Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Literatura

Segundo catauro de curiosidades

Acerca de manuscritos ilegibles, originales que se perdieron o fueron destruidos, el uso de seudónimos y el hábito de anotar los libros leídos

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La palabra typewriter (mecanógrafo) fue acuñada por el norteamericano Christopher Latham Shores, quien en 1868 patentó la primera máquina de escribir (existieron unas anteriores, de 1714, muy lentas y difíciles de usar, que originalmente fueron ideadas para ciegos). Solo tenían letras mayúsculas y fueron manufacturadas por Remington. Henry James, Sigmund Freud y Mark Twain figuran entre los primeros que las utilizaron. Twain escribió en la suya Las aventuras de Tom Sawyer, que pasó a ser el primer libro que fue mecanografiado a la imprenta. Su autor mantuvo en secreto que empleaba una máquina, pues no quería verse obligado a enseñar su uso a los principiantes.

Antes de que se inventara la máquina de escribir, los linotipistas trabajaban a partir de originales escritos a mano, lo cual significaba en muchos casos una verdadera tortura. Los manuscritos de Lord Byron eran casi indescifrables, pues estaban plagados de los numerosos textos que él iba agregando en los márgenes. Los de Charlotte Brontë tenían letra tan diminuta, que parecían haber sido redactados con la punta de una aguja. Igual ocurría con los de Charles Dickens y William Thackeray, que por esa razón se leían con mucha dificultad. Los originales de Balzac eran tan ilegibles, que los impresores rehusaban trabajar con ellos por más de una hora. Otro que tenía una pésima escritura fue Michel de Montaigne. Se cuenta que debido a ello, decidió contratar una secretaria. Pero resultó que la letra de esta era aun peor, y como resultado parte del diario italiano de Montaigne hasta hoy no se ha podido transcribir. Todo lo contrario a Edgar Allan Poe, cuya letra es considerada de las mejores. Cuando ganó un premio por su cuento “Manuscrito encontrado en una botella”, contribuyó a que se lo diesen “la belleza de su escritura a mano”.

Los manuscritos, señor Bulgákov, sí arden

Y hablando de manuscritos, se podría escribir un voluminoso libro sobre aquellos que se extraviaron o fueron destruidos. John Warburton, un anticuario inglés del siglo XVIII, coleccionó entre 50 y 60 obras raras del período isabelino. Tres de ellas se conservan en el British Museum. En cambio, muchas de las otras se perdieron cuando Warburton las dejó al cuidado de su cocinera, quien las utilizó como combustible o para poner encima las cacerolas calientes.

Otra criada, la de Molière, usó varias páginas de la traducción de Lucrecio que él había hecho para rellenar la peluca del dramaturgo. Tras eso, Molière optó por arrojar al fuego el resto del material. Thomas Carlyle tuvo que reescribir por completo el primer tomo de su Historia de la Revolución Francesa. Se lo había prestado a John Stuart Mill y la criada de este lo quemó, pensando que se trataba de papel para tirar. El incidente ocurrió cuando Carlyle no solo había olvidado la estructura de la obra, sino también el espíritu con la que la había redactado.

Sir Richard Burton fue en su época un personaje controvertido. Había quienes abandonaban la sala por temor a que los viesen en su compañía. En una etapa en que la represión sexual era la norma en Inglaterra, él manifestaba de manera franca y abierta su interés por la sexualidad. Sus relatos de viaje están llenos de descripciones y datos acerca de la actividad sexual de los habitantes de los sitios que visitaba. Había traducido el Kama Sutra y después hizo lo mismo con Las Mil y una Noches. Tras su muerte, su esposa halló el manuscrito de esta última obra, pensó que era un texto obsceno y lo quemó.

El original del episodio de Circe del Ulises de James Joyce era tan ilegible, que fue necesario contratar a tres mecanógrafas para que lo pasaran en limpio. El esposo de una de ellas tomó las páginas, las confundió con anotaciones sin importancia y las echó al fuego. Por suerte, un coleccionista de Nueva York tenía un duplicado de esa sección y aceptó proporcionar una copia fotográfica a Sylvia Beach, propietaria de la librería Shakespeare and Company y primera editora del Ulises.

