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Un doloroso llamado de atención

Con Las últimas vacas van a morir, Ulises Rodríguez Febles asumió el desafío que significa abordar la situación del mundo rural, un tema que durante un período demasiado prolongado la narrativa cubana había eludido

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El decimotercer capítulo de Rojo y negro, Stendhal lo abre con un epígrafe de Saint-Réal, un supuesto historiador francés del siglo XVI: “Novela: es un espejo que paseamos a lo largo de un camino”. Si aceptamos ese carácter de espejo de la realidad que el escritor francés le asignaba, a juzgar por la producción de estas últimas seis décadas resulta obvio que la narrativa cubana apenas ha dirigido sus paseos al ámbito rural.

Hasta inicios de los 70, fueron pocos los autores que ubicaron sus obras en ese medio. A esa escueta nómina pertenecen Dora Alonso y Alcides Iznaga quienes publicaron las novelas Tierra inerme (1961) y Las cercas caminaban(1970), respectivamente. En la primera, se denuncian los desmanes y abusos de los caciques de provincia; la segunda trata los mecanismos usados por los propietarios de tierras para ampliar sus latifundios.

Llama la atención que escritores de promociones posteriores insistieron en volver a la realidad prerrevolucionaria. Ese es el caso de Omega Agüero, quien en su libro de cuentos La alegre vida campestre (1974), refleja el clima de desamparo y tristeza que entonces dominaba en el campo cubano. Se desarrollan, asimismo, en el medio rural antes de 1959 algunas de las narraciones de su siguiente colección, El muro de metro y medio (1977). Y aunque en general la temática rural en la narrativa cubana sigue siendo deficitaria, a los títulos mencionados se pueden sumar los acercamientos hechos a la misma por Omar González (El propietario, 1978) y Plácido Hernández Fuentes (El hombre que vino con la lluvia, 1979). De todos modos, algunos títulos más que puedan mencionarse siguen no dejan de ser excepciones que confirman la regla.

Un aspecto significativo es además que durante todas estas décadas siguió sin abordarse lo ocurrido en el medio rural después que se promulgaron las dos leyes de reforma agraria y se crearon las granjas agropecuarias. En otras palabras, la narrativa ha esquivado un problema de extrema gravedad: qué ha pasado para que en un país eminentemente agrícola, que siempre se autoabasteció, el campo muestre hoy un panorama tan desastroso y desolador, y sea incapaz de proporcionar a la población los alimentos básicos.

Con Las últimas vacas van a morir (Ediciones Unión, La Habana, 2021, 392 páginas), Ulises Rodríguez Febles (Cárdenas, 1968) asumió el desafío que significa abordar un tema que durante un período demasiado prolongado la narrativa cubana había eludido. Dramaturgo de una destacada y reconocida trayectoria, en 2014 debutó como novelista con Minsk. Con esta su segunda incursión en este género obtuvo en 2017 el Premio Guillermo Vidal, al cual se ha venido a añadir hace algunas semanas el ser incluida en la última edición de los Premios de la Crítica.

En su novela, Rodríguez Febles habla de una realidad que conoce de primera mano. Así se lo declaró en una entrevista de la cual extraigo estas palabras suyas: “Soy del Valle de Guamacaro, nieto, sobrino y primo de campesinos. Me crie hasta los 17 años en lo que en su momento fue la cooperativa agropecuaria más grande de Cuba, la Crucero Aurora. Viví y pertenezco a muchos lugares donde existieron planes pecuarios”. Es decir, es algo que forma parte de su ADN y que lo hace identificarse sensiblemente con esa realidad.

El ganadero más experimentado de la zona

El escenario donde se desarrolla la novela es nombrado simplemente como el Valle. Cuatro décadas atrás se puso en marcha en aquel sitio hundido entre montañas un ambicioso Plan Genético. Incluía vaquerías, centros de cría artificial, y sus instalaciones albergarían cientos de vacas. Se construyó además una comunidad a la que dieron el nombre de Luanda, y a donde pasarían a vivir las familias de los propietarios que accedieron a entregar sus tierras. Una vez que el plan funcionara a pleno rendimiento, no iban a necesitar tener animales, ni sembrar. Algunos, no obstante, rehusaron hacerlo y resistieron hasta donde les fue posible, e incluso hubo quienes nunca se incorporaron al plan.

