Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Teatro, Héctor Quintero

Un comediógrafo sin arrepentimiento

En el teatro de Héctor Quintero pueden aprender muchas enseñanzas las nuevas promociones, siempre que eviten el peligro de imitarle lo externo

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Este fin de semana, la sala habanera Hubert de Blanck acogerá el estreno de Monseñor Bola, espectáculo musical escrito y dirigido por Héctor Quintero (La Habana, 1942). Para el reconocido teatrista y dramaturgo, significará el retorno a un escenario muy familiar y entrañable para él, pues allí se han representado varios de sus títulos más conocidos y exitosos. Y para el público, será la oportunidad de tener un nuevo contacto con la obra de quien sin dudas constituye el más popular de nuestros creadores teatrales. Alguien que, en opinión de Rine Leal, posee el mérito de ser un legítimo heredero de la escena vernácula y, al mismo tiempo, un comediógrafo de un alto sentido musical y teatral.

Resulta por eso difícil de comprender por qué el nombre de un autor con ese prestigio y con semejante nivel de convocatoria llevaba trece años sin aparecer en las carteleras de la Isla (no ha ocurrido así en otros países, donde algunos de sus textos se siguen representando). La última vez fue en 1998, cuando estrenó El lugar ideal. En esos años no faltaron los reconocimientos (en 2004 se le otorgó el Premio Nacional de Teatro), las publicaciones (en 2006 la Editorial Letras Cubanas publicó dos volúmenes con su Teatro escogido y otros textos). Incluso en 2009 Juan Carlos Cremata llevó al cine una de sus primeras obras, El premio flaco.

El actor, director y dramaturgo Héctor QuinteroFoto

El actor, director y dramaturgo Héctor Quintero.

Pero el hecho es que durante más de una década no escribió ni un solo texto dramático y se mantuvo alejado de los escenarios. Las razones Quintero las atribuye a los complejos de “vejez estética” que en él provocó “la epidemia formal que —con imágenes, desnudos, retortijones, poéticas extraverbales y esnobismo contestatario—” que “ha uniformizado y polarizado la escena cubana de los últimos años —salvo contadas excepciones— en peligrosa invasión conformada por jóvenes creadores, críticos e incluso funcionarios, y que en buena medida ha contribuido al alejamiento del público de nuestros teatros”.

Esa falta de estímulos vino a descontinuar una trayectoria artística de varias décadas e iniciada muy tempranamente. Cuando a comienzos de los años 60 Quintero empezó a ser conocido como actor, a través de obras como El pagador de promesas, Tres historias para ser contadas, El relojero de Córdoba, ya tenía tras de sí una prehistoria nada desdeñable. Esta arrancó a los diez años, con su participación en un concurso radial, una especie de copia de la famosa Corte Suprema del Arte. Eso le sirvió de puerta de acceso a la radio y la televisión, donde tuvo sus primeras oportunidades como extra y en pequeños papeles.

Su estreno como dramaturgo vino algunos años después, cuando Teatro Estudio montó Contigo pan y cebolla (1964). Sin embargo, un año antes Miguel Montesco había dirigido en la Sala Tespis una obra de Quintero, Habitación 406, que él siempre olvida a la hora de preparar las recopilaciones de su producción dramatúrgica. Pero realmente fue Contigo pan y cebolla el título que lo reveló como un autor a tomar muy en cuenta. A partir del registro realista de las penurias y alegrías de una familia habanera antes de 1959, Quintero logró algo que se repetirá en otras de sus mejores piezas, y que Juan Carlos Martínez definió certeramente. Se trata de “ese saber apropiarse de lo cotidiano, de eso que uno da por sentado que es externo o epidérmico, pero que él nos descubre en su dimensión humana más profunda”.

Imagen de la versión cinematográfica de El premio flacoFoto

Imagen de la versión cinematográfica de El premio flaco.

