Actualizado: 17/04/2024 23:20
cubaencuentro.com cuba encuentro
| Cultura

Literatura, Hungría

Sordo y mudo en Hungría

El esplendor y la grandeza que en otra época alcanzó Hungría se aprecia de manera diáfana en Budapest, una ciudad cosmopolita y, a la vez, única

Enviar Imprimir

Cuando se cruza el río hay un minuto central inmóvil, tierra de nadie, en que tu cuerpo no está en Buda ni en Pest, en que tu alma pertenece al Danubio, a su plena corriente que se desliza por la historia.
Pablo Neruda y Miguel Ángel Asturias, Comiendo en Hungría.

A mediados del año 1934, cuando se hallaba en Madrid, el escritor cubano Lino Novás Calvo realizó un viaje a Alemania. Las experiencias que allí vivió fueron narradas por él en una serie de siete artículos, que publicó en el Diario de Madrid. Aparecieron bajo el título general de “Sordo y mudo en Alemania”.

Esto lo recordé a las pocas horas de haber llegado a Budapest, a donde viajé recientemente. Hasta entonces, nunca había estado en un país en el cual la barrera idiomática resultase tan infranqueable. A diferencia de otras lenguas que se hablan en Europa, la húngara no es de origen indo-europeo, no pertenece a la familia de las lenguas neolatinas, eslavas o germánicas. Se trata de un idioma finoguro, que solo tiene algún parentesco con el finlandés, el estoniano y algunos dialectos hablados por pequeños grupos étnicos de Rusia. Los finoguros tuvieron su patria de origen en la región ubicada al oeste de los Urales. De allí partieron hace tres mil o cuatro mil años los antecesores de los magiares o húngaros, en busca de caza y pesca. Por eso no es extraño que esos idiomas sean tan diferentes entre sí, pues el desprenderse del tronco común evolucionaron y se desarrollaron de manera independiente.

Quiero aclarar que al hablar de las dificultades que para un hispanohablante entraña el húngaro, solo me refiero al hecho de que esos dos idiomas se estructuran a partir de códigos muy distintos. Por lo demás, estoy seguro de que eso mismo ocurrirá con el ruso, el euskera, el polaco, no digamos el chino o el japonés. Y a propósito de este tema, la poeta y traductora Eva Tóth me hizo conocer un artículo del escritor Dezso Kosztolányi, en el cual este respondió a las afirmaciones despectivas de un lingüista francés. En su texto, el autor de Anna la Dulce critica a ese señor por defender la oligarquía lingüística en Europa del alemán y el francés. Y destaca la permanencia de su idioma natal, a menudo vilipendiado, pero siempre venerado, a pesar de los 150 años de ocupación turca y de los esfuerzos de germanización que llevaron a cabo los Habsburgo.

Por supuesto, en lo sordo y mudo hay un poco de exageración. Hungría y, en particular, Budapest, recibe una enorme cantidad de visitantes extranjeros, y dentro del circuito en que estos habitualmente se mueven es común que la gente hable inglés, alemán, francés. Ahora, si uno desea salirse de esas rutas y moverse por otras partes de la ciudad, la posibilidad de comunicación se hace mucho más limitada. Puede ser que uno encuentre algún joven que sepa un poco de inglés. No así las personas mayores y maduras, que solo hablan su lengua nativa. Pero dado que las opciones que Budapest ofrece a los turistas son tantas y tan fascinantes, en realidad no vale la pena aventurarse a correr riesgos innecesarios.

Por más que se haya leído o escuchado hablar acerca de la belleza de Budapest, nada nos prepara suficientemente para lo que vamos a encontrar. Quien esto escribe, confiesa que tras su primer paseo por la zona céntrica de la ciudad quedó, como diría Julio Cortázar, literalmente despalabrado. Una cosa es ver fotografías de tal o cual palacio, de esta o aquella avenida, y otra muy distinta experimentar que a cada paso nuestras pupilas se vean permanentemente deslumbradas con tanta maravilla. Es, sin embargo, solo uno de los varios encantos que ofrece esta ciudad cosmopolita y, a la vez, única.

Lo primero que descubre el visitante es que Budapest es una metrópoli que representa de manera diáfana el pasado de esplendor que tuvo Hungría. En este caso, se trata además de un esplendor que, en gran medida, se ha conservado hasta hoy. Algo que no se puede decir de otros sitios de Europa (eludo citar nombres para no herir las susceptibilidades nacionales), en donde la grandeza de épocas anteriores a menudo se aprecia a través de un conjunto de… venerables ruinas. En lo que se refiere a Budapest, el hecho de que eso se haya preservado es doblemente admirable, pues la ciudad fue destruida en varias ocasiones.

