Bobadilla, Literatura, Literatura Cubana
Ser sincero caiga quien caiga
Crítico tan combatiente como combatido, Emilio Bobadilla convirtió la hiriente ironía y los sarcasmos despectivos en los principales instrumentos de sus textos. Eso le ganó muchos lectores, pero también una legión de enemigos
En un artículo acerca de William Saroyan, el español Juan Manuel de Prada comentó: “El tiempo, ese juez severo que propina condenas a mansalva, parece haberle recluido en un purgatorio de sombras que contrasta con la veneración que en vida le tributaron varias generaciones de lectores”. Esas palabras muy bien pudieron haber sido redactadas para Emilio Bobadilla (Cárdenas, 1862-Biarritz, 1921).
A fines del siglo XIX e inicios del XX, eran muy leídas las crónicas y artículos que este escritor publicaba en revistas y periódicos de Hispanoamérica y sobre todo de España. Disfrutaba de una fama extraordinaria, que también se debía a sus libros, que aparecían encabezados por textos elogiosos de autores tan renombrados como Emilia Pardo Bazán, Leopoldo Alas (Clarín) y Benito Pérez Galdós. Algunas de sus obras aparecieron además bajo el mismo sello editorial que acogía textos de Pío Baroja, Santiago Rusiñol, Jacinto Benavente, Miguel de Unamuno, Azorín, Ramón Pérez de Ayala, Eduardo Marquina. Eso llevaba a muchos a pensar que Bobadilla era español. Sin embargo, tras su muerte cayó en ese purgatorio de sombras al que alude De Prada. Hoy no se lee, no se reedita, no se le menciona, razones por las que no debe extrañar que el centenario de su muerte, que se cumplió este año, haya pasado en el más absoluto silencio.
El periodista cubano Antonio Escobar expresó sobre su compatriota: “Si hubiera nacido en la Francia de Luis XIII se hubiera llamado Monsieur de la Rechenoire y hubiese sido mosquetero. Como ha nacido en Cuba en el siglo de la letra de molde, en vez de andar a estocadas con los guardias del Cardenal, persigue a poetas ramplones”. Y en efecto, el calificativo de mosquetero le viene bien a este hombre que escribía críticas como quien lanza estocadas y cuya vida que daría argumento para una novela de aventuras, salpicada de episodios graciosos y caballerescos.
Era hijo de un abogado y al estallar la guerra de 1868, emigró con sus padres y hermanos a Baltimore y después a Veracruz. Probablemente influenciado por su padre, al regresar a Cuba comenzó los estudios de Derecho Civil y Canónico en La Habana. Demoró doce años en finalizarlo, lo cual hizo en 1889 en Madrid, a donde se había trasladado en 1887. Cuando aún se hallaba en la Isla, se inició en el periodismo y entre 1881 y 1886 colaboró en publicaciones como La Habana Elegante, El Fígaro, Habana Cómica, El Museo y El Radical. En esos artículos despuntaba ya el estilo desenfadado, mordaz y demoledor que se iba a convertir en su marca registrada. Bobadilla dirigió además los semanarios satíricos El Epigrama (1883) y El Carnaval (1886).
Usó el seudónimo Dagoberto Mármara para dar a conocer a los diecinueve años la colección de epigramas Sal y Pimienta. Utilizó también otros como Pausanias y Perfecto, pero fue por el de Fray Candil por el que más se le conoció. Al referirse a las razones que lo llevaron a adoptarlo, escribió: “Me firmo Fray, porque los frailes gozan de cierta inmunidad para decir cuanto les venga al hábito, y Candil porque gusto de hacer luz donde imperan las sombras”.
Al arribar a España, Bobadilla llevaba en su maleta su libro Reflejos de Fray Candil (1886), que tuvo dos ediciones. Se abría con una carta de la escritora Emilia Pardo Bazán, en la cual la autora de Los pazos de Ulloa le expresa que sus artículos le han proporcionado “muy grato solaz. Revelan, además de fácil y correcta pluma, excelente ingenio y recta intención. Su desenfado no traspasa los límites del buen gusto”. Al poco tiempo de establecerse en Madrid, Bobadilla entregó a la imprenta Escaramuzas (sátira y crítica) (1888), que fue prologado por Clarín.
Esos dos avales debieron de haber actuado a su favor, pues pronto su nombre empezó a aparecer en publicaciones como Madrid Cómico, El Liberal, La Esfera, El Imparcial, La Lectura, Nuestro Tiempo. Asimismo, su bibliografía no dejó de incrementarse al ritmo de un título nuevo cada año: Fiebres (1889), Capirotazos (1890), Críticas instantáneas I. El Padre Coloma y la aristocracia (1891), Triquitraques (1892), Solfeo (1893), La vida intelectual (1895).
