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Un compendio de chismografía sexual

En Servicio completo, Scotty Bowers revela la vida desenfrenada y secreta que muchas estrellas pertenecientes a la época dorada de Hollywood llevaban fuera del plató

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El chisme arrastra una mala fama que es injustificada. Ese hábito tan antiguo y cotidiano no es el pecado que algunos nos han hecho ver. Me apresuro a aclarar que no hay por qué vincularlo a la maledicencia, la difamación y la calumnia, que sí son manifestaciones muy reprobables y degeneradas. El chisme constituye además la forma más primitiva de comunicación. Uno de los rasgos que nos distinguen de los animales es precisamente la vocación de contar lo que vemos y escuchamos. En la novela de Orhan Pamuk Nieve, uno de los personajes femeninos afirma que “el mejor comienzo de un amistad es compartir un secreto”.

El chismoso es un coleccionista de historias y si en su hábito hay algo criticable, cabe decir que es un mal necesario. En cualquier caso, somos muchos los que consideramos el runrún un entretenimiento tan válido como cualquier otro. Hay quienes lo niegan, pero en el fondo sienten por esa práctica una íntima y no confesada satisfacción. “A mí no me gusta el chisme”, aseguran. Pero si alguien les dice que les tiene uno, de inmediato reaccionan: “¿Cuál es? Cuéntamelo”. Y es que pocas frases poseen un poder de hechizar similar a la de “te tengo un chisme”. Según la escritora norteamericana Dorothy Parker, había cuatro cosas sin las cuales ella habría vivido mejor: algunos amores, pecas, dudas y chismes. ¿Una vida sin chismes? ¡Por Dios, señora Parker, no hay que exagerar! Ya lo dijo Graciela en aquella simpática canción titulada La bochinchera: “A mí el chisme me alimenta, y me entretiene a la vez”. Por mi parte, repito algo que expresó un hombre tan inteligente como Karl Kraus: “Si me silencian, haré audible el silencio”.

El autor del libro que reseñaré a continuación pudiera muy bien presentarlo con la frase “Te tengo un chisme”. O mejor dicho, unos cuantos, pues lo que aparece recogido en Servicio completo (Editorial Anagrama, Barcelona, 2013, 305 páginas) es, en la autorizada opinión de Román Gubern, “un compendio de chismografía sexual de high class del Hollywood opulento”. Se trata de las memorias orales de Scotty Bowers (Illinois, 1923), quien con la colaboración del director y guionista Lionel Friedberg las convirtió en un volumen que, en su versión original en inglés, vio la luz en 2012. Su fuente fueron las 150 horas de entrevistas grabadas, a las cuales, según Friedberg, solo añadió detalles concretos relativos a estudios, películas y rodajes, en especial cuando Bowers no los recordaba con exactitud.

En el prefacio, Bowers comenta que siempre ha sido reacio a revelar detalles de sus acciones, sobre todo para respetar la intimidad de las personas con quienes se ha cruzado a lo largo de su vida. Pero ya en la vejez, aceptó la sugerencia de amigos suyos, como el escritor Gore Vidal, de plasmar sus experiencias. Asimismo en una entrevista declaró: “He estado callado todos estos años porque no quería herir a nadie. Finalmente, he decidido hablar porque ya no soy tan joven y la mayoría de mis clientes famosos están muertos. La verdad ya no puede dañarlos”. En efecto, de la larga lista de celebridades de las cuales se habla en el libro ya no quedan sobrevivientes para desmentir a Bowers. Algo que de estar vivo habrían hecho, pues los secretos que se airean en Servicio secreto habrían supuesto el fin de sus carreras.

Bowers no es actor, ni director, ni productor. Su trabajo nunca tuvo que ver directamente con el mundo del cine. Pero conoció de primera mano lo que cuenta en el libro, pues, a su manera, fue una celebridad que se movía entre celebridades. La “carrera hollywoodense” de este buscavidas, hijo de una familia humilde del Medio Oeste, se inició en 1946, después que sirvió en los marines durante la Segunda Guerra Mundial. Al regresar a Estados Unidos, comenzó a trabajar en una gasolinera situada en Hollywood Boulevard, cerca de los estudios de la Paramount.