Los Habsburgo, cuyo ejército había expulsado a los otomanos en el siglo XVII, incorporaron a Buda y Pest a su imperio. Durante la revolución de 1848, las dos áreas sufrieron el ataque de los soldados austríacos, que finalmente lograron sofocar el movimiento independentista. En 1873, Buda, Pest y Óbuda se unieron para formar la capital del área húngara, que en las décadas siguientes conoció su etapa de mayor expansión y florecimiento. Ninguna otra metrópoli europea tuvo un crecimiento tan importante y acelerado, y para 1900 Budapest era más grande que Roma, Londres, Ámsterdam y Madrid.

Pero al finalizar I Guerra Mundial, Hungría como nación derrotada perdió, según lo impuesto por el Tratado de Trianón, el 74 % de su territorio, así como el 64 % de su población. Al ahora reducido país le tocó reinventarse a sí mismo. En marzo de 1944 Hungría quedó bajo la ocupación alemana. Al año siguiente, las tropas soviéticas entraron en el país y durante 100 días combatieron contra las tropas nazis. Cuando estas se retiraron, dejaron una Budapest devastada, además de que destruyeron varios de los puentes que unen Buda y Pest. De nuevo a la ciudad le tocó sufrir los estragos de la violencia, cuando en noviembre de 1956 los tanques y los soldados soviéticos entraron para aplastar el levantamiento popular iniciado por los estudiantes.

De todo eso, sin embargo, no han quedado huellas visibles, pues los habitantes de Budapest se han preocupado de devolver a su ciudad ese rostro tan peculiar que la distingue. Eso además denota la calidad humana de los húngaros, algo de lo cual estos han dado sobradas pruebas a lo largo de su existencia como pueblo. Son personas que viven orgullosas de su cultura, de sus tradiciones, de su historia, y razones no les faltan. Acerca de este último aspecto, alguien comentó algo que yo suscribo: cuando uno conoce el decursar histórico que han vivido los húngaros, se siente avergonzado.

La arquitectura impresiona por su monumentalidad

A pesar de que surgió al unificarse Buda, Pest y Óbuda, que surgieron en etapas cronológicas distintas, la capital húngara es una ciudad sorprendentemente homogénea. Eso se debe, en gran medida, a que buena parte de las edificaciones se levantaron entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX. No obstante, se conservan algunas construcciones que corresponden a períodos anteriores. Por ejemplo, de los tiempos en que ese territorio estuvo ocupado por los romanos (siglos I al IV) es el anfiteatro de Aquincum, cuya arena es mayor que la del Coliseo de Roma. Asimismo están los baños de Ruda (1556), que datan de la época de la ocupación turca, y las iglesias de Santa Ana y la Santa Virgen María, exponentes de la arquitectura barroca del siglo XVIII.

Aparte de su belleza y su aristocrática elegancia, lo que más impresiona de las principales obras arquitectónicas de Budapest es su monumentalidad. Empezando por su majestuoso Palacio Real, que se alza en lo alto de una colina en la zona de Buda. Debido a esa privilegiada ubicación, se distingue desde diversos puntos de la ciudad, además de que desde sus terrazas se puede contemplar una gloriosa vista de Pest, en la otra orilla del Danubio. Ocupa un área muy grande, lo cual permite que hoy albergue la Galería Nacional, el Museo Histórico de Budapest y la Biblioteca Nacional. Como curiosidad, apunto que en esa colina existían numerosas cuevas y pasajes subterráneos que eran estrictamente secretos. Hace unos años fueron abiertos al público y convertidos en atracciones turísticas. Uno de esos sitios es el Hospital en la Roca, que el Gobierno húngaro empezó a construir en 1939. Fue usado en la II Guerra Mundial, y luego acogió heridos, durante el levantamiento de 1956. En la etapa de la Guerra Fría y la paranoia nuclear de las décadas de los 50 y los 60, se amplió para que sirviera de refugio y de potencial hospital, en caso de un holocausto postnuclear.

En Pest, a poca distancia del Danubio, se halla el edificio icónico de la ciudad y, también, el más grande del país. Se trata del Parlamento, cuyas 691 salas suman una longitud de 268 metros y que tiene una cúpula neorrenacentista con una altura de 96 metros. Fue construido entre 1884 y 1904, para celebrar el milenio húngaro, y se hizo según los planos de Imre Steindl. Su espacio central se diseñó a partir de dos modelos extranjeros: el Parlamento británico y la Hurranhaus de Viena. No menos impresionante que su fachada es su interior, decorado con 84 libras de oro, y en el cual se alternan detalles de los estilos barroco y renacentista.

