Romañach, Pintura, Pintura cubana
Un cuadro logrado y malogrado
Hace 102 años, un accidente privó a varias generaciones de cubanos de conocer La Convaleciente, que, de acuerdo a las opiniones de los críticos de la época, era la obra maestra de Leopoldo Romañach
Alguna vez existieron, pero fueron destruidas o simplemente desaparecieron de las colecciones privadas y los museos. Las causas han sido varias: desastres naturales, saqueos, guerras, accidentes, vandalismos, negligencias humanas. Hablo de las obras de arte que no podrán ser apreciadas nunca más. A ese tema, la especialista francesa Céline Delavaux ha dedicado un libro: Le musée impossible (2012). Allí hace un recuento de esta triste historia, que va desde las estatuas de bronce fundidas en la antigüedad para fabricar armas, hasta hechos más recientes como el protagonizado por la milicia afgana en 2001. Ese año dinamitaron una gigantesca estatua de Buda de 55 metros, que había sido construida hace 1.500 años. Vale la pena recordar algunas de esas pérdidas irreparables que han empobrecido la herencia artística de la humanidad.
Por su enorme tamaño y su impresionante presencia, el Coloso de Rodas era considerado una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo. Era una estatua del titán griego Helios, personificación del sol, que databa de entre 292 y 280 antes de Cristo. Se hallaba situada a 100 metros de altura y estaba posada sobre un pedestal de mármol de 15 metros. Debido a sus grandes proporciones, construirla tomó más de 12 años. Estuvo frente a Rodas por más de medio siglo, hasta que en 224 un terremoto asoló la isla. Las rodillas del Coloso se rompieron y la parte superior se vino al suelo. En 1775, se produjo en Lisboa otro terremoto que destruyó la biblioteca real. Además de 70 mil volúmenes, se perdieron cientos de obras de arte de Rubens, Tiziano y Correggio.
En 1734, se desató un incendio en el Real Alcázar de Madrid, uno de los palacios de la monarquía española. Servía de residencia a la familia real y era sede de la corte. En la Nochebuena se declaró un pavoroso fuego que se propagó rápidamente y duró cuatro días. Su intensidad fue tal, que varios objetos de plata quedaron fundidos por las altas temperaturas y los restos de metal tuvieron que recogerse en cubos. En el palacio había una ingente cantidad de obras de arte, de las cuales se tienen hoy referencias gracias a los inventarios que se habían hecho. Se estima que en el momento del incendio se guardaban allí cerca de 2 mil pinturas, entre originales y copias. De ellas, se perdieron 500. Entre estas, se hallaban cuadros de Rubens, Tiziano, El Bosco, Tintoretto, Brueghel, Leonardo da Vinci y Velázquez. De este último se destruyó La expulsión de los moriscos, de gran valor artístico e histórico, pero afortunadamente se pudo salvar Las Meninas.
En 1963, Pablo Picasso pintó un cuadro titulado Le Peintre, que estaba valorado en 1 millón y medio de dólares. En septiembre de 1988 era trasladado en un vuelo de Swissair. Durante el trayecto, los pilotos enviaron una señal de emergencia y comunicaron que estaban tratando de aterrizar en Nueva Escocia, Canadá. Finalmente, el avión se estrelló en el océano Atlántico y perecieron los 229 pasajeros. El 98 por ciento de la aeronave se pudo recuperar. En cambio, del cuadro de Picasso solo se recuperaron 20 centímetros.
Otra de las principales causas de la destrucción de obras de arte son las guerras, las revoluciones y el terrorismo. En 1945, ante el avance del Ejército Rojo las tropas alemanas decidieron incendiar el castillo Immendorf, a donde había sido trasladada la Galería Moderna de Viena. Lo hicieron para evitar que los tesoros allí depositados cayeran en manos de los rusos. Entre las numerosas obras destruidas por las llamas, se hallaba la serie Filosofía, del pintor austríaco Gustav Klimt.
