Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Juan Ramón Jiménez, Literatura, Literatura cubana

Un granero de lo maduro y lo verde

Durante su estancia transitoria en La Habana, el poeta español Juan Ramón Jiménez recopiló en un volumen un florilegio de la poesía que se escribía en la Isla en ese momento

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Aunque ya antes la había consultado por lo menos una vez, cuando trabajaba en una investigación, no ha sido hasta ahora que he tenido realmente la oportunidad de leer y revisar con detenimiento el libro La poesía cubana en 1936. Lo pedí a través del Interlibrary Loan (Préstamo Interbibliotecario), ese maravilloso servicio que funciona en Estados Unidos. Dado que en 2017 se cumplen ocho décadas de su publicación, pensé que era una ocasión estupenda para asomarme a sus páginas.

Salió bajo el sello de la Institución Hispanocubana de Cultura y lo imprimió P. Fernández y Cia., que se hallaba en el número 17 de la habanera calle Obispo. En la última página se indica la fecha, agosto 1937, pero no se especifica la cantidad de ejemplares que se hicieron. Abren el libro unas palabras de Fernando Ortiz, director la IHC, quien cuenta cómo se gestó aquel proyecto.

De acuerdo a Ortiz, fue iniciativa del poeta español Juan Ramón Jiménez, quien se hallaba transitoriamente en la Isla. La IHC le propuso diera unas conferencias de carácter literario y él “quiso estudiar la presente poesía cubana en todo su iris, y la Institución estimó hacer buena obra secundando su afán”. Con ese propósito, a fines de enero de 1937 se organizó un certamen al cual fueron convocados los poetas cubanos de ese momento. Se consideró como tales tanto los nacidos allí como los que lo eran por su arraigo en el país.

No fue un certamen con premios, sino una presentación donde los propios autores introducían textos, publicados o inéditos, escritos el año anterior. La responsabilidad de escoger a quienes iban a figurar en el libro fue encomendada a tres personas: Juan Ramón Jiménez, iniciador del mismo, José María Chacón y Calvo, director de Cultura de la Secretaría de Educación, y Camila Henríquez Ureña, profesora de Historia de la Literatura en la Escuela Normal de Maestros y secretaria de la IHC.

Las bases de la convocatoria fueron dadas a conocer en el número correspondiente a febrero de la revista Ultra. El 14 de ese mes se realizó una lectura pública en la cual participaron algunos de los poetas más representativos. De acuerdo a Ortiz, aquel acto “tuvo un éxito muy resonante”. Lo siguiente fue publicar el florilegio, “preparado también por la citada junta y cuidado personalmente con amorosa delicadeza por el mismo Juan Ramón, cuyo también es el sapiente prólogo que lo encabeza”. La IHC aspiraba a editar periódicamente otras antologías similares, que sirviesen a modo de anales de la poesía cubana. Pero como tan a menudo ocurre, la idea se quedó en aquel primer y único volumen.

En la introducción, Juan Ramón pone de manifiesto poseer cierto conocimiento del tema. No obstante, anota que de las tres personas que integraban el comité seleccionador, aunque la idea del proyecto fue suya, él era “el menos llamado a escribir su prólogo”. Cita las figuras señeras de José Martí y Julián del Casal y luego señala los aciertos permanentes logrados por poetas como Regino E. Boti