Desde el año 2000, en el Parlamento se pueden ver el cetro, la corona, el orbe y la espada usados para investir a San Itsvan, el primer rey cristiano que tuvo Hungría. La corona tuvo después un azaroso destino: fue escondida, robada, perdida y encontrada una y otra vez. Incluso al final de la II Guerra Mundial fue a dar a Estados Unidos, hasta que en 1978, el entonces presidentes Jimmy Carter la devolvió a Hungría. Un detalle curioso para cubanos: quienes tomen la visita guiada al Parlamento, podrán saber por qué los parlamentarios aficionados a los puros daban a un discurso realmente bueno el sobrenombre de Habana.

Al hablar de las grandes obras arquitectónicas, tendría que referirme también a la Basílica de San Estaban, la Ópera Estatal, el Museo de Artes Aplicadas, la Iglesia de Nuestra Señora y la Sinagoga, que tras la de Nueva York, es la segunda más grande del mundo. Pero no hay por qué aburrir al personal con una descripción exhaustiva de todo lo que uno vio en Budapest. En cambio, prefiero dedicar algunas líneas a una céntrica y bella avenida que recorrí unas cuantas veces, y que en el año 2002 fue declarada por la UNESCO, junto con el metro que pasa por debajo de ella y con la Plaza de los Héroes, Patrimonio de la Humanidad. Es la avenida Andrássy, una importante arteria de 2.310 metros de largo que conecta el centro de Budapest con el Parque Municipal. En ella se concentran varios de los más hermosos edificios de la ciudad, así como casas (en realidad, mansiones) con preciosos jardines y patios interiores. Allí hay además museos, restaurantes, árboles, parques, estatuas, cafés, teatros y tiendas de las marcas internacionales más famosas.

Viene a ser una combinación de Broadway con los Champs-Elysées. La mención de estos últimos resulta oportuna, pues en 1871 Guyla Andrássy, quien a punto de concluir su mandato como primer ministro de Hungría, quiso dotar a la ciudad de un gran boulevard similar al que existía en París. Fue inaugurado en 1885, y como la mayoría de sus edificios fueron construidos en unos quince años, se beneficia de una gran armonía arquitectónica. A lo largo de su siglo y pico de existencia, ha tenido varios nombres. Originalmente se llamó Súgarút, pero luego se denominó Conde Andrássy. Durante el período comunista, pasó a llamarse Stalin, y en 1956, por breve tiempo, boulevard de la Juventud Húngara, hasta que después de 1989 recobró su nombre histórico.

Como se puede deducir de lo anterior, las opciones que Andrássy ofrece al visitante son muchas. Entre las imperdibles, yo recomiendo sentarse en uno de los numerosos cafés que allí hay. Entre los húngaros, la de los kávéház o casas de café es una tradición que viene del siglo XIX y que se conserva hasta hoy (durante el régimen comunista algunos cafés fueron cerrados, debido a que eran considerados sitios de reunión de los disidentes). Si tuviera que recomendar uno, no dudaría en escoger el que se halla en el segundo piso de lo que fue el Párisi Nagy Áruház (Gran Almacén París), la primera gran tienda de Budapest, abierta en 1910 y hoy ocupada por la librería Alexandra. Es de una majestuosidad que deja sin respiro, y permite que por un precio irrisorio uno pueda disfrutar tomándose un café en un ambiente propio de aristócratas.

Visitar Budapest brinda además la oportunidad de degustar la que muchos consideran la mejor comida de Europa Central. Tras la caída del comunismo, la vida gastronómica se ha reanimado, y de ello da buena cuenta la atención que recibe en las principales guías de restaurantes internacionales (Michelin, Gault Millau). Los platos suelen ser muy sazonados, y muchos de ellos tienen como ingrediente quintaesencial la páprika. Con esta palabra se designa al pimiento, tanto el verde como el rojo, y también a la especia que se hace con él. Los húngaros comen toda clase de carne, y tienen entre las más estimadas el pato y la oca. El autor de estas líneas lamenta no compartir esa opinión, y confiesa que un plato preparado con hígado de oca no fue de su agrado.