Tuvo muchos lectores, pero también una legión de enemigos
La hiriente ironía y los sarcasmos despectivos que Bobadilla convirtió en los principales instrumentos de sus críticas, contribuyeron a que se hiciese rápidamente famoso. Muy pocos escritores españoles e hispanoamericanos escaparon a sus dardos. Emilio Castellar, José Echegaray, Cánovas del Castillo, están entre los que fueron objeto de sus opiniones ácidas y tajantes. Mostró respeto y admiración por las primeras obras de Pardo Bazán. Pero a medida que fue pasando el tiempo pasó a dedicarle censuras y descalificativos. Bobadilla justificó ese cambio argumentando que aquellos elogios se debieron a su juventud y a su escaso saber. Pero al ir conociendo a otros autores extranjeros, se fue decepcionando de sus libros. Eso motivó que su entusiasmo fuera apagándose, “ciñéndose a la verdad y a la justicia, reduciéndose a los límites de una discreta aprobación”.
En un comentario acerca de uno de sus libros, escribió: “El libro de Doña Emilia, Al pie de la torre Eiffel, parece dictado por la musa de la vanidad —perdóneme la popular escritora—. La mayoría de sus páginas es una exhibición pedantesca de la personalidad de la autora. Soy partidario del subjetivismo, pero no siempre. En prosa encopetada y fantasiosa, declaro que me revienta, y tengo sobradas razones para ello”. Y en otro artículo da rienda suelta a su irrefrenable mala uva, al expresar:
“La señora Pardo Bazán, antes de ser tan popular como lo es hoy, me pedía, en cartas que conservo, que hablase de sus libros. La señora Parda Bazán finge ahora desconocerme porque no la elogio a toda orquesta. ¡Como si yo, que no tengo ídolos, ni siquiera con faldas, fuera a malgastar mi juventud quemando incienso y mirra a todas horas! Quedan mi discreta aprobación o mi aplauso tibio para las medianías o las notabilidades de ocasión”.
Ese modo de concebir y ejercer la crítica despertaba, naturalmente, simpatías y enemistades, defensas y ataques. La acritud y la violencia que Bobadilla ponía en sus artículos le ganaron muchos lectores, pero también una legión de enemigos. Se vio envuelto en polémicas e incluso en duelos. Mencioné antes a Clarín, quien prologó uno de sus libros. Con él, el cubano mantuvo inicialmente una buena relación, que terminó en una sonada ruptura. “Era amigo mío cuando lo incensaba”, comentó Bobadilla. Sus desavenencias dieron lugar a que el autor de La Regenta fuera a Madrid para zanjarlas mediante un duelo. Según comentó, sería cosa de coser y cantar. El combate se celebró el 21 de mayo de 1892 y se suspendió después de que el novelista asturiano recibiera heridas en la boca y en un brazo. Su adversario, triunfante, declaró: “El pronóstico de Clarín se ha cumplido: a él lo están cosiendo, mientras yo canto”.
El escritor argentino Manuel Ugarte llamó a Bobadilla y al odiado y temido periodista español Luis Bonafoux Quintero, “terroristas de las letras” y cultivadores de un cierto “matonismo literario”. Ambos desenmascaraban a los escritores farsantes y también fueron despiadados al revelar con valentía faltas en escritores consagrados a quienes otros veneraban. El cubano defendió su empeño de “sostener, contra viento y marea, que no deben de admitirse como buenos, poetas lazarinos y prosistas desvencijados y gárrulos”. Esa franqueza le ocasionó grandes disgustos y le cerró muchas puertas. Pero como él decía, “el carácter no se improvisa”.
En su libro Los valores literarios, Azorín expresa que “a Bobadilla debe la moderna cultura literaria española muchas de las ideas que hoy, entre los jóvenes, andan en circulación”. Elogia su “estilo limpio, claro, preciso, nervioso”. Y en cuanto a sus textos críticos, apunta que, “venido de fuera, más libre de toda solidaridad sentimental, ha podido ser más sincero”. No puede negarse que Bobadilla era sagaz, estaba bien informado y contaba con lecturas bien asimiladas. Como prosista, demuestra que sabe manejar su idioma, que como vivió tantos años fuera de Cuba es un español castizo. Estaba permeado por el naturalismo e influido, en lo filosófico, por Nietzsche, y reconocía a Francia como su patria intelectual.
Como ha señalado Salvador Bueno, que le dedicó varios trabajos, en sus críticas Bobadilla unas veces acierta. En otras, por el contrario, se deja llevar por sus iracundias, sus apasionamientos, sus salidas de tono, y eso lo lleva a caer con frecuencia en groserías y chabacanerías. Estaba siempre en desacuerdo con todo y con todos, y esa agresividad dañó la perdurabilidad de sus textos e hizo que, tras su muerte, su popularidad declinase vertiginosamente.