Con El premio flaco (1966), su autor prolongó ese acercamiento crítico al pasado inmediato, para proponer una reflexión sobre la ingratitud y la envidia. Pero del reflejo veraz y conmovedor de Contigo pan y cebolla, pasó a una comedia grotesca y esperpéntica, con ingredientes de humor negro. Está presente también el melodrama, pero como el propio dramaturgo puntualiza en las recomendaciones para la puesta en escena, es usado para burlarse de él y nunca para valorizarlo. Con este texto Quintero ganó en 1968 el máximo galardón en el concurso convocado por el Instituto Internacional del Teatro, cuyo jurado integraban Eugene Ionesco, Diego Fabbri, Christopher Fry y Alfonso Sastre. Tan significativo espaldarazo permitió que El premio flaco alcanzara una gran difusión: se tradujo a una decena de idiomas y ha sido llevado a escena en una treintena de ciudades de diferentes países.

Temas vinculados a la contemporaneidad

A partir de la década siguiente, Quintero decidió abandonar la realidad prerrevolucionaria y comenzó a tratar con humor crítico temas vinculados a la contemporaneidad. Entonces eran escasos los autores que lo hacían, y debido a eso halló algunas incomprensiones y trabas. A esos años corresponden dos de sus obras menores o menos satisfactorias, Mambrú se fue a la guerra (1970) y Si llueve te mojas como los demás (1974). A diferencia de Contigo pan y cebolla y El premio flaco, no se han vuelto a montar, entre otras razones porque sus temáticas quedaron superadas. (La segunda, no obstante, tuvo una segunda versión en 1975, y la primera fue incluida en 1980 en la antología Teatro y revolución.) Eso sí, en su momento tuvieron una buena acogida de público. Esa capacidad que poseen las obras de Quintero de conectar tan bien con los espectadores, dio lugar al hecho insólito de que en 1978 la primera antología de sus obras se agotara en las librerías.

Al año 1976 corresponde Algo muy serio, un espectáculo satírico-musical que figura entre los títulos más exitosos de su autor. Alcanzó la cifra récord de haber sido visto por 52 mil espectadores en 120 funciones (hay que hacer notar que se puso en Hubert de Blanck, que posee un aforo reducido). Lo más curioso es que aquel montaje inicialmente estaba concebido para festejar la reapertura de la sala, tras la remodelación que obligó a que estuviese cerrada durante varios meses.

Berta Martínez y Flora Lauten, en una escena de Contigo pan y cebolla.Foto

Berta Martínez y Flora Lauten, en una escena de Contigo pan y cebolla.

A fines de esa década Quintero estrenó La última carta de la baraja (1978), acerca de la marginación y el desamparo que sufren muchas personas cuando llegan a la vejez. Y a propósito de aquella obra, quiero aprovechar para pedir públicamente disculpas a su autor por la crítica que sobre ella publiqué en el diario Juventud Rebelde. Era un comentario simplista y limitado a aspectos supuestamente ideológicos. En cambio, yo apenas dedicaba espacio a la puesta en escena, a las actuaciones, además de que obvié que el texto abordaba un asunto que hasta entonces no había aparecido en los escenarios cubanos.

Entre 1978 y 1988, Quintero desempeñó la dirección general del Teatro Musical de La Habana, donde además creó y dirigió algunos montajes. Eso explica que durante esa etapa estuviese apartado casi por completo de su actividad como dramaturgo. Digo casi por completo porque en 1986 estrenó Sábado corto, que significó un regreso en plena y renovada forma. Considerada por él como “una de las más sencillas de mis comedias, de las más modestas, de las de apariencia menos ambiciosa”, es en realidad uno de sus mejores textos. En franca y declarada oposición al empeño generacional de condenar lo tradicional en beneficio de la experimentación, Quintero quiso apostar por un naturalismo recalcitrante, la buena comedia, el melodrama. Un teatro en donde el agua y el café que se toman son de verdad, donde las ventanas y puertas son reales, y en el que a los actores se les exige el más puro y stanislavskiano “sentido de la verdad”.

Tal declaración de principios, que puede sonar a conservadurismo a ultranza, cristalizó en lo que, en palabras de Amado del Pino, es “una comedia primorosamente construida, donde Quintero confirma sus dotes de excelente creador de situaciones y lleva a un alto grado de expresión un sistema de diálogos que por la cubanía y la teatralidad que logra aunar, bien merece un detallado y cuidadoso estudio”. A través de una sencilla crónica urbana, su autor habla del amor, la soledad, la esperanza que nunca se pierde. Lo hace admirablemente, y además nos descubre toda la poesía que puede haber en cosas tan corrientes como el hablar sencillo, los pequeños seres trágicos, la bata de casa, el café con leche.