Un día llenaba el tanque del auto de un hombre que resultó ser Walter Pidgeon, el actor que hizo de esposo de Greer Garson en varios melodramas y protagonizó Qué verde era mi valle. “¿Estás ocupado el resto de la tarde?”, le preguntó Pidgeon desde la ventanilla de su Lincoln negro. Bowers comenta que captó el mensaje al vuelo. Y agrega: “Un par de minutos más tarde estaba en el cómodo asiento de cuero del copiloto en el coche de Pidgeon. Ninguno de los dos habló cuando salimos de la gasolinera y enfilamos hacia el oeste por Wilshire Boulevard”.

Tras aquel encuentro, el actor recomendó a Bowers a otros amigos y colegas que, como él llevaban una doble vida. A más de ser “un adonis de ojos azules y sonrisa perfecta”, el recomendado era discreto, amable, simple y, como él mismo se encarga de revelar, generosamente dotado (de ser cierto esto último, el apelativo de “el chico de la manguera” le venía, por tanto, doblemente bien). Todas esas cualidades hacían de él el compañero ideal para satisfacer los apetitos sexuales prohibidos en los años 40 y 50. Una época regida por el puritanismo y durante la cual los estudios tenían contratos que normaban las vidas de sus estrellas con “cláusulas de moralidad”.

La voz se empezó a correr por Hollywood y al poco tiempo Bowers contaba con una selecta clientela. Se convirtió en un gigoló de mucho éxito, que era solicitado tanto por hombres como por mujeres. En ese sentido, él confiesa que nunca tuvo problemas en complacer a unos y a otras, pues como se decía cuando yo era niño jugaba en las dos novenas. Su principal fuente de ingresos pasó a ser la de hacer felices a las estrellas de la meca del cine. Primero, poniendo al servicio de estas su disciplinado cuerpo (dice haber llegado a tener 30 citas a la semana). Y después, reclutando jóvenes de ambos sexos por encargos especiales. Sin embargo, varias veces insiste en que no era un proxeneta; y que por esa labor de intermediario no recibía pago alguno. Vamos, que era un celestino sin ánimo de lucro. “Nunca cobraba por mis servicios de emparejamiento cuando arreglaba contactos para otras personas. Yo los organizaba y ellas se iban juntas y el dinero cambiaba de mano entre ellas. Era algo limpio. Mi tinglado —si quieren llamarlo así— no era una red de prostitución (…) Como he dicho antes, no creo que haya nada malo en ello. Nunca lo he pensado y sigo sin pensarlo”.

Los jóvenes hacían cualquier cosa por unos cuantos dólares

Acerca de ese servicio altruista prestado por él, comenta: “Podía hacer realidad las fantasías de cualquiera. Daba igual lo extravagante que fueran los gustos de la gente, yo sabía exactamente lo que necesitaban. Heterosexuales, gays, bisexuales, mujeres, hombres, viejos o jóvenes, yo tenía algo para ellos”. Tenía una agenda negra que llevaba consigo, y en la cual figuraban los nombres y teléfonos de cientos de jóvenes tan discretos como él. Chicas y chicos que no le hacían asco a nada ni a nadie. Sobre ellos Bowers cuenta: “La mayoría de los que estaban disponibles para contactos eran gente normal y corriente. Casi todos estaban solteros. A pocos, si es que había alguno, les impresionaban las estrellas de cine. Si yo les conseguía un contacto a una chica o un chico con una estrella importante, les tenía sin cuidado. Solo lo hacían por un polvo y un poco de pasta. El dinero escaseaba en aquel tiempo. Los jóvenes entre dieciocho y veinticinco años hacían cualquier cosa por unos cuantos dólares”.