Francisco de la Cal era el ganadero con mayor experiencia de la zona. Por los rumores que comenzaron a circular, supo del proyecto del Plan Genético. Su aportación al mismo habría sido muy valiosa. Conocía los animales como nadie, le gustaba andar entre ellos. Si lo hubieran nombrado administrador de una de las vaquerías, habría situarla como la mejor de todas. Pero ocurrió algo que impidió que pudiese trabajar allí. Por matar una vaca que era suya, fue condenado a dos años de cárcel.

Lo enviaron a cumplirlos lejos de su casa, al extremo de la Isla. En la prisión aprovecharon sus conocimientos y lo encargaron del cuidado de los animales que tenían para suministrar leche y carne para los reclusos. De la nada, Francisco de la Cal levantó una vaquería. Empezó con tres vacas, dos toros y un buey, y al salir en libertad dejó doscientos animales. Se convirtió en el brazo derecho y se ganó la admiración del teniente que dirigía el penal, un conocido oficial del Ejército Rebelde. Este lloró y le pidió que se quedase. Incluso le ofreció darle una casa en Guantánamo. Pero él deseaba volver con su familia.

Por haber entregado su finca de tres caballerías al Plan Genético, Francisco de la Cal pasó a ser retribuido con una renta anual de 500 pesos y una vivienda de dos habitaciones en el pueblo nuevo. Pero pese a no trabajar en las vaquerías, no puede evitar ir a ellas y preocuparse por la lamentable situación en que se encuentran. Pedirle que no se preocupe por ello, es no conocerlo.

Durante los primeros años, la empresa genética llegó a funcionar con un alto rendimiento. La prensa nacional habló de sus impresionantes cifras de producción de leche. Se publicó un libro que recogía su historia, ilustrado con fotos en las cuales aparecen vacas gordas y saludables. Eso se debía a que se las alimentaba como debe ser, con mucho pasto y forraje.

Hoy, sin embargo, la situación es muy distinta. Lucio, uno de los ordeñadores, confiesa que nunca ha podido ver todo eso que otros recuerdan. “Desde que nació el pueblo dista mucho de lo que cuentan, de lo que fue. En las tiendas, en la bodega, no hay nada de lo que otros vieron. ¿Es que algún día volverá a ser como cuentan los mayores?”. Ha visto el Valle desde lo alto de las lomas, y desde allí “se ven pocos sembrados, las vaquerías dispersas, la carretera con agujeros inmensos y el marabú inundándolo. El marabú es la prueba de que a tierra se volverá infértil”.

La situación actual de las vaquerías está reflejada en la de la número 9, aunque nada hace pensar que en las restantes sea mejor. Las vacas están raquíticas, tienen garrapatas y enfermedades como mastitis y brucelosis. Entre otras razones, eso se debe a que la sequía ha dejado los campos sin pasto. Por otro lado, la comida artificial hace un mes que no llega, y en los tres anteriores la ración que recibieron no alcanza ni para alimentar a tres vacas. Esa conjunción de calamidades ha aumentado el índice de mortalidad. Los animales que mueren son enterrados a flor de tierra y las auras acuden y los desentierran.

Visión respetuosa y hecha desde dentro

Esos problemas en las vaquerías dan lugar, a su vez, a la disminución de la entrega de leche. Eso obliga a que, para cumplir los planes, en las instalaciones donde la procesan se vean obligados a estandarizarla. Es decir, a añadirle agua y leche en polvo descremada, para suplir el volumen faltante. Diógenes Valido, director del Complejo Lácteo, resume así el costo económico que eso significa: “Para lograr los 31 mil litros que se distribuyen por día se requieren 15 toneladas de leche en polvo al mes, y cada uno cuesta en el mercado mundial 6 mil 100 dólares”. Pero, a su vez, para ahorrar los 180 millones de dólares de la compra de la leche en polvo, las vaquerías tendrían que producir cada año cerca de mil millones de litros de leche.