Foto del El lugar ideal, en la puesta en escena de GALA, de WashingtonFoto

Foto del El lugar ideal, en la puesta en escena de GALA, de Washington.

Cuando el país aún estaba saliendo de los duros años del Período Especial, Quintero dio a conocer Te sigo esperando (1996), a la que después siguió El lugar ideal (1998). En ambas obras, prosigue su proyecto de recrear la cotidianidad actual, en este caso la de la difícil década de los 90. La crónica social presente en su teatro pasó a tener un énfasis más acentuado. En la segunda, por ejemplo, aparece el problema del divorcio entre el discurso ético oficial y determinados comportamientos de la vida diaria. La recepción crítica de esas obras, en general, no fue favorable. En particular, respecto a El lugar ideal se señaló que en la misma Quintero no alcanza la calidad de obras anteriores. El público, por el contrario, mantuvo su apoyo entusiasta. Te sigo esperando comenzó a presentarse sábados y domingos y terminó la temporada de martes a domingo, este último día con doble función, debido a la demanda de los espectadores.

Recuperar la tradición vernácula, pero renovándola

El catálogo de Quintero incluye, pues, obras muy buenas junto a otras de inferior calidad. Algo que, por lo demás, se da con tantísimos autores que cuentan con una producción más o menos numerosa. Quiero, sin embargo, referirme a un par de aspectos de su estética que, en mi opinión, requieren ser comentados, aunque sea brevemente. El primero tiene que ver con la etiqueta de costumbrista que suele aplicarse a su teatro. No voy a decir nada nuevo al reconocer que, desde Contigo pan y cebolla, el costumbrismo es un elemento importante del cual se nutre su dramaturgia. Pero en sus obras no se reducen a una simple acumulación de hábitos sociales, personajes típicos, modismos populares. En las mismas hay una selección inteligente, una labor de síntesis que busca llegar a lo esencial. Que unas veces eso cristalice en textos muy buenos y otras no, de acuerdo. Mambrú se fue a la guerra, Si llueve te mojas como los demás, Te sigo esperando no alcanzan el nivel de calidad de Contigo pan y cebolla, El premio flaco y Sábado corto. Mas a menos que se esté ciego, es imposible no advertir en todas el evidente esfuerzo del autor para superar las limitaciones del pintoresquismo costumbrista.

Otro punto es su papel como continuador de nuestro teatro vernáculo, aspecto en el cual Quintero coincide con los críticos e investigadores que lo han señalado. Muchos lectores han de pensar de inmediato en personajes típicos y sin vida interior, concesiones al mal gusto, rigidez del esquema dramático, textos de escasa calidad. Es decir, en las principales deficiencias que se les han señalado al bufo y el teatro alhambresco. Este último, en particular, no tuvo en propiedad autores, sino libretistas, pues los textos eran en realidad simples partituras para el lucimiento de los actores.

Quintero, por el contrario, es un dramaturgo hábil, seguro, que posee una técnica adecuada y adquirida a través de la práctica escénica. Es, como comentó Rine Leal, un creador que sabe lo que quiere y, sobre todo, cómo conseguirlo. Por eso sus piezas son eficaces, están bien construidas y manejan perfectamente el instrumental teatral. A lo anterior, se impone agregar que en Quintero hay la voluntad de recuperar la tradición vernácula, pero renovándola y enriqueciéndola. Y al respecto, quiero reproducir algo que Raquel Carrió escribió sobre Contigo pan y cebolla: “Es un texto fundamental en una de las líneas más complejas de la expresión teatral cubana: la búsqueda de un género de raíces nacionales y populares, no reducible al facilismo populachero o la pobreza de recursos expresivos”.

Ni populachero, ni chancletero

Con Algo muy serio, Héctor Quintero logró uno de sus mayores éxitos de públicoFoto

Con Algo muy serio, Héctor Quintero logró uno de sus mayores éxitos de público.

Por otro lado, llama la atención el hecho de que algunas de las obras de un autor costumbrista han alcanzado una gran difusión internacional. En ese aspecto, solo La noche de los asesinos, de José Triana, aventaja en traducciones y puestas en escena a Contigo pan y cebolla y El premio flaco. Según Matías Montes Huidobro, se trata, sin embargo, de algo a lo cual no debe darse mucho valor. El éxito que ha tenido en otros países el segundo de esos títulos “refleja esa percepción que se tiene en el extranjero de lo cubano como manifestación de lo populachero, lo solariego, lo folclórico (en otras palabras, lo ‘chancletero’), que ve en ello la representación del carácter nacional que tanta fama nos ha dado por el mundo”.