De acuerdo a lo que Bowers cuenta en el libro, tuvo una temprana iniciación sexual. Era un niño cuando un granjero amigo de su padre, llamado Joe, tuvo escarceos con él. Incluían toqueteos mutuos, y Bowers comenta que esos numerosos encuentros hicieron que aquel hombre afable, fornido y jovial suplantara a su padre como figura masculina principal. “A diferencia de papá, Joe y yo podíamos hablarnos en muchos niveles. Le importaban mis sentimientos, mis pensamientos, mis opiniones. Mi papá nunca tenía tiempo para estas cosas”. Unos años después se mudó a Chicago con su familia. Allí decidió que además de asistir a la escuela, iba a ayudar a su madre (“no soportaba verla deslomarse como una esclava para mantenernos”). Fue entonces, comenta, cuando descubrió su faceta empresarial. Consiguió un empleo a trabajo a tiempo parcial como repartidor y vendedor de periódicos, algo con lo cual ganaba muy poco.

Logró una entrada extra con un cura párroco, que le pagaba por desnudarse ante él y dejarse acariciar. Sobre esto, Bowers comenta: “Al igual que me había ocurrido en mis experiencias con Joe Peterson en la granja, no me parecieron nada abominables ninguno de los gustos o preferencias del cura. Nunca los cuestioné. Me parecieron perfectamente normales. Pensaba que si resultaban agradables y producían placer, ¿por qué no disfrutarlos?”. Tal como iba a ocurrir años más tarde tras su encuentro con Walter Pidgeon, la noticia corrió como pólvora. “Al cabo de unas semanas de mi primera sesión en la iglesia de Holy Angels, casi todos los clérigos católicos de la ciudad conocían mi existencia. No tardé mucho en entablar relaciones con una veintena de ellos, todos y cada uno de los cuales desesperadamente necesitados de gratificación sexual. De buena gana se desprendían de un puñado de monedas sueltas por pasar un ratito conmigo”.

Pero aunque incluye capítulos sobre su infancia y adolescencia, así como su participación en la Segunda Guerra Mundial, el mayor espacio de Servicio completo lo ocupan las revelaciones sobre las intimidades de las estrellas que solicitaban sus servicios como alcahuete y puto versátil. Bowers abre la caja de Pandora de sus vidas secretas y muestra el patio trasero de Hollywood. El libro es una crónica picaresca de ligues, desenfreno, orgías y homosexualidad oculta. Sin ser impúdico, Bowers no ahorra detalles y cuenta todo con pelos y señales. Cita a las celebridades por su nombre y revela sus apetencias sexuales.

En ese divertido retrato de la contracultura sexual de Hollywood el testimoniante confirma secretos a voces (homosexualidad de George Cukor, Cole Porter, Rock Hudson) y airea otros difíciles de imaginar. Por ejemplo, que el novio oficial de Cary Grant era el viril cowboy Randolph Scott. O que a J. Edgard Hoover, el temido jefe del FBI, le encantaba vestirse con tacones y plumas (“No era guapo ni cuando estaba vestido de mujer”). También cuenta que la pareja de Spencer Tracy y Katherine Hepburn fue un montaje de los estudios, y afirma que llegó a proporcionar a la actriz más de 150 muchachas, preferentemente morenas y despojadas de maquillaje. Asimismo en el libro hay apariciones tan insospechadas como las del duque de Windsor y su esposa Wallis Simpson, ambos bisexuales.

Hay algunas anécdotas subidas de tono, que hacen que más de un mito se venga al suelo. Nada genera más perversiones que la represión, y por eso no resulta insólito que en ciertos casos los hábitos y fetiches sexuales sean raros y extravagantes. De acuerdo a Bowers, a Tyrone Power le gustaba lo que vulgarmente se conoce como “deportes acuáticos” o “lluvia dorada”. A un extremo más repugnante llegaba Charles Laughton. Sin embargo, prefiero no entrar en detalles sobre ello, y estoy seguro que quienes lean este texto me lo agradecerán.

A pesar de que unas cuantas luminarias no quedan bien paradas, Bowers no entra a emitir juicios morales sobre las preferencias en cuanto al sexo de sus clientes. En ningún momento su mirada es crítica ni censora. Por el contrario, resulta evidente su admiración por aquel mundo de esplendor y lujo y por su celebración del placer. Evoca con ternura la que para él es una época irrepetible. Reconoce que en aquellos años la pasó bien y se muestra agradecido por los momentos felices que entonces vivió. Asimismo por lo general no es maledicente y expresa lo bien que le caían muchas de las estrellas, con las que se relacionó como amante, alcahuete, amigo y confidente.