Para los campesinos que habían nacido en el Valle, el cambio de vida que se les impuso representó la pérdida de su identidad. Aquellos que fueron muriendo se llevaron para siempre la sabiduría de hacer productiva la tierra: dónde y cómo sembrar una semilla para que brote sin misterios; cuándo las nubes solamente son amenazan y cuándo traerán lluvia. Los más experimentados, como Francisco de la Cal, tenían respuestas para todas las interrogantes y eran capaces de resolver los problemas que salieran al paso. Eran conocimientos que durante generaciones, fueron transmitidos de padres a hijos.

Obligarlos a renunciar a su modo de vida y arrendar sus tierras al Estado, ¿fue realmente necesario? ¿Les iba a traer realmente una mejor calidad de vida? Acerca de eso, Grande, la hija de los Cabrera, reflexiona: “¿Éramos guajiros pobres? ¿O éramos guajiros, así de simple? Felices con la tierra, los animales, los sembrados.// Nuestro mundo era este, no era otro. ¿Es que había que romper este paisaje? ¿Es que había que destruir nuestra manera de vivir? ¿Es que había que sacarnos de este lugar, porque la gente de la ciudad pensaba que éramos atrasados, primitivos, pobres? (…) La gente de la ciudad fue la que inventó la manera en que creían que debíamos vivir, pero ¿queríamos? ¿Quién estaba equivocado? ¿Y ahora quién regresa a estas tierras para hacerlas parir?”. Unas tierras de donde muchos se van, porque se han vuelto inhóspitas, desoladas e improductivas debido a los constantes abandonos y a los errores cometidos por quienes nada sabían de agricultura.

Rodríguez Febles ha vuelto a la narrativa y lo hace con fuerza. Se ha acercado al mundo rural con una mirada profundamente crítica, pero al mismo tiempo su novela es un llamado urgente a que prestemos atención a esa zona esencial de la economía, gracias a cuyas esencias subsistimos. En ese sentido, es una novela no solo de valores muy satisfactorios, sino sobre todo necesaria, por la importancia de la temática que trata. Rodríguez Febles además la ha escrito con una clara voluntad de desmarcarse de los tópicos usuales con los que esa realidad ha sido reflejada en la literatura. La suya es una visión respetuosa y hecha desde dentro, y por eso prescinde de estereotipos, elementos folclóricos y pintoresquismo. No hallamos en ella el cliché del campesino ingenuo, inculto, que se expresa incorrectamente, sino a hombres y mujeres con complejidades psicológicas similares a las de cualquier ser humano.

Esto último se confirma en el considerable número de personajes que desfilan por las páginas de Las últimas vacas van a morir, que está construida como una novela coral. El hecho de que residen en un pueblo hace que sus vidas se relacionen y entrecrucen, aunque no siempre las relaciones entre ellos sean cordiales. Poseen biografías y trayectorias diferentes, y a través de esa heterogeneidad Rodríguez Febles ha querido armar una suerte de mosaico, que refleja en pequeña escala algunos de los problemas que aquejan a la sociedad cubana de hoy. Arroja no poca luz sobre ellos, pues lo hace sin rodeos y sin ningún tipo de filtros.

Una época de escasez, carencias y desalientos

Una de las nacidas en el Valle es Elisa, aunque no puede decirse que para ella sea motivo de orgullo. De hecho, tan pronto pudo se marchó y estudió periodismo. Su intención era radicarse en La Habana, pero allí tuvo que hacerse artesana y vender zapatos a los turistas. Eso la hizo perder el idealismo y adquirir un sentido más práctico. Al final, tuvo que retornar a su lugar de nacimiento y encontró empleo en el periódico de la provincia. Pero pronto se siente abrumada por la frustración. Cada línea que redacta le sale con esfuerzo, casi con dolor, pues no puede expresar lo que honestamente piensa. Siente asco por la época en la cual le ha tocado vivir, “una época de escasez, de desalientos, una época miserable”.