Aparte de quehacer periodístico, que ocupa el espacio mayor en su bibliografía, Bobadilla se dedicó también a la literatura de creación. Escribió varias piezas teatrales, que aunque no se editaron sí fueron representadas. Dio a conocer, asimismo, los poemarios Fiebres (1889), Vórtice (1902) y Rojeces de Marte (1921). Y dejó además una producción narrativa integrada por Novelas en germen (1900), A fuego lento (1903) y En la noche dormida (1913). En esas obras domina una atmósfera universalista, en la cual Cuba está ausente.
En contra de los que mataban a sus hermanos
En ellas Bobadilla demostró un buen dominio de la técnica, como se pone de manifiesto en A fuego lento, que en España tuvo dos ediciones y que en 1913 fue traducida al francés. En la primera parte, la acción tiene lugar en Ganga, un país ficticio de Hispanoamérica en el que conviven indios, mestizos y negros. Bobadilla critica mordazmente a esos personajes, varios de los cuales aparecen notablemente caricaturizados. En contraste con ese mundo, en la segunda parte presenta el europeo (esas páginas se ambientan en Francia), aunque el novelista no deja de mostrar ciertos aspectos negativos.
Seguidor fiel del naturalismo francés y de autores como Zola y Flaubert, en sus novelas incorporó descripciones de escenas sexuales que provocaron que en España se le acusara de inmoral. A aquellos que lo hicieron, Bobadilla les dedicó el artículo “La moral en el arte”. Allí declara ser franco y no poder con las personas mojigatas. “¿Que hablo del amor carnal sin velos ni perífrasis? ¿Qué llamo a las cosas por su nombre? Cuestión de temperamento y de educación artística”, argumenta. Sostiene que “el arte nunca fue casto. No sé de ninguna obra genial que lo sea, porque la vida no es, no ha sido, ni será nunca escuela de castidad”. Agrega que “el arte, que copia la vida, no tiene pudores, como no lo tiene ninguna mesa de disección”. Y concluye afirmando: “Soy de los que creen —salvo mejor parecer— que hay quien puede leer de todo sin temor a contaminarse y quien no necesita leer libros pecaminosos para obrar mal”.
Criticó el desconocimiento de América que tenían los españoles, así como que mirasen “con desdén, cuando no con indiferencia”, casi todo lo referente a aquel continente. Cuenta que debido a esa ignorancia, en los periódicos se cometían errores de bulto, como decir, con motivo del estreno de cierta zarzuela, que la guaracha y el punto criollo son flamencos. Algo que le irritaba de modo particular era la manera como eran presentados los cubanos en el teatro. Eso lo hizo escribir:
“Yo soy cubano. ¿Hablo yo, me visto yo como habla y se viste el cubano de las comedias? ‘Ahorita mesmo lo vas a sabel’. Pero ¿dónde han sacado esos costumbristas de pega que todos los cubanos hablamos así? ¡Lo va usted a sabel! Calle usted, hombre, calle usted. ¿Qué sabe usted de eso? No niego que los guajiros —casi todos— hablan así, convirtiendo la r en l, y a la inversa; pero los que recibimos alguna educación no hablamos de ese modo. ¿Quiere alguno de esos autores cómicos tener una interview conmigo para que se convenza?”.
En 1884 viajó a París. Allí contrajo matrimonio con Piedad Zenea, la única hija del poeta cubano Juan Clemente Zenea. En la capital francesa estableció contacto con los cubanos que luchaban por la independencia de la Isla y publicó artículos en La República Cubana, que aparecía en español y en francés y que editaba Domingo Figarola-Caneda. En una carta a Rafael Montoro, le expresa que salió de España “porque mi dignidad de cubano me prohibía permanecer en un país donde a diario se injuria a mis compatriotas”.
Tras viajar por Inglaterra e Italia, en 1897 embarcó hacia Nueva York, donde estuvo poco tiempo. Se trasladó entonces a Panamá, que aún formaba parte de Colombia. Al poco tiempo de llegar, el cónsul español, quien era amigo suyo, le ofreció una suculenta suma a cambio de que escribiese a favor de la alternativa autonomista. Bobadilla se negó: “Yo estoy contra los que matan a mis hermanos. Es cuestión de decoro más que de patriotismo”.
La fama con que contaba ya en España le permitió comenzar a colaborar en LaEstrella de Panamá, un periódico muy leído e influyente. Además de publicar muchos artículos en defensa de la causa cubana, también pasó a ocuparse de temas y figuras locales. Lo hizo con su característico estilo chispeante e hiriente, lo cual pronto le ganó enemigos. Los elementos conservadores, vinculados a las empresas españolas, lograron que fuera acusado de anarquista. Debido a eso, se le prohibió viajar al interior de Panamá. Se trasladó entonces a Bogotá, donde fue acogido por su compatriota Rafael María Merchán, quien residía en Colombia.
