Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Con ojos de lector

Retrato de La Habana sin espejo

Un año después de su traducción al inglés, se publica en español el libro de Alma Guillermoprieto sobre sus experiencias en Cuba como profesora de danza.

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Un retrato honesto y convincente

Uno de los aciertos de La Habana en un espejo es la honestidad con que Alma Guillermoprieto expone ese conflicto personal. En su libro traza un retrato muy convincente de la persona que entonces era, una joven que se debate entre su sincera simpatía por los cubanos y su deseo de dedicarse sólo al arte, entre su convencimiento de que allí se estaba tratando de echar adelante algo bueno y su rechazo a unas rigideces y dogmas que no cuadraban con su carácter. Por otro lado, en una sociedad cuya aspiración máxima era la igualdad y que castigaba cualquier desviación de la norma, difícilmente podía tener cabida alguien que, como ella, luchaba por ser irrepetible en cada uno de sus actos. Pero pese a esas discrepancias, no puede dejar de conmoverse ante un hecho como la fracasada zafra de los 10 millones de toneladas de azúcar, porque le permitió ver al país entero empeñado en una tarea en la que todos se sacrificaban en beneficio de todos.

En una carta que le escribe a un amigo, Guillermoprieto le comenta acerca de ese conflicto que tiene en Cuba: "Lo que me está resultando más difícil es esta Revolución. O más bien, entender qué hay que hacer para ser revolucionaria". Por ejemplo, no entiende por qué Teresa González le contesta con evasivas a su pregunta de si en Cuba aún se practica la santería, ni por qué aquellos tocadores magistrales que la ayudaban en las clases eran llamados "informantes" y no creyentes. Tampoco entiende por qué en un país rodeado de mar no haya ni una sardina que comer. Cuando pasa a vivir al hotel Habana Libre, descubre además que se fiscalizaba las relaciones sexuales de los huéspedes, y su amante guerrillero le revela que las habitaciones "estaban equipadas no sólo con excusado y bidet, lámparas y sillón, sino con un micrófono, cortesía del aparato de Seguridad del Estado".

Y sobre todo, para ella representa una dolorosa desilusión constatar que los dirigentes cubanos sienten un profundo desprecio por los artistas. En una conversación de la cual es testigo, escucha a Manuel Piñeiro expresar que "en este país no vemos claro el rendimiento de los artistas, no vemos claro su compromiso con la Revolución, sigue siendo el sector más impredecible". El propio director de la ENA, Mario Hidalgo, no oculta el enorme malestar que para él significa estar al frente de un centro docente al cual califica como un "mierdero de artistas, y patos, e intelectuales" (Guillermoprieto aprendió así que pato es uno de los términos despectivos que los cubanos aplican a los homosexuales).

Guillermoprieto misma tuvo problemas en la escuela. A las pocas semanas de haber empezado a impartir clases, fue llamada por Elfrida, pues había "una pequeña cuestioncita que aclarar". Se trataba de sus reuniones con los estudiantes, en el dormitorio reservado para huéspedes extranjeros. Aquellos jóvenes que allí preparaban para el futuro no poseían la preparación adecuada para valorar las diferencias tan grandes existentes entre su mundo y el de las internacionalistas como ella, que llegaba de una realidad tan diferente a la cubana. Guillermoprieto chocó además con algunos de los métodos con que allí se enseñaba, y sin proponérselo promovió una pequeña revuelta entre los estudiantes. Para entonces, Cubanacán había adquirido para ella un ambiente raro: la selva que la rodea, lo alejado que está, los edificios angustiantes y aquel aire siniestro que le daba el tener al lado un reclusorio del que nadie quería hablar.

Tras aquellos seis meses que pasó en 1970, Alma Guillermoprieto ha vuelto a la Isla en algunas ocasiones, una de ellas para cubrir como periodista la visita del Papa. En el epílogo del libro resume así su impresión de esas visitas: "En Cuba, poco queda de la Revolución que conocí. El conjunto de edificios que conforman la Escuela Nacional de Artes, que está catalogado como una de las obras anunciadoras del posmodernismo, y como una obra maestra —la única, por cierto— de la arquitectura cubana revolucionaria, se desbarata, invadida de humedad y selva, convertida en lo que se ha llamado 'las primeras ruinas de la posmodernidad'". A lo cual agrega: "La Revolución que iba a ser la vanguardia de la historia es admirada hoy como reliquia suspendida en el tiempo por visitantes que vienen huyendo de un mundo excesiva y horrorosamente moderno".

Mas si es cierto que en buena medida lo es, La Habana en un espejo no debe leerse sólo como la historia de un desencanto. Aquella breve temporada marcó a su autora. Las imágenes de la guerra de Vietnam que por primera vez vio en un noticiero en la Cinemateca, confiesa, se le infiltraron por debajo de la piel y ahí permanecieron. A partir de aquella noche la trastornó la idea de que habitaba en un mundo obsceno y no había querido darse cuenta. A su regreso a Nueva York, participó en actos de protesta contra esa guerra, y comenzó además a interesarse en la realidad de Latinoamérica y en los movimientos de liberación que empezaban a gestarse en algunos de sus países. En ese sentido, La Habana en un espejo es también el relato de un despertar. Todo eso lo cuenta en estas vívidas memorias, que ha escrito con rabia, amor, humor, humanidad, conocimiento. Poseen además otro valor: están muy bien escritas, y su lectura posee como mérito adicional el placer gratificante con el cual nos recompensa la buena literatura.


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