En 2011, tuvieron lugar en El Cairo las protestas populares que derribaron al presidente Hosnik Mubarak. Durante los disturbios, se produjo un incendio en el Instituto Egipcio. A consecuencia del mismo, 160 mil manuscritos y mapas fueron devorados por el fuego. Entre ellos estaba el original de Description de l´Egypte. Consistía en 24 volúmenes repletos de ilustraciones, que Napoleón Bonaparte encargó a un grupo de científicos que lo acompañaron en su campaña por ese país.
En 1974, el español Joan Miró diseñó un enorme tapiz de 66 metros cuadrados, hecho con cáñamo, lana y cuerda. Decoraba el vestíbulo del World Trade Center y quedó bajo los escombros, tras los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. Asimismo, conviene consignar que numerosas obras fueron destruidas por razones ideológicas y religiosas durante la Revolución Francesa, la Comuna de París, la Revolución de Octubre y la Revolución Cultural China.
Muchos de los daños se han debido a la negligencia y la intervención directa de los seres humanos. La Danza de la Muerte era el nombre que recibía una serie de 46 escenas que decoraban los muros del cementerio de Berna. Fue pintada por Nikolaus Manuel Deutsch y se consideraba el monumento más famoso de esa ciudad suiza. Eso no impidió que en 1660 fuera destruida durante la remodelación urbana de Berna.
El Maestro Romañach
La obra magna del famoso retratista norteamericano John Banvard es un panorama del valle del Mississippi. En 1840, pasó varios meses viajando en barco, con el fin de hacer dibujos de los paisajes de la zona que se extendía desde el nacimiento del río hasta New Orleans. Fue un viaje que se pagó él mismo, mediante la pintura y la caza. Una vez que terminó el recorrido, trasladó los bocetos que había acumulado a un enorme lienzo de 12 pies de alto y una milla de largo. En su momento, esa obra fue exhibida por todo Estados Unidos, anunciándose, con una dosis de exageración, como el “lienzo de 3 millas”. En 1847 se publicó un libro de 58 páginas, donde se hacía una descripción de “the largest picture ever executed by a man”. A fines del siglo XIX, aquel enorme lienzo fue cortado en varias partes para que se pudiera almacenar. Adónde fueron a parar, es algo que hasta la fecha se ignora.
Otro caso famoso es el del mural El hombre en el cruce de caminos, de Diego Rivera. El artista mexicano fue contratado para que pintara un fresco en la recepción del Rockefeller Center, uno de los edificios emblemáticos del capitalismo norteamericano. Rivera comenzó a realizarlo en 1933. El mural tenía un contenido abiertamente político y entre las muchas figuras que aparecían, estaba la de Lenin. Esto fue tomado como un insulto por la familia de John D. Rockefeller, quien financiaba el proyecto. El mural fue destruido, pero en 1934 Rivera lo reconstruyó en el segundo piso del Palacio de Bellas Artes de la capital mexicana.
Y aunque la intención de estas líneas no es hacer una relación completa, cabe mencionar la pérdida de muchas obras debido a los robos. Uno de los más notorios tuvo lugar en marzo de 1990. Dos ladrones vestidos de policías entraron en el Museo Isabella Stewart Gardner, de Boston, y se llevaron 13 obras. Entre ellas se encontraba El Concierto, de Johannes Vermer, uno de los cuadros robados más valiosos del mundo (200 millones de dólares). Se anunció una recompensa de 5 millones de dólares por cualquier información que lleve a su localización, pero hasta hoy no ha podido ser recuperado.
¿Existen casos similares en la historia del arte cubano? Este cronista sabe de algunos, pero lejos de su intención hacer un inventario de ellos. Las líneas que siguen tienen como objetivo dar cuenta de uno particularmente lamentable, por la importancia de la pérdida. Ocurrió hace 102 años y debido al mismo varias generaciones de cubanos fuimos privados de conocer la que, de acuerdo a las opiniones de los críticos de la época, era una obra maestra. El hecho de que desapareciera para siempre en un momento cuando aún la fotografía en colores no se había desarrollado, impidió además que de ella quedase por lo menos un buen registro visual.