Una vez finalizada en 1898 la guerra, no volvió a Cuba, sino que se fue a París y más tarde a España. Durante los primeros años del siglo XX viajó por Holanda, Bélgica, Alemania y los países escandinavos, sobre todos los cuales escribió crónicas. En Viajando por España (Evocaciones y paisajes) (1912), recopiló las dedicadas a esa tierra donde pasó unos cuantos años. El libro se publicó con un prologo de Benito Pérez Galdós, quien califica a su autor de “viajero delicioso”. En cuanto a sus cualidades como escritor, expresa que “a la exactitud descriptiva une la riqueza de imaginación y la gracia y pureza del lenguaje, y estos primores van engarzados en el hilo áureo de una sinceridad que tanto nos encanta como nos desconcierta”.
Dogmático y duro; pero fue también sincero y sensible
Hay discrepancias en cuanto a la fecha en que volvió por última vez a Cuba. De acuerdo a Salvador Bueno, fue en 1910 cuando hizo un corto viaje a la patria. “Arriba precedido por toda su fama. Llega en mayo, pasará el resto del año en Cuba. Visita a los amigos. Se le ofrecen banquetes y homenajes. Visita la revista El Fígaro. Publica allí sus ‘Notas en el puño de la camisa’. Recorre la isla por Caibarién, Remedios, Camajuaní y Santa Clara. Comenta en un artículo ‘Los restos de Aguilera o la justicia póstuma’, las figuras de [Carlos Manuel de] Céspedes y [Francisco Vicente] Aguilera. Y por ciertos conceptos sobre el máximo impulsor de la guerra del 68 se entabla una polémica, se cruzan los denuestos y se produce el inevitable, consabido duelo. Esta agitada estancia de Bobadilla en su tierra natal cuaja en abundancia de anécdotas y sucedidos. Penetra como un bólido en la ascendente vida literaria habanera y observa con su irónica mirada las maniobras de los políticos del patio. En una carta a Montoro apuntaba que todo aquello le parecía ‘una rumba bailada alrededor de un jamón’”.
El gobierno de José Miguel Gómez lo nombró cónsul de Cuba en Bayona y, más tarde, en Biarritz. En esta última ciudad vivió, apartado, sus últimos años. Vivía en una casa de cuatro pisos, en el primero de los cuales se hallaba el consulado. Tuvo a su lado a una mujer llamada Petra López Vizcay, quien lo cuidó y sufragó los gastos de su entierro. Elías Entralgo, otro de los estudiosos de Bobadilla, ha recordado que siete años de haber este fallecido esa mujer viajaba cada dos semanas desde San Sebastián y cruzaba la frontera española para ir a depositar flores en la tumba del escritor.
Cierro estas líneas en recordación de quien pudo bien haberse incluido en su libro Grafómanos de América con unas palabras del siempre lúcido y justo Jorge Mañach. Fueron redactadas en 1927, cuando se trataba de gestionar el traslado a Cuba de los restos del autor de Al través de mis nervios. Son estas que a continuación reproduzco:
“Aunque se equivoque, a un escritor le basta con ser honrado para merecer bien de su patria. Porque ya se ha dicho muchas veces que no importa tanto la verdad en sí como la ardiente persecución de ella, y ‘Fray Candil’ la cazó tesoneramente por todos los atajos, vericuetos y robledales de las letras. Fue dogmático y duro; pero fue también sincero y sensible. Aunque su crítica se distraje a veces en exceso hacia lo personal, los hombres no le interesaban sino en la medida en que acataban o violaban una norma literaria, o un canon del gusto que él estimaba más certero.
“Además, el legado crítico suyo, por su vivo carácter polémico, vició un poco su notoriedad y tal vez nos lleva a olvidar con harta frecuencia el resto de su obra de pura creación —su obra de novelista y de poeta. Es un peligro al que no suelen escaparse con frecuencia los escritores de una versatilidad demasiado militante: a menudo se les juzga por lo circunstancial y adjetivo de ellos, no más que por haber sido ese aspecto el que captó general atención.
“A la posteridad le toca, sin embargo, rectificar esa desviada perspectiva, esa visión estrecha de los contemporáneos. Hay que hablar menos del crítico ‘Fray Candil’ y más del autor de A fuego lento. Mejor todavía: hay que mirarle en su cabal ejecutoria, en la integridad, debidamente jerarquizada, de su faena literaria, tan perseverante y transida de devociones ideales. Y conviene no perder tampoco de vista que Bobadilla fue uno de los primeros escritores cubanos de nuestro tiempo que lograron trascender. No es esto accesible, en el trajinado mundo de las letras hispánicas, sino a los escritores que realmente tienen algo alto, puro y serio que decir. Son demasiados los arrieros de alforja vacía”.
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