mi memoria, que es lo único que me queda después de tanta desgracia”.

Pienso que de lo hasta aquí descrito resulta obvio que el recorrido que emprende el protagonista por esa isla con reminiscencias de Cuba, es tanto geográfico como histórico. Como hace notar González Echevarría en su excelente prólogo a la novela de Carbonell, el tiempo en el cual el personaje naufraga es cósmico y universal, y a lo largo de la regresión que realiza “se mueve entre figuras y acontecimientos sin especificidad: abstractos, simbólicos y casi alegóricos”. El propio náufrago carece de nombre y de identidad. Tampoco conserva recuerdos de su vida anterior, y su itinerario por pueblos, vegas de tabaco, barcos, ciudades en ruinas y monasterios abandonados transcurre entre la fábula y el relato de aventuras, entre lo real y lo evocado. En esa itinerancia a la cual parece condenado lo acompaña la muerte, que en la novela posee una presencia dominante.

Con Náufrago del tiempo, Carbonell ha creado una ficción poderosa y cautivante, sustentada en una rigurosa labor de la escritura. Respecto a esto último, es pertinente apuntar que ha logrado borrar los rastros de su trabajo y hace que la elaboración no se note. Lo digo porque cristalizó en una prosa de una difícil limpidez, en un estilo directo pero cuidado hasta el mínimo detalle.

A esa madurez estilística se suma que la novela posee solidez narrativa y seguridad formal. Su autor ha realizado un potente esfuerzo de síntesis. Demuestra que sabe contar con los elementos justos. Y aunque Náufrago del tiempo se lee de un sorbo, hay que destacar que su brevedad no está reñida con la intensidad. Por el contrario, la potencia. Asimismo, es de destacar que Carbonell mantiene el pulso narrativo. En eso influye la elección de la primera persona, que contribuye a que la trama se desarrolle con fluidez. Encontrarse con una obra de valores estéticos tan compactos y con un autor concentrado en sus propios intereses literarios, no es algo que ocurre a menudo. Esa conjunción que se da felizmente en Náufrago del tiempo.

Quiero hacer notar, por último, que El fin del juego, la novela anterior de Carbonell, se adscribe de cierto modo al género detectivesco. Eso viene dado fundamentalmente por la resolución de un enigma, relacionado con el origen y el sentido de unas litografías antiguas. De igual modo, en Náufrago del tiempo su autor adoptó la estructura de la narrativa de aventuras para seguir la insólita travesía del protagonista.

Pero en ambas obras prescindió de los ingredientes más comerciales en los cuales se basa la popularidad de esos dos géneros. Optó por mantenerse en los márgenes de ellos, pues su propósito era reflexionar sobre cuestiones de mayor hondura. En El fin del juego, acerca de la condición humana y la búsqueda de sí mismo; en Náufrago del tiempo, sobre el dilema del ser humano frente al tiempo y la seducción que ejerce la muerte. No obstante y como sostiene González Echevarría, son novelas que se dejan leer sin mayor dificultad y no exigen la colaboración forzada del lector.