Actualizado: 29/04/2024 20:56
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Cine, Cine cubano, Censura

Pervertir la verdad mediante la censura

Un libro recoge el calvario de veto y hostigamiento que sufrieron los creadores de la película Santa y Andrés, que hasta hoy continúa prohibida en Cuba

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Si nos quitan la libertad de expresión nos quedamos
mudos y silenciosos y nos pueden guiar como
ovejas al matadero.
George Washington.

En 2018, el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA) acogió la muestra Cine cubano bajo censura, que recorría cinco décadas de obras y creadores reprimidos o silenciados por motivos políticos. La integraba una decena de películas, que representan una cifra muy exigua de todo lo que el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos ha hecho como organismo controlador y fiscalizador de la producción audiovisual hecha en Cuba. En realidad, para reunir todos los títulos a los cuales se les impidió llegar a sus espectadores naturales habría que dedicar un ciclo similar a las magníficas retrospectivas que años atrás organizaba el Centro Pompidou en París, y que por su extensión duraban varias semanas.

Es una historia que se inició tempranamente, cuando el ICAIC apenas llevaba un año de haber sido creado. Meses después del estreno de Cuba baila (1960), el primer largometraje producido en la Cuba revolucionaria, era prohibido el cortometraje documental P.M., realizado por Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal. Fue la puesta en marcha de la maquinaria censora, que desde entonces no ha cesado de cumplir su misión: impedir el acceso al público de cualquier obra que se aparte del discurso oficial, traspase los límites establecidos para los temas o se atreva a dar una imagen políticamente incorrecta de las figuras consideradas intocables.

En los últimos años se han escrito numerosos trabajos sobre ese tema. Han aparecido también libros de carácter general o dedicados a casos concretos de películas a las cuales se aplicó esa política de exclusión y silencio. Hasta ahora son solo unos pocos: Rehenes en las sombras. Ensayos sobre el cine cubano que no se ve (Festival de Cine de Huesca, 2002), de Juan Antonio García Borrero; El caso PM. Cine, poder y censura (Editorial Colibrí, 2012; Editorial Hypermedia, 2014), de Orlando Jiménez Leal y Manuel Zayas; Guillén Landrián o el desconcierto fílmico (Almenara, 2019), compilado por Dylan Robbins y Julio Ramos; y Crónica Azul. Diez años de rodaje (Fra, 2022), de Lynn Cruz, que comenté en este diario hace un par de semanas. A esos títulos se ha venido a sumar Ni Santa ni Andrés (Editorial Verbum, Madrid, 2022, 249 páginas), coescrito por Carlos Lechuga y Adriana Normand.

El libro se abre con una introducción en la cual Lechuga narra la génesis de Santa y Andrés, su segundo largometraje. Antes había realizado Melaza, que partió del libreto que tenía que escribir para graduarse en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños. La película fue filmada de modo independiente y su intención era presentarla en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano.

Fue su primer encontronazo con el sistema, pues la dirección del ICAIC le exigió borrar el crédito de agradecimiento al mismo. Como apunta Lechuga en una de las cartas que envió al Instituto, le resultaba difícil comprender, y por eso le pedía una explicación, por qué razón la misma institución que apoyó su proyecto ahora le daba la espalda. Al final, Melaza se exhibió en el evento. Después participó en varios festivales en el extranjero y en el de Málaga recibió el premio a la mejor película iberoamericana. De acuerdo a lo que se anota en el libro, en Cuba se estrenó al cabo de un año y se proyectó por pocos días “en una salita de uno de los cines menos frecuentados de la capital”.

La obligación de proteger al espectador cubano

Pero lo sucedido con Melaza no pasó de ser un simple percance. La verdadera pelea contra los demonios inquisitoriales para Lechuga vendría tras finalizar Santa y Andrés. En la edición del FINCL correspondiente a 2014 le habían otorgado el premio al mejor guion, y un mes antes había recibido en el Festival de Cine Iberoamericano de Huelva un galardón similar que concede la Sociedad General de Autores de España. Lechuga filmó el guion y en 2016 Santa y Andrés tuvo su estreno mundial en el Festival de Toronto y luego se proyectó en el de San Sebastián.

En octubre de ese año, el cineasta tuvo una reunión en el ICAIC para decidir su aceptación en el festival habanero. Tras visionar el film, Roberto Smith, entonces su presidente, expresó que como “buen cederista” que era no le había parecido buena. Admitió que “en los primeros años de la revolución había gente que había sido víctima de errores y excesos, pero que en la película se exageraba bastante”. Insistió, no obstante, en que debían verlo más personas, pero que “estaba seguro que muchos creadores se iban a sentir como él: incómodo”. Tanto él como Ramón Samada, vicepresidente de esa institución, “se sentían obligados a proteger al espectador cubano, que podía ser lastimado por la visión de la película”. Es la típica demagogia de muchos dirigentes cubanos, que se arrogan el derecho de decidir por toda la población.