Solo hay tres personas de las que deja una imagen negativa: Rita Hayworth, James Dean y Montgomery Clift. De la primera dice que era bella y talentosa, “pero difícil, muy difícil. Tenía una veta malvada y tacaña. Por decirlo sin rodeos, era muy egoísta”. Recuerda que tenía un hermano casado y con dos o tres hijos pequeños, que económicamente lo pasaba muy mal. Pero ella siempre se negó a ayudarlo: “Que se joda. ¿Por qué tengo que ayudarle? ¿Cuándo ha hecho él algo por mí?”. Sobre Dean expresa que “por detrás de su fachada era una maricona remilgada, de humor cambiante e impredecible”. Según Bowers, “era un chico muy desagradable y no se molestaba en ocultarlo. Su despreocupada osadía, su actitud de desafío y su conducta insociable eran muy conocidas”. Y respecto a Clift dice que “era una loca temperamental y malhumorada que tenía una asombrosa lengua viperina. No dudaba en herir u ofender a cualquiera. Era difícil caerle bien y despreciaba a la gente”.

Desenmascara la coerción puritana de los estudios

Servicio completo debe leerse como lo que es: una chismografía de la sexualidad más o menos clandestina del Hollywood clásico. Como señala Román Gubern, las confesiones eróticas de Bowers vienen a ser un excelente complemento de la crónica rosa y verde que Kenneth Anger expuso en Hollywood Babilonia (1965) y de la investigación académica de William J. Mann en Behind the Screen. How Gays and Lesbians Shaped Hollywood (2001). Como toda obra de este tipo, corresponde al lector determinar cuánto hay en sus páginas de revelaciones auténticas, cuánto de fantasía y de recuerdos magnificados por el tiempo y cuánto de cotilleo para hacer dinero. En cualquier caso, el libro proporciona una lectura muy entretenida y de paso desenmascara la coerción puritana y la hipocresía de los estudios, que se dedicaban a convertir en ficción la vida privada de sus estrellas.

La vida sexual de las celebridades siempre ha despertado una morbosa curiosidad. Por eso presumo que tras leer esta reseña, algunos lectores sentirán curiosidad por acercarse a Servicio completo. A modo de aperitivo y para que, como se dice, vayan haciendo boca, a continuación reproduzco unos breves extractos. Pero como se trata del mundo del cine, hago antes las advertencias de rigor. El material que sigue no es apto para menores. Está clasificado R (Restringido) por su contenido y su lenguaje adultos y por incluir escenas de sexo. Quedan avisados.

—Cole Porter: “Pronto supe que la pasión de Porter era el sexo oral. Tranquilamente podía mamar treinta pollas, una tras otra. Y siempre tragaba. Hay muchas personas, hombres y mujeres, a las que les gusta de verdad el sabor del semen. Porter era una de ellas. En una ocasión, llevé a su casa a un grupo de mis amigos más apuestos y se la mamó a todos en un santiamén. Bumm, bum, bum y se acabó”.

—George Cukor: “Aprendí que George Cukor se adhería estrictamente a ese modus operandi en materia de sexo. Nunca había preámbulos ni besuqueos. El sexo anal estaba excluido. Hablando en plata, al igual que mi amigo Cole Porter, George solo quería chupar pollas. Y lo hacía con una eficiencia rauda y fría. A diferencia de otros hombres, Cole incluido, tan pronto como George había terminado no quedaba tiempo para que su amante se solazara en la placidez posterior (…) A menudo también le proveía de otros chicos jóvenes. Siempre les pagaba bien pero rara vez me pidió que le llevara más de una vez a la misma persona”.

—William Somerset Maugham: “Cuando conocí a Alan Searle, un hombre bien parecido, mucho más joven que Willie, pero dogmático y materia de escándalo, le tomó bajo su ala protectora y se volvieron inseparables.// Descubrí que los dos eran deliciosos, y nos llevábamos los tres de maravilla. Eran también voyeurs ávidos, aunque rara vez se involucraban en la acción (…) Willie se sentaba en una butaca, totalmente vestido con chaqueta y corbata y las piernas cruzadas elegantemente, y miraba dando sorbos de vino mientras Alan, sentado a su lado, lo observaba todo con una expresión de jugador de póquer. Rara vez mostraba sus emociones. Era tan estirado como podía ser un inglés excéntrico”.