Emilio, por el contrario, fue uno de los que llegaron al Valle procedentes de otras provincias. Antes fue maestro, aunque su sueño era ir a estudiar a Hungría. Nunca le interesó dar clases, pero era lo que entonces se esperaba de jóvenes como él. Así que se incorporó al Destacamento Pedagógico Manuel Ascunce Domenech. Sin embargo, una vez que comenzó a enseñar, le fue tomando cariño y se enamoró de su profesión. Pero tras desaparecer la Unión Soviética, la situación económica de Cuba empeoró. La escasez y las dificultades lo llevaron a aceptar el trabajo en la vaquería. Hoy, tras varios años allí, quiere dejarla. Está cansado de ser incapaz de solucionar los problemas de la producción de leche. Como se dice a sí mismo, “¿es que uno puede concentrarse trabajando, si no sabe qué hacer con su vida, con la economía familiar? ¿Cuándo pararán las carencias? ¿Cuándo?”. Su dilema es: ¿a dónde va a ir después de tanto tiempo entre animales? Y, además, ¿es que acaso en otro sitio le va a ir mejor?

Esa misma lucha diaria contra la escasez es la que ha llevado a Norma a cumplir misiones como doctora. Gracias al dinero que gana, ha podido proporcionarle a su familia ciertas comodidades: computadora, dvd, batidora, plancha, ropa, baño nuevo, dinero en el banco, un cuarto para su hijo Diego. Este es consciente de que al irse a trabajar a otro país, a su madre no la movían sentimientos solidarios ni altruistas, sino el interés por ayudar a que sus hijos tengan una vida un poco mejor. La propia Norma se pregunta: “¿Es justo que en otro país resolvamos lo que debíamos ganar dentro? ¿El afuera tiene que ser la solución para los de adentro de esta isla?”. Su sacrificio ha tenido además un coste doloroso, pues ha impedido que estuviese al lado de su hija cuando se enfermaba, cuando tuvo el primer novio, cuando la operaron de apendicitis, cuando sentía miedo, dolores, esperanzas, desilusiones.

La trama argumental de Las últimas vacas van a morir está urdida con imaginación. La intensidad, el buen ritmo y una crudeza reveladora son otros valores que contribuyen a darle su fuerza. Animado por un espíritu de libertad narrativa, Rodríguez Febles optó por un despliegue técnico que está en las antípodas de los patrones convencionales. La historia no sigue un orden lineal y cronológico, sino que incorpora desplazamientos a diferentes planos espaciales y temporales. Asimismo, las voces narrativas se alternan en una misma página con total desenfado. En algunos capítulos, el autor adopta estructuras tomadas de otros géneros. Así, el titulado “Historias de una Patria” está armado con la transcripción de unas entrevistas, que se combinan con un monólogo de Francisco de la Cal que tiene que ver con ellas. Y en otro reproduce el texto del convenio mediante el cual el campesino entregó su firma al proyecto del Plan Genético.

Descuidos que afean el texto

A Rodríguez Febles hay que reconocerle el mérito de abordar la realidad rural a partir de una concepción renovada de los modos expresivos. El esquematismo de los caracteres y el apego a recursos estilísticos anquilosados constituyen las principales razones por las que, al ser leídas hoy, novelas como La conjura de la ciénaga y Tierra inerme se nos caen de las manos. Pero llevado por esa preocupación, el autor de Las últimas vacas van a morir cae en ocasiones en una demostración de osadías técnicas que no son necesarias. No lo es, por ejemplo, escribir capítulos completos sin identificar al personaje del cual se habla. Es algo muy distinto a la elipsis, que consiste en la supresión u omisión intencional de un elemento del discurso que se sobreentiende o puede ser reconstruido gracias al contexto.

En Las últimas vacas van a morir, su autor da prioridad a la narración de la historia. Quiero decir que pone el mayor esfuerzo en lo que cuenta, pues es la médula de la novela. Por eso, como vehículo expresivo optó por una escritura directa, funcional y sin alardes de estilo. Nada hay que objetar a ello, si no fuese porque no ha prestado atención a descuidos gramaticales, léxicos y ortográficos que afean el texto. Comienzo por los primeros. De acuerdo a la Real Academia Española, veinte y siete (p. 35) y veinte cuatro (325) deben escribirse en una sola palabra. Una regla que hasta hoy no ha sido modificada.