Quienes lean la dedicatoria que aparece en las primeras páginas de la novela de Jeffrey Konvitz The Guardian (1979), difícilmente entenderán su significado real: “A Rufus, que editó el capítulo 27”. El tal Rufus no era, como cabe suponer, un ser humano, sino un perro perteneciente a la raza que en inglés se conoce como Great Pyrennes. Un día el can se dedicó a masticar el manuscrito del capítulo 27 del libro, hasta dejarlo reducido a pedacitos. Konvitz no tenía copia de esas páginas, de manera que le tocó redactarlas de nuevo. En su opinión, la segunda versión resultó ser mucho mejor que la destruida por Rufus.

Otro escritor norteamericano, John Steinbeck, tuvo una experiencia similar. Su perro Toby convirtió en confeti el original de su novela De ratones y hombres. Era la única copia que poseía, por lo que, según su confesión, al principio se enojó mucho. Pero luego pensó que el pobre chucho podía haber actuado críticamente. No tenía deseos de arruinar a un buen perro por un manuscrito del cual no estaba del todo satisfecho. Reescribió, pues, la novela y entonces se sintió más convencido de que Toby era un buen crítico. “No estoy seguro de que Toby no sabía lo que estaba haciendo cuando se comió aquella primera versión”, comentó Steinbeck en una carta.

En la literatura cubana son varios los originales que, por una u otra causa, se han perdido. El caso más notorio es el de Senderos de montaña, la novela de José Manuel Poveda que su esposa destruyó. Francisco Covarrubias fue un excelente actor del siglo XIX, que mereció elogios de directores españoles tan exigentes como Andrés Prieto e Isidro Máiquez. Escribió una serie de sainetes que fueron muy populares en su época, y que marcaron el nacimiento oficial de nuestro teatro. Nunca se editaron y lo único que de ellos se conserva son los títulos.

Al morir hace un siglo, Ramón Meza dejó varios textos inéditos: La ciudad de La Habana: sus barrios, plazas, casas, monumentos, fiestas, tradiciones, emblemas, la novela Ilustres de vista corta y varios cuentos. ¿A dónde fueron a parar? Mercedes Matamoros es autora de la pieza en un acto El invierno en flor, citada por Carlos M. Trelles en su Bibliografía cubana del siglo XIX. Nunca se ha encontrado. Está registrado que Miguel Ángel de la Torre tenía inéditas dos novelas, La gran sed y El rastro en la manigua, una colección de ensayos, Las voces del silencio, y otra de cuentos, Los pasos en la sombra. Nunca han visto la luz y a estas alturas es poco probable que eso suceda. Más reciente es el caso de Fermín Borges, cuya producción dramatúrgica, a excepción de Pan viejo y Pequeño homenaje a la comedia de arte cubana, se ha perdido.

Titular bien es todo un arte

Un tema sobre el cual se han publicado algunos libros es el de los títulos. Se trata de un aspecto interesante que da mucho de sí, aunque aquí solo le voy a dedicar unas cuantas líneas. Muchas obras que conocemos originalmente no se llamaban así. Cuando Lev Tolstoi empezó a trabajar en La guerra y la paz (en algunas traducciones se suprimen los artículos), planeó titularla 1825. Después se dio cuenta de que la historia podía ganar si trasladaba a los personajes dos décadas atrás, al momento culminante de las invasiones napoleónicas. La llamó entonces 1805 y fue así como apareció en 1865 en la importante revista literaria Russkiy Vestnik. Inconforme aún con el libro, lo siguió reescribiendo. En ese proceso pensó que sería una buena idea dar a sus héroes y heroínas la oportunidad de disfrutar un final feliz, y resolvió tomar prestado uno de los mejores títulos de Shakespeare, All’s Well That Ends Well. Sin embargo, no fue hasta que las implicaciones épicas de la novela se hicieron evidentes que adoptó el de La guerra y la paz. Por cierto, no es suyo, sino que procede de La Guerre et la Paix, un texto de Proudhon.

Ernest Hemingway era conocido porque llevaba la cuestión de los títulos a un grado neurótico. En una oportunidad confesó que después que concluía un cuento o una novela, hacía una lista de posibles títulos, y algunas veces estos llegaron a cien. Entonces pasaba a escoger uno, en una criba durante la cual podía llega a eliminar todos los que tenía anotados. El de A Moveable Feast (en español, París era una fiesta) se lo dio su esposa Mary, quien recordó que en una carta él se había referido a la capital francesa con esa frase. Entre las opciones alternativas que Hemingway consideró, estuvieron The Eye and the Ear, To Write It Truly, Love is Hunger, It is Different in the Ring y The Paris Nobody Knows. El de Adiós a las armas lo halló cuando ya había finalizado la novela. En busca de inspiración, tomó un ejemplar del Oxford English Verse, de Arthur Quiller-Couch, en el cual encontró un poema del escritor isabelino Georges Peele titulado “A Farewell to Arms (To Queen Elizabeth)”.