A propósito de esto, es pertinente recordar que en 1965 dos famosos escritores latinoamericanos, el chileno Pablo Neruda y el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, redactaron al alimón el libro Comiendo en Hungría, que entonces se publicó en cinco idiomas. Poquísimos países pueden jactarse de que dos Premios Nobel de Literatura se hayan juntado para exaltar las excelencias de su comida. En sus textos, Neruda y Asturias hacen referencias a los platos típicos, como el goulash, una sopa de res a base de páprika, papas y otros ingredientes que varían de una región a otra. También hablan del pörkölt, una exquisita salsa con la cual se hacen guisados de res, pollo, hongos; de los főzelék, guisos de legumbres, y de la tarhonya, un tipo de fideo en forma de perlitas. Por supuesto, escriben acerca de los vinos húngaros, de los cuales el tokaj es el más celebrado. Y menciona restaurantes legendarios de Budapest, como el Alabárdos, el Hungaria, el Pilvax y la taberna El Puente.

Acerca de aquella experiencia, los dos escritores apuntan: “Cada comida fue una pequeña fiesta. Comida y hospitalidad en Hungría van de la mano. El pueblo húngaro es apresuradamente hospitalario, entre otras cosas, porque le gusta la buena mesa y sentar amigos alrededor de los manteles. Y en cuanto a su cocina es incitante, apetitosa, dueña de sabores capitosos únicos, en lo propio y en lo ajeno, ya que muchos platos de la cocina extranjera preparados a la manera húngara poseen la magia del condimento”.

Una ciudad en donde hay mucho que ver

La mejor manera de conocer los principales puntos turísticos de Budapest, es a través de los tours en autobús que se ofrecen. Sus ventajas son que, en primer lugar, proporcionan una perfecta introducción a todos aquellos lugares que resulta imprescindible ver. Asimismo la información grabada que se da es realmente muy buena y está disponible en 23 idiomas. A diferencia de los tours que existen en otras ciudades, el boleto es válido por dos días. Uno puede bajarse en cualquiera de las paradas, pasar el tiempo que desee en esa zona y luego tomar el siguiente autobús para continuar el paseo (de ahí el nombre hop on-hop off con que se le designa).

A lo largo de este tour se visitan, entre otros lugares, la Plaza de los Héroes, el boulevard Andrássy, la Plaza Deak, el Puente de las Cadenas, la Iglesia de Matías, la Sinagoga, el Gran Mercado, la ciudadela, el Parlamento, los baños Gellert. Este último es solo uno de los numerosos baños termales que funcionan en Budapest, única metrópoli del mundo que cuenta con 70 millones de litros diarios de agua con una temperatura entre 21 y 78 grados. Entre los húngaros, la cultura de los balnearios es, desde hace siglos, un tesoro común y cotidiano.

Aparte del tour diurno, el boleto incluye otro por la noche, una excursión a pie con un guía y un paseo en barco por el Danubio. Se trata del río más universal del mundo, que atraviesa 10 países y 4 capitales (Viena, Bratislava, Belgrado, Budapest), además de que su cuenca se extiende por otras 9 naciones. Por eso cuando se visita Budapest, es un paseo obligatorio. Por supuesto, yo cumplí con esa obligación, y parafraseando a Lezama Lima, puedo decir que he visto ya algunos de los grandes ríos: el Sena, el Amazonas, el Mississippi, el Danubio y el Almendares. El paseo lo hice a la manera tradicional, es decir, en barco. Existe otra más moderna y espectacular, que es un autobús anfibio. Los budapestinos ya se han habituado a la escena de ver ese medio de transporte dejar el asfalto y ¡splash!, empezar a navegar por las aguas del Danubio, que por cierto no son azules.

Una vez realizado ese tour, me dediqué a hacer lo que más me gusta, que es recorrer por mi cuenta la ciudad. Caminar sin rumbo fijo es, en mi opinión, un buen método cuando se viaja al extranjero. En el caso de Budapest, da la posibilidad de descubrir edificios y barrios que, aunque no figuran en las guías turísticas, son igualmente interesantes y poseen una historia propia y un ambiente particular. A eso ayuda el hecho de que Budapest cuenta con un excelente sistema de transporte público. Incluye el metro, los autobuses y los tranvías, con los que se puede llegar virtualmente a cualquier punto de la ciudad. El mismo boleto se puede usar además en los tres medios, lo cual resulta muy cómodo y práctico.

Durante esas caminatas, fueron muchas las estatuas que encontré. Una de las razones por las que hay tantas en Budapest se debe a que en 1897 el emperador alemán Guillermo II fue a visitar a Francisco José, emperador de Austria y rey de Hungría. Durante su estancia le comentó a su aliado cuánto ganaría la ciudad si tuviese más monumentos. Eso suscitó los celos de Francisco José, quien de inmediato mandó a construir diez estatuas. Desde entonces, fueron unas cuantas más las que se incorporaron. Entre otras, pude ver las del escritor Mor Jokai, la de los zapatos vacíos, en honor de los judíos asesinados por los nazis a orillas del Danubio, y la de Imre Nagy, a quien los soviéticos ejecutaron tras el levantamiento popular de 1956.