Santa y Andrés fue vista por un grupo de cineastas y tuvo una acogida favorable. Pero en una reunión a la cual asistieron Lechuga y Claudia Calviño, productora del largometraje, Smith les notificó que este no se exhibiría en el festival. Argumentó que ese tipo de censura se había empleado antes y que la decisión no era de carácter artístico, sino político. A eso cabe hacerle dos comentarios. Uno: la censura es censura, no importa atendiendo al criterio por el cual se emplea. Dos: Smith reconoce que es algo que se había aplicado en el ICAIC. Eso se llama ser un censor honesto.

En efecto, entre varios casos precedentes, estaban los del documental de Sara Gómez Guanabacoa: crónica de una familia (1965), que nunca llegó a las pantallas; el de los seis años que tuvieron que aguardar Humberto Solás y Sergio Giral hasta que sus respectivas películas Un día de noviembre (1972) y Techo de vidrio (1982) recibieran luz verde para su estreno; y, en fin, el muy sonado de Alicia en el pueblo de Maravillas (1991), de Daniel Díaz Torres, prohibida y atacada duramente por la prensa bajo el argumento de que era contrarrevolucionaria.

De nada valieron las opiniones favorables de cineastas como Fernando Pérez, Enrique Pineda Barnet y Juan Carlos Tabío, los tres Premio Nacional de Cine. En un texto publicado en el portal Cubarte, Smith expresó que en el análisis sobre Santa y Andrés se había escuchado a un numeroso grupo de cineastas. Y añadía que, “sin embargo, por encima de cualquier criterio la decisión final corresponde a la institución”.

En un artículo titulado “¿Qué pasa por la mente de los censores?”, publicado en OnCuba Magazine, Eduardo del Llano escribió: “Quienes rechazan la película, no saben nada de cine y sí mucho de cómo flotar sin hundirse. Los cineastas, en cambio, recomendaron la inclusión de la película en el certamen. Dicho de otro modo, el ICAIC no escucha a quienes se supone que representa”. Por su parte, Fernando Pérez en una carta que fue leída en la reunión con Abel Prieto, ministro de Cultura, afirma: “No es Santa y Andrés y una abierta discusión sobre ella lo que hay que excluir; lo que debemos acabar de excluir es una política de exclusión que solo ha conducido y conduce al descreimiento”.

Censurada también en Nueva York

Como un intento de revivir métodos de la década de los 70, a Leopoldo Ávila le surgió un doble bajo el nombre de Arthur González. En un texto titulado “¿Cine independiente de quién?”, el susodicho sostiene que la historia narrada en Santa y Andrés “pretende destacar una persecución política y agresiones que en la Isla no han tenido lugar”. Admite que en determinados momentos históricos “se cometieron errores rectificados con creces”, pero “no pueden sacarse de su contexto para su análisis”. Y para sustentar sus afirmaciones, recuerda que “Virgilio Piñera es uno de los multipremiados y sus obras de teatro suben constantemente a escena; Lezama es de los pocos artistas que su casa fue convertida en museo y su obra publicada por la Revolución, incluso hasta un libro de recetas con sus comidas preferidas: los errores se repararon”.

El cuestionamiento de la desatinada medida —las censuras siempre lo son— hizo que el debate se polarizara. En él intervinieron, entre otros, Rubel García González, presidente de la Asociación Hermanos Saíz, Fernando Rojas, viceministro de Cultura, y Alexis Triana, funcionario de ese ministerio. El veto al film se mantuvo inalterable. Y como las manos de los inquisidores son alargadas, llegaron hasta allende las fronteras locales. Su intervención hizo que el Havana Film Festival New York retirara el largometraje de Lechuga de la competencia por el Havana Star Prize. La salomónica explicación dada por los organizadores fue que, “dada la publicidad altamente politizada alrededor de Santa y Andrés, sería un conflicto incluirla en la competición”. Ante ese cambio unilateral, el director optó por retirarla del evento.

Los documentos que hasta aquí he citado fragmentariamente están recogidos en el libro de Lechuga y Normand. Aclaro que no son los únicos que se reproducen, pero considero innecesario referirme a todos. Esos textos están integrados en un relato de los hechos suscitados por la película, de la que además se publica su guion. Y dado que en la Isla son contados los que la han podido ver, copio la sinopsis distribuida por sus creadores.