Poe tenía la habilidad de crear títulos que calaban en la imaginación popular: La caída de la Casa Usher, Los crímenes de la calle Morgue, La máscara de la muerte roja, El corazón acusador, El entierro prematuro, El pozo y el péndulo. En cambio, puso una insólita puntuación en el de su novela The Narrative of Arthur Gordon Pym. Of Nantucket. En este sentido, hay un famoso libro de Horacio Quiroga en cuyo título, por el contrario, se echa en falta la coma: Cuentos de Amor de Locura y de Muerte.

No voy a referirme a los que se consideran grandes títulos, pues tomaría mucho espacio. Solo voy a citar unos pocos que, en mi opinión, pueden competir en la categoría de los más curiosos. Por su extensión, está el de la conocida pieza teatral de Peter Weiss Persecución y asesinato de Jean-Paul Marat representada por el grupo teatral de la Casa de Salud de Charenton bajo la dirección del señor de Sade (doy el título de la traducción al español hecha por el dramaturgo Alfonso Sastre). Es comprensible por eso que se le prefiera llamar simplemente Marat-Sade. En el extremo opuesto, nuestro ilustre compatriota Guillermo Cabrera Infante redujo el título de uno de sus libros a una letra: O. Y si hablamos de los más extravagantes, nadie supera a e.e. cummings (así, con minúsculas, era como él escribía su nombre). En su bibliografía figuran obras que deben ser un dolor de cabeza para los bibliotecarios: is 5, CIOPW, ViVa, EIMI, 1 X 1, ½, &, XAIPE, cɑɩqe. El poeta norteamericano es además el único autor famoso que publicó un libro llamado Untitled (1930).

Una máscara hecha de palabras

En su libro Invisible Forms. A Guide to Literary Curiosities, Kevin Jackson comenta que es justo incluir los seudónimos usados por muchos escritores en la lista de sus creaciones, incluso si otros los asistieron en el nacimiento. Suscribo su sugerencia, aunque no en todos los casos. Excluiría a quienes no esforzaron mucho su imaginación y utilizaron nombres como J. Hill, Mongo Paneque o Un Médico (todos son reales). Un ejemplo de lo contrario es el de Eric Blair, quien publicó sus libros como George Orwell. Un espléndido seudónimo, si se analiza de dónde proviene. George, el santo patrón de Inglaterra, viene muy bien al más malhumoradamente inglés de sus autores. En cuanto a Orwell, se debe al río que atraviesa Suffolk, donde el creador de 1984 vivió por un tiempo. (El actor Rock Hudson, nacido Roy Fitzgerald, también recibió el apellido de su nombre artístico por un río de Estados Unidos.) Algunos, no obstante, han encontrado un acallado eco de always (¿y por qué no de all’s well?). Asimismo es de resaltar la buena y sólida rima interna de la primera sílaba de Orwell con el sonido or de George. Y no digamos lo conveniente que después demostró ser, al acuñarse el adjetivo orwelliano. ¿Se imaginan ustedes lo que habría sido si el escritor hubiese adoptado como apellido Stonehenge?

No siempre el escoger escribir bajo seudónimo se ha debido a una decisión voluntaria. John Anthony Burgess Wilson era maestro y, de acuerdo a su contrato, no se le permitía publicar obras de ficción bajo su nombre. Como existían demasiados Wilson en el mundo literario anglosajón (Angus, Colin, Edmund…), determinó editar su primera novela, Time for a Tiger, como Anthony Burgess. Cuando Virgilio Piñera comenzó a escribir artículos para Revolución, pasó a firmarlos como El Escriba. Aquel periódico era el “órgano del Movimiento Revolucionario 26 de Julio”, y no iba a ser bien visto que un connotado homosexual colaborara con regularidad en sus páginas. Por ese motivo y a sugerencia de Carlos Franqui, Piñera pasó a usar por primera vez un seudónimo. Razones más o menos parecidas debieron ser las que llevaron a Oscar Wilde a asumir el nombre de Sebastian Melmoth durante sus años de exilio, tras su encarcelamiento en Reading Gaol.