Tenía interés en ver la de Attila József, quien junto con Sandor Petöfi y Endre Ady integra la gran tríada de la poesía húngara. En Cuba sus textos se publicaron en la década de los 70, en versiones de Fayad Jamid. Logré encontrar la estatua de József gracias a Mercédesz Kutasy, una chica tan encantadora como guapa que a mí me hizo recordar a la ex cantante del grupo español Mecano. Habla un español impecable, pues estudió un doctorado en esa especialidad. Por cierto, escribió su tesis doctoral sobre los espejos múltiples en dos autores cubanos, Virgilio Piñera y Guillermo Cabrera Infante. En la actualidad trabaja como profesora en el Departamento de Filología Hispánica de la Universidad Eötvös Loránd.

Durante mis paseos por la ciudad hice otros descubrimientos. En mi primera salida me reencontré con unos antiguos conocidos: los autobuses Ikarus, que décadas atrás circularon por las calles de La Habana. Identificarlos fue fácil, pues su aspecto y estructura siguen siendo los mismos. En otra de mis caminatas fui a parar a la calle Mihály Munkácsy (los nombres de todas las calles están debidamente indicados). Se trata de un pintor muy famoso dentro y fuera de Hungría, sobre el cual José Martí publicó en 1887 una admirable crónica. El año anterior Munkácsy había visitado Estados Unidos, donde presentó sus mejores obras. Martí dedica buena parte del texto a interpretar el cuadro Cristo ante Pilatos, del que destaca la nueva interpretación de la figura de Cristo hecha por el pintor: “Él no lo ve como la claridad que vence, como la resignación que cautiva, como el perdón inmaculado y absoluto que no cabe, no cabe en la naturaleza humana (…) Él ve a Jesús, como la encarnación más acabada del poder invencible de la idea. La idea consagra, enciende, adelgaza, sublima, purifica: da una estatura que no se ve y se siente (…) El Jesús de Munkácsy es el poder de la idea pura”.

Cabría suponer que la referencia de Martí a Munkácsy es un ejemplo aislado, ya que geográfica y lingüísticamente Hungría y Cuba están muy alejados. Pero como comenta Eva Tóth, “la distancia geográfica puede originar fenómenos de signo contrario: lo lejano es ajeno y extraño, pero exótico y atrayente a la vez”. El crítico e investigador Salvador Bueno publicó un interesante libro titulado Cinco siglos de relaciones entre Hungría y América Latina, en el que dedica un par de capítulos a repasar la presencia húngara en nuestro país. Allí da cuenta de personajes como Pál Rosti, quien dejó sus impresiones sobre su visita a la Isla en 1857; el pintor Ferenc Mejaski, del que se conservan miniaturas y retratos hechos en La Habana y Matanzas, entre ellos uno de Gertrudis Gómez de Avellaneda; y Antonio Vicente Ziskay, quien peleó junto a los mambises en las guerras de independencia del 68 y el 95. El libro de Bueno es escasamente conocido por sus compatriotas, pues la única edición que se hizo apareció en Hungría (Editorial Corvina, 1977).

Mientras redactaba este trabajo, he revisado la excelente antología Poesía húngara (Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1983), con selección, prólogo, traducción y notas de Eva Tóth. La cierra Sándor Csoóri (1930), en cuya ficha biográfica se lee que “su Diario de Cuba es lo mejor que se ha escrito en esta materia en húngaro”. En el volumen al que aludo aparece un poema suyo titulado “Despedida de Cuba”, al cual pertenecen estos versos: “Miré atrás/ y ¡dónde tú ya estabas, Isla!/ Las hojas de tus palmas/ como los pájaros hundiendo los picos en el agua/ se quedaron allí/ bajo el enorme sol,/ y tus botes embreados/ como caballos avejentados de las aguas./ (…) Estuve oscuro y rígido por la despedida/ igual que las estatuas de tus negros tallistas./ Sabía que para siempre me expulsaba el verano mundial/ y me esperaba Europa con sus veintiocho grados de frío glacial,/ con sus diez mil toneladas de hollín,/ con sus calles que como los túneles de la caverna con estalagmitas sin fin/ nunca conducen a ningún lugar” (versión de David Chericián).