Cuba, 1983. Andrés es un escritor homosexual de cincuenta años que, según el gobierno, tiene “problemas ideológicos”. Como es habitual con los desafectos a la revolución, cada vez que hay un evento político en la zona, alguien es enviado para echarle un ojo y evitar que cometa algún acto de oposición pública. Esta vez la tarea de vigilar le toca a Santa, una campesina de treinta años que trabaja en una granja estatal. Durante tres días consecutivos Santa se sienta en la entrada de la cabaña de Andrés para supervisar cada uno de sus movimientos. Entre los dos se establece una poco probable amistad, ya que ambos se dan cuenta de que tienen mucho en común.

A la prohibición de Santa y Andrés siguieron la vigilancia y el hostigamiento de Lechuga y Calviño. Eso lleva a los autores del libro a comentar: “Una pareja de jóvenes recibiendo montón de puñaladas por la espalda desde todas partes: desde la policía, que era obvio, desde la institución que era cómplice, y desde un grupo de creadores que querían ayudar, sin embarrarse demasiado”. Acerca de esto último creo pertinente hacer algunas matizaciones.

En el propio libro se reproducen varios textos en los cuales los compañeros de profesión del cineasta defienden su film. Que se leyeran en las reuniones y no se publicaran en algún medio resulta lógico, pues los controlados por el Estado sencillamente nunca los hubieran aceptado. Un ejemplo reciente de esto que digo, lo es el hecho de que las palabras del actor Luis Alberto García al recibir el premio Lucía de Honor en el Festival Internacional de Cine de Gibara, solo fueron divulgadas por publicaciones independientes y extranjeras.

No puede confundirse la política con la ética

El 12 de diciembre de 2016, Arturo Arango publicó en OnCuba Magazine un trabajo que es una defensa implícita de la película y que se puede leer en este enlace: http://oncubamagazine.com/columnas/esta-es-tu-casa/ . De ese texto copio un par de párrafos:

“Encuentro también dos maneras enfrentadas de utilizar la herencia de Fidel (un líder aún en activo) en la película Santa y Andrés, de Carlos Lechuga. Están allí, en un extremo, los represores que invocan su nombre para cometer un acto de repudio contra Andrés, y en el otro la maravillosa Santa, una campesina que escucha los discursos de Fidel en la soledad de su hogar y en el hospital donde cuida a Andrés, y que conserva en su puerta aquel letrero de los primeros años 60 que, sobre un fondo rojo y negro, ofrecía: «Fidel, esta es tu casa».

“Santa, al inicio de la película, se sienta bajo el sol, sobre una silla que ella misma acarrea, frente a la casa de Andrés, el escritor maldito, con la misión de vigilarlo. No sabe quién es ese hombre amanerado y solitario, y tendrá tres días para averiguarlo. Lo conoce, lo comprende, lo protege, sabe colocarse en el lugar del otro, y da a Andrés, y a nosotros mismos, una extraordinaria lección de valentía, humanismo y solidaridad. Una lección digna de su raigal fidelismo”.

A propósito de esa actitud de los cineastas cubanos de no querer “embarrarse demasiado”, en el libro se expresa que “si en La Habana no había existido un documento oficial donde los cineastas e intelectuales reclamaron el derecho de la película a participar en el Festival, en Estados Unidos existió una respuesta casi inmediata de artistas que protegían el derecho del film y su director”. Esas palabras están escritas respecto a lo sucedido en el certamen de Nueva York. Pienso que no se es justo con los colegas de Lechuga, que dieron una batalla y defendieron Santa y Andrés. Como sostiene un buen amigo mío, no se puede confundir la política con la ética.

Esas objeciones no pretenden en modo alguno restarle valor al libro de Lechuga y Normand. Este constituye un aporte significativo y necesario para que incidentes tan bochornosos como la prohibición de Santa y Andrés no caigan en el olvido. Algún día, no sé si cercano o lejano, se ha de escribir la historia de la censura bajo el castrismo. En ella, el capítulo dedicado al ICAIC ocupará una buena cantidad de páginas. Y eso podrá hacerse con el material documental e informativo que proporcionan obras como Ni Santa ni Andrés y como las mencionadas al inicio de este trabajo.

“Muchos de los actores principales de la trama de la censura de Santa y Andrés ya no se encuentran en sus cargos, otros permanecen en ellos. El proceso de veto y control a pesar de todo permanece intacto.// Esta historia, entonces, como dicen algunas películas, todo parece indicar que «continuará»…”.

Estas palabras con las cuales finaliza el libro resultaron proféticas. Fiel a su esencia fiscalizadora y censora, el ICAIC aplicó el mismo veto a Vicenta B, el tercer largometraje de Lechuga. Denegaron su inclusión en el programa delfestival de La Habana. Es la historia interminable de purgas, omisiones, borramientos y censuras que desde hace décadas rige para el cine que se hace en Cuba.