Otra norma establece que el vocativo debe ir siempre entre comas. Copio unos pocos ejemplos extraídos de la novela: “Tampoco es así señora” (246); “¿Estás seguro Omar?”; “¿No fue eso lo que me dijiste Omar?” (301); “¿Ves? Eres así Emilio” (305); “Te lo juro Emilio” (305); “¿Hoy? ¿Precisamente hoy Marlene?” (306); “Me la vas a pagar ladrón de mierda” (307); “Patria está llegando a los sesenta, ¿no papá?” (317); “por tu culpa Marlene” (344). En cambio, Rodríguez Febles incluye comas en sitios donde no es lógico que vayan porque separan el sujeto del verbo que sigue a continuación: “ella, también se decide” (292); ¿Está loco, Lucio?” (299); “la tierra lo atrae, hacia su interior” (307): “Aquel río, va para la presa” (310); Mi padre, es mi héroe” (377); “se maravilla que un directivo, cite a Virgilio Piñera” (351); “sus labios, revientan del vapor” (377).

Hay también uso incorrecto de algunas preposiciones: “van a ver que teníamos más puercos que (de) la cuenta” (302); “siente una inmensa pena con (por) el doctor Pérez” (311); “¿Y si se pelea de (con) Diógenes?” (358); “Compañerita, por favor, ¿puede echarse por (para) allá?” (357). Se han deslizado, asimismo, algunas faltas de concordancia: “Yo no sé quién (quiénes) son los González” (312); “lo que uno dicen (dice), lo manipulan” (336); “el animal se resiste a derrumbarse e intenta zafarse de la soga, escapar, agónica (agónico)” (353); “estas tierras, otras personas, animales y cosas también la (las) caminaron” (379).

Problemas inexplicables e injustificables

Algo similar a la coma sucede con los acentos: no van donde aparecen o, por el contrario, faltan donde deberían ir: ¿Qué puede experimentarse cuando se pierde? ¿Cuándo te quedas si nada?” (291); “Mi abuelo enseñó a mi padre, y él a nosotros. Como se siembra, como se recoge” (314); ¿Es qué lo que pasó hace cincuenta años (…) es lo que importa?” (356). Y para no extenderme más, cito varios ejemplos de palabras usadas en lugar de las que corresponden: “Infraganti (In fraganti) en la lucha” (52); ¿Cómo voy a entregar la heredad (herencia) de mis padres?” (93); ¿Es que no sabe que es (está) prohibido le dijo el aduanero” (289); “resultaba importuno (inoportuno)” (342); “Su vida ha empezado cambiar repentina (repentinamente)” (343); “Fue un extremo (extremismo) tuyo” (383). Habrá lectores que piensen que esas incorrecciones corresponden a la manera en que se expresan los campesinos, pero no es así. Rodríguez Febles ha tenido el buen criterio de no incorporar retratos costumbristas ni el lenguaje popular de las zonas rurales.

No se explica ni mucho menos tiene justificación que el libro objeto de estas líneas haya salido con esos problemas de redacción. Deberían haber sido solucionados por la editora a cargo del mismo, pero es obvio que el trabajo realizado por esa persona fue muy deficiente. Ningún libro merece llegar así a manos de los lectores. Recuerdo una consigna que se escuchaba décadas atrás en Cuba: “La calidad es el respeto al pueblo”. ¿Acaso ha dejado de tener validez?

Probablemente habrá quienes deduzcan de los señalamientos críticos anteriores que pienso que los dos reconocimientos recibidos por Las últimas vacas van a morir son objetables. Me parece pertinente aclarar que mi opinión dista de ser esa. No tengo razones para dudar de que los jurados estimaron honestamente que, entre todas las novelas presentadas en ambos premios, la de Rodríguez Febles era la mejor. Posee indudables méritos literarios, y he tratado de destacarlos. A eso suma el mérito adicional de haber incorporado a la narrativa cubana un asunto que desde hace mucho reclamaba ser abordado.

No estamos, eso sí, ante la obra de un autor que “alcanza un punto difícilmente superable como escritor”, como sostiene Francisco López Sacha en el texto de la contraportada. Debería tomar en cuenta que, expresadas con medida y objetividad, las recomendaciones entusiastas resultan más convincentes.