—Ramón Novarro: “Aunque todavía sexualmente activo y muy conocido en la comunidad gay, el alcoholismo acabó volviéndolo impotente. La pesadilla de todos los hombres es el miedo de no ser capaz de tener una erección. Casi todos los hombres que he conocido han sufrido este temor en un momento de su vida. Para Ramón era una congoja continua. Sin embargo, todavía le encantaba el sexo. Nada le proporcionaba más placer que realizar sexo oral con un joven viril y guapo. Fácilmente podía mamársela a quince tíos, uno tras otro. Llamaba «miel» al semen. Creía que tragándoselo conservaría su vigor, su fuerza, su belleza. «Scotty», me llamaba y me decía: «Necesito miel. Urgentemente. Esta noche. Ayúdame a encontrar algunos chicos. Por favor»”.

—Jack Ryan: “A Jack le gustaban las mujeres jóvenes, esbeltas y atractivas y prefería que estuviesen dotadas de grandes tetas (…) Una noche le llevé a cenar a una morena absolutamente preciosa y pechugona (…) La puerta del dormitorio daba a un pequeño recibidor. Entramos en silencio y nos detuvimos. Allí, al pie de la cama había un ataúd muy ornamentado con la tapa abierta de par en par. Estaba depositado encima de una camilla de metal. La rodeaba un despliegue de ramos de rosas y unos candelabros encendidos (…) Mi acompañante parecía haberse librado del miedo y estaba intrigada. Nunca había visto un féretro. Se acercó a él con paso cauteloso y miró dentro. Tendido sobre el blanco acolchado de seda yacía Jack, completamente desnudo y luciendo una erección de aspecto muy saludable.// En cuanto la chica se inclinó para asimilar esta aparición, los ojos de Jack se abrieron como platos, lanzó una carcajada y luego, rápidamente, se hizo una paja. Aquello era lo que le gustaba… asombrar a mujeres y después cascársela dentro de un ataúd. Estaba tan cachondo y preparado cuando la chica entró en el dormitorio que se corrió directamente”.

—Vivien Leigh: “Era caliente, una mujer caliente. Muy sexual y muy excitable. Puesta en faena exigía una satisfacción plena y completa. Aquella noche follamos como si de ello dependiera la supervivencia del planeta. Vivien no podía controlarse. Era estentórea. Chillaba y gritaba y se reía. Tuvo un orgasmo tras otro y cada era más estruendoso que el anterior. Aullaba y gritaba cada vez más fuerte. Intenté acallarla poniéndole suavemente un dedo en los labios, pero no me hacía caso.// —Me da igual si George [Cukor] nos oye— gimió, delirante. —Me importa un comino.// Y se puso de nuevo a proclamar su éxtasis a gritos. Fue uno de los mejores polvos que yo he tenido en mi vida. No quería que acabase y a mí tampoco me importaba un bledo si despertábamos a George y a todo el vecindario”.

—Sascha Brastoff: “Sascha veneraba por encima de todo dos cosas: le gustaba vestirse de reinona y le encantaba mamársela a sus numerosos novios. Con su agudo sentido del humor, era el alma de todas las fiestas mientras giraba y revoloteaba por la habitación ataviado con vestidos llamativos, zapatos de tacón y sombreros de frutas a lo Carmen Miranda. Sascha iba con frecuencia travestido de drag queen a fiestas donde había muchos heteros jóvenes y solos (…) Nadie se percató nunca de que la rubia explosiva, curvilínea, zanquilarga y pechugona, con lengua de terciopelo y labios blandos y sedosos, no era una mujer sino un hombre. Cuando Sascha se travestía, parecía, caminaba, hablaba y se comportaba exactamente como una mujer. Ni se le pasaba por la cabeza que era un hombre. Chupaba tan bien las pollas que todos los heteros a los que se la había mamado juraban que era una mujer la que les había hecho una mamada. Era delicado, se tomaba su tiempo y con sus largas uñas artificiales no había forma de adivinar que era una reinona”.