Paso por alto los injuriosos descalificativos y me detengo en esa afirmación. Si es cierta, ¿por qué entonces no disfrutaron de ninguna circulación piezas como El velorio de Pachencho, Santa Camila de la Habana Vieja, Andoba? ¿Por qué fuera de la Isla los filmes más valorados son Memorias del subdesarrollo, Lucía, Fresa y chocolate, y no Chicharito alcalde, Un día en el solar o El bautizo? Y a propósito, apunto un detalle curioso: desde Contigo pan y cebolla, algunos de quienes han publicado críticas negativas sobre los textos de Quintero son dramaturgos. Además de Montes Huidobro, lo han hecho José Corrales, Freddy Artiles, Esther Suárez.

Cuando publicó El lugar ideal, Quintero estampó al inicio esta dedicatoria: “A los comediógrafos universales; a mis colegas, a los subestimados vernáculos y saineteros, a todos los que contribuyeron a la creación de un género que, como la comedia, hoy día, fundamentalmente en Cuba, parece proscrito solo a los museos o a la bienvenida enajenación de mi insistencia. A todos ustedes, sin arrepentimiento”. En esas palabras reflejaba un problema que dista de darse solo en Cuba: a través de historia, la comedia ha sido tan popular como denostada y menospreciada. Ilustro con un ejemplo: de Calderón de la Barca todo el mundo cita sus dramas y autos sacramentales, pero muy pocos recuerdan que escribió comedias tan estupendas como El astrólogo fingido y La dama duende. Eso la mayor parte de las veces encubre una subvaloración de todo lo que tenga aceptación en el público y pueda inscribirse dentro de la cultura popular. Es algo, ya digo, que viene de muy atrás. Lo había señalado Aristófanes, quien se lamentó de que “las comedias no tienen historia porque nadie las toma en serio”.

Una escena del montaje venezolano de Cuentos del DecamerónFoto

Una escena del montaje venezolano de Cuentos del Decamerón.

En un artículo titulado “Sobre el origen del placer que nos causan las tragedias”, José María Heredia expresó que “a muchas personas, y aún podría decirse que a casi todas, agrada más una buena tragedia que la mejor comedia”. Es evidente que desde 1825, fecha en que apareció ese artículo, a acá los gustos del público han experimentado un cambio notorio. Basta echar una ojeada a la cartelera teatral o cinematográfica para comprobar que en nuestros días ocurre lo contrario: la mayor parte de las personas prefieren reírse con la comedia más banal e intrascendente a compartir las angustias e infortunios de los personajes de la mejor pieza dramática. Se puede atribuir a un descenso del nivel de exigencia y la capacidad intelectual de los espectadores, pero lo cierto es que constituye una realidad que los creadores no pueden soslayar.

Durante tres décadas y pico, Quintero ha defendido y mantenido, contra viento y marea, su fidelidad a la comedia. El público ha respaldado sus obras, varias de las cuales han provocado colas ante la taquilla durante toda la temporada. Más allá de que se esté de acuerdo o se discrepe con su apuesta estética, es de elemental justicia reconocer que ese respaldo popular se lo ha ganado con honestidad, sin concesiones a la chabacanería, el mal gusto, la superficialidad y los caminos más fáciles.

Llego al final de estas ya extensas líneas sin haber hablado de las adaptaciones de textos narrativos firmadas por Héctor Quintero (con una de ellas, Cuentos del Decamerón, consiguió uno de sus montajes de mayor éxito). Tampoco de su labor como libretista en la radio y la televisión. Ni de su trabajo como narrador en el cine. Para ello hubiera necesitado dedicar más espacio, lo cual habría sido abusar del hipotético lector. Mi principal propósito ha sido aprovechar el pretexto de su nuevo estreno, para dedicar el espacio a quien, lejos de representar un teatro obsoleto, es un dramaturgo en cuya obra pueden encontrar muchas enseñanzas las nuevas promociones, siempre que eviten el peligro de imitarle lo externo.