La obra en cuestión pertenece a uno de nuestros grandes pintores, Leopoldo Romañach (Corralillo, 1864 - La Habana, 1951). Uno de los pocos además a quienes el título de maestro le hace plena justicia. Eso se puso de manifiesto en los textos recogidos en el número que los Cuadernos de Arte del Ministerio de Cultura le dedicaron tras su muerte. Allí aparecen opiniones de varias destacadas figuras: “Romañach fue y es un maestro y fundó una escuela de pintores” (Carlos Enríquez); “Fue el forjador de una generación de artistas que creó el concepto estético que hoy caracteriza a la plástica cubana como la, quizá, más brillante y original de América” (Eduardo Abela); “Leopoldo Romañach era el Maestro, así, en grande, porque no pretendió jamás hacer de su enseñanza un cerco acerado para el espíritu de los jóvenes. Era el Maestro cabal, porque cuidó sin descanso de sembrar, de incitar, de despertar a los jóvenes en el amor genuino de las artes, sin ensayar jamás el triste empeño de hacer de cada uno de sus discípulos un calco, una repetición de sí mismo” (Gastón Baquero); “El Maestro Romañach, como le solíamos llamar sus discípulos, y como creo que le llamarán aún los de hoy, ha sido el maestro de la juventud más inquieta de muchos años y hasta podemos decir: de los más destacados pintores revolucionarios de Cuba” (Antonio Gattorno).
En cuanto a su aporte a la plástica cubana, reproduzco unas palabras de Jorge Mañach, el crítico que con más seriedad, constancia y amor se ocupó de su obra: “Romañach es, antes que nada, un valor histórico. Representa un hito importante en el desarrollo de la pintura cubana. Hablando en términos de escuela, podemos decir que señaló el tránsito del realismo convencionalmente académico, al impresionismo. Si alguna pintura hubo en Cuba que valiese la pena por detrás de él, antes que él, era cosa tímidamente colonial, eco lejano del museísmo europeo, pintura rígidamente imitativa y sombría, de «cabeza de estudio»; Arburo y Morell, Miguel Ángel Melero, Tejada, Armando Menocal más tarde… Romañach fue el primero en irse de la escuela tradicional, del estudio y hasta de Cuba, en abrir las puertas por donde habían de entrarle a nuestra pintura aire y luz. Fue el primero en desasirse”.
Al decir que fue el primero en irse de Cuba, Mañach se refiere al viaje de formación que llevó a Romañach a Italia y luego a otros países europeos. En 1890 fue seleccionado para disfrutar de una pensión, con cargo al erario de la Diputación de Santa Clara. Eso le permitió residir en Roma de 1890 a 1895. Allí no realizó un aprendizaje metódico, no se matriculó en ninguna academia, ni se afilió a taller alguno. Estudió libremente y sobre todo pintó mucho. Como todos los pensionados, tenía la obligación de enviar una obra cada año, para demostrar sus progresos. La primera fue el lienzo Joven romano coronando a un sátiro, que aún era un trabajo de principiante. Envió después Un nido de miseria, que era ya una obra de mucho más aliento, y La vuelta del trabajo, donde recreó una sencilla e ingenua escena de la vida campesina.
Éxito rotundo e inmediato
En esos mismos años, que corresponden a la que Mañach bautizó como la “etapa patética” de Romañach, este también pintó la que constituye su primera obra magistral y posiblemente su obra maestra: La Convaleciente. Lograrla le requirió una dura labor. En primer lugar, dedicó varios meses a buscar la modelo. La encontró en una jovencita de figura anémica, que aceptó prestarse a su pedido. Empezó por hacer con ella estudios de carácter. Uno de ellos fue Niña de la medalla, que se expuso en el homenaje que la Asociación de Pintores y Escultores le hizo a Romañach en marzo de 1926. Para cuando había concluido su larga serie de estudios, la muchacha había engordado gracias a las pagas que del pintor había recibido, y ya no le servía. Similar dificultad tuvo este para dar con la modelo para el otro personaje del cuadro. La halló al azar en una plaza de Roma, en una vendedora de cerillas.