Y como fue el causante directo de que los nombres de muchos escritores desaparecieran de este mundo y de los manuales de literatura, apunto que al nacer, Stalin fue inscrito por sus padres como Iosif Visarionovich Dzhugashvili. Adoptó el nombre con que se le conoce en 1913, y según se dice, formó el apellido a partir de la palabra stal, que en ruso significa acero. Para firmar muchos de sus artículos, el dictador empleó además varios seudónimos: K. Salin (sin la t), Kato, Koba, David Bars, Goyoz Nizheradze, Zajar gregorian Melikyants, Ogoness Vartonovich Totomayants…

Escribir hasta en los márgenes

Hay un aspecto de la actividad literaria que poquísimas veces trasciende a los lectores. Me refiero a lo que en inglés se denomina marginalia (en español no contamos con un término equivalente), y que designa las anotaciones que muchas personas acostumbran hacer en los márgenes de los títulos que leen. En mi trabajo anterior mencioné Cortázar y los libros, en el cual el español Jesús Marchamalo se ocupa, entre otras cuestiones, de las notas dejadas por el escritor argentino.

Gracias a Marchamalo, podemos saber que Cortázar escribía de modo compulsivo en los espacios en blanco de los volúmenes de su biblioteca. Particularmente le enojaban las erratas y además de corregirlas, las comentaba. En el ejemplar de Confieso que he vivido, de Pablo Neruda, de cuya edición se ocuparon Matilde Urrutia y Miguel Otero Silva, le “reclama” al segundo: “Che, Otero Silva, ¡qué manera de revisar el manuscrito, carajo!”. En el colofón de La realidad y el deseo, de Luis Cernuda, donde dice que “estuvo bajo el cuidado tipográfico del poeta Emilio Prados”, agrega un asterisco en cuidado y lo reemplaza por “el descuido”. En la edición cubana de Paradiso pregunta: “¿Por qué tantas erratas, Lezama?”. Y a propósito de esto, es cierto que en ese libro se llegaron a encontrar 798 erratas, muchas de las cuales fueron debidas a la proverbial falta de cuidado de su autor. Sin embargo, esa cifra es aun inferior a la de las correspondientes a la edición que prepararon Cortázar y Carlos Monsiváis en México: Cintio Vitier contabilizó 892.

Volviendo a las anotaciones de Cortázar, este además polemiza con opiniones expresadas por otros autores. Tras leer un juicio de Octavio Paz sobre Poe, a quien Cortázar tradujo al español, escribió un tajante “¡No!”. Discrepa también con Cernuda, cuando el poeta español compara a Benito Pérez Galdós con Cervantes: “No, hombre, por favor!”. En la última página de la pieza teatral de Valle-Inclán Águila de blasón, dejó este apunte: “Retórica barata, viejo. Enorme y triste parodia, ni comedia ni bárbara”. Y a propósito de la colección de libros y caracoles que en sus memorias Neruda dice haber donado al Estado chileno, Cortázar escribe: “Pinochet se los venderá a los yanquis, es lo más seguro”. Hay asimismo otros volúmenes en los que el autor de Bestiario añade dibujos o bien emplea los márgenes para estampar sus impresiones sobre un viaje al extranjero.

Las anotaciones escritas por John Keats en su ejemplar de El Paraíso Perdido de Milton son tan acuciosas, que dieron lugar a que Beth Lau le dedicara un estudio crítico, Keats’ Paradise Lost. Pero si hablamos de este tema, la referencia a Samuel Taylor Coleridge es ineludible. El poeta inglés fue el más prolífico y brillante de los marginalistas. De hecho, fue él quien introdujo en la lengua inglesa la palabra marginalia. Sus registros críticos no tienen rival por la variedad, agudeza y sensibilidad de sus reacciones ante lo que leía. George Whalley le dedicó un largo ensayo, S.T. Coleridge: Library Cormorant, donde analiza la historia y naturaleza de esos apuntes. Curiosamente, como señala Whalley, el número de textos que aparecen en los márgenes de los libros de Coleridge no guarda relación con la importancia de los autores. Así, el poeta no dejó nada en obras de Aristóteles, Bacon, Giordano Bruno, y casi nada en las de Platón y Dante. En cambio, los comentarios escritos sobre Jacob Böckmen alcanzan las 140 páginas. La Universidad de Harvard ha hecho una selección de las marginalias de Emerson, Keats, Carlyle y Melville y se pueden consultar en Internet aquí.