Mañach contó en un artículo que conoció La Convaleciente a través de la reproducción aparecida en una revista española. Vale la pena copiar la excelente descripción que hizo de aquella obra: “Yo no la conocí sino por fotografía, y bien se sabe que es modo harto remoto de conocer una obra de arte. Alguna vez he contado la inolvidable peripecia que para mí fue, sin embargo, cuando era muchacho en Madrid y me apasionaba mucho por la pintura, descubrir en el taller de un carpintero vecino de mi casa un viejo ejemplar de La Ilustración Española y Americana que reproducía el cuadro de Romañach. La litografía era a toda plana. Veíanse los detalles del lienzo. Sobre el lecho toscamente arropado, en un aposento tristón, yacía una jovencita con el rostro vuelto hacia el espectador –una carilla melancólica y pálida, de labios floridos recién púberes. Al pie del camastro, surgía de la sombra, en actitud vigilante, el perfil enjuto de una comadre, envuelta en un mantón a grandes cuadros. La niña, evidentemente, no tenía ganas de hablar. Ni para acariciar su muñeco le alcanzaban aún las fuerzas. Pero una cariciosa dulzura le había invadido, y una insaciable curiosidad de mirar, mirar, mirar hasta los pormenores más triviales de las cosas que creyó no poder volver a ver más. En el ambiente pardo y denso de la bohardilla, una claridad mística parecía irradiar de las cuencas del rosario en la pared, nimbando de beatitud la carita de la enferma”.
La Convaleciente le reportó a Romañach un éxito rotundo e inmediato. En la exposición del Circolo Internazionale de Roma recibió muchos elogios y la crítica local citó el envío del cubano al mismo nivel que los de los italianos Antonio Mancini y Camillo Innocenti. En España, la prensa se hizo eco de ello y le dedicó fervorosas alabanzas. El lienzo fue reproducido, de acuerdo a Mañach, en la revista La Ilustración Española y Americana. En 1900, Romañach envió su cuadro a la Exposición Universal de París, donde fue reconocido con una medalla. El premio tenía un enorme valor, pues entonces París era la capital crítica del mundo.
Estimulado por tan altísima sanción, Romañach creó nuevos lienzos. Entre ellos, La abandonada, también de inspiración patética. Por esos años, concretamente en 1904, se celebró en San Luis, Estados Unidos, una gran exposición internacional. Romañach preparó un envío de siete cuadros, entre los cuales incluyó La Convaleciente. Con ellos obtuvo la medalla de oro, galardón igual en importancia al otorgado al español Joaquín Sorolla por Otra Margarita. Ocurrió entonces el lamentable accidente que llevó a Mañach a calificar el lienzo de su compatriota como una obra lograda y malograda. Los lienzos fueron embarcados para Cuba en un vapor que navegaba por el río Mississippi. Y por causas que no se han mencionado, el barco se hundió junto al muelle. La Convaleciente se perdió así para siempre, tragada por el “Padre de las Aguas”.
Como era de esperar, Romañach quedó muy abatido por aquella irreparable pérdida. A raíz de conocer la noticia, le comentó a un periodista: “Eran los siete lienzos en que había puesto toda mi fe y todo mi ideal”. Esas palabras las expresó mientras contemplaba el mar azul. Era un apasionado de la Naturaleza, y eso lo llevó a agregar: “Sí, me ha jugado una mala partida. Pero se lo perdono: ¡es un asesino tan hermoso!”.
La lectura de los trabajos de Mañach me despertó la curiosidad por ver el único registro que quedó de La Convaleciente. Una paciente pesquisa, en la cual conté con la ayuda de la amiga Rosa Ileana Boudet, me llevó a dar al fin con la revista española donde apareció el cuadro. Mañach siempre citó su nombre como La Ilustración Española y Americana, incluso cuando era muy joven y tenía frescos los recuerdos. Sin embargo, donde yo la encontré fue en La Ilustración Artística (número 697, mayo 6 1895, página 329). ¿Un lapsus menti del autor de Indagación del choteo? En cualquier caso, lo importante es que los lectores pueden ver, acompañando estas líneas, una imagen en blanco y negro del malogrado lienzo. No es suficiente para que podamos hacernos una idea cabal de sus elogiados valores plásticos, pero sí para que tengamos una idea de la obra maestra que no alcanzamos a conocer.
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