Por circunstancias que, dada la discreción, que los distingue, a ustedes no les ha de interesar saber, tuve acceso al ejemplar de En primera persona, de Rine Leal, propiedad de Antón Arrufat. Unas veces a lápiz y otras con bolígrafo, Arrufat añadió comentarios sobre opiniones expresadas por Leal. En una página donde este presenta a Fermín Borges como “una formidable promesa dramática, un autor con suficiente sensibilidad como para sentarnos a esperar mejores obras”, Arrufat escribe: “Primera profecía fallida. Las piezas de Borges estaban ya muertas antes de su estreno”. Una crítica de 1959 en la que Leal alaba el toque chejoviano de Con la música a otra parte, merece de Arrufat esta anotación: “Demuestra su atraso”. Sobre Ramón Ferreira, Leal dice en su libro que “está al tanto de lo que se hace por este ancho y ajeno mundo de la literatura”. Nota al margen: “No estaba y sus cuentos lo demuestran”. Asimismo Leal atribuye erróneamente a Racine la autoría de la frase “Motivos tiene el corazón que la razón ignora”. Arrufat lo corrige: “Pascal, por favor”.

Mascotas poco usuales

He agotado ya casi todo el espacio y aún me quedan varios aspectos por comentar. Sin embargo, siempre he pensado que pretender decirlo todo es una muestra suprema de soberbia. Escojo, pues, un aspecto más para concluir esta miscelánea. Ahora bien, ¿entre todos cuál selecciono? ¿Las dedicatorias, los prefacios e introducciones, los libros y autores inexistentes, las obras que nunca llegaron a ser terminadas, aquellas cuya redacción tomó mucho tiempo, los escritores peor y mejor pagados, las muertes más insólitas? Puesto que no hay modo de saber cuál tema, como dirían los mexicanos, les provoca más a mis hipotéticos lectores, no me complico mucho y elijo uno al azar: tin marín de dos pingüé (¿se escribe así?).

Meses atrás publiqué en este diario un trabajo sobre los gatos en la literatura. Entre otros tópicos, me refería allí a los felinos de algunos escritores famosos. Menos divulgados son los ejemplos de otros autores que adoptaron como mascotas a animales un tanto insólitos. El naturalista británico Charles Waterton, autor de clásicos como Wandering in South America, the North West of the United States, and the Antilles, dormía con un perezoso, al cual daba las buenas noches con un beso. Asimismo organizaba todos los años un picnic en el que solo se permitían animales y lunáticos.

Lord Byron viajaba usualmente con 10 caballos, 8 enormes perros, 5 gatos, un águila, un cuervo y un halcón. A Gerard de Nerval lo encontraron un día en el Palais Royal, cuando llevaba una langosta atada a una cinta azul. Según él, su mascota tenía la ventaja de que no ladraba y conocía los secretos del mar. Como era evidente, había perdido el control de sus facultades mentales, por lo que fue recluido en un asilo de Montmartre.

Alexander Dumas padre tenía en su casa un buitre llamado Jugartha, adquirido por él en Túnez. Lo domesticó y trató de enseñarlo a hablar. No tuvo éxito, pues los buitres son aves silentes por carecer de caja de voz. Dumas poseía además otras especies salvajes, entre ellas tres monos a los que dio los nombres de críticos literarios. El poeta Dante Gabriel Rossetti, que terminó en la locura, prefirió la compañía de animales a la de los seres humanos. En su casa tuvo una zarigüeya que dormía encima de la mesa del comedor, un mapache que había hecho su casa en una gaveta de la cómoda, un armadillo, un cuervo, una cebra, un burro y un pavorreal que murió sobre un sofá.

Y como todo autor que se respete debe rematar sus textos del mejor modo, cierro este artículo con una anécdota que me parece encantadora. Víctor Hugo estaba ansioso por conocer la opinión de sus editores sobre su novela Los miserables. Sin embargo, quiso ser discreto y les envió una nota en la que simplemente escribió: “?”. Los editores fueron igualmente sintéticos y le contestaron: “!”. Estoy seguro de que es el intercambio epistolar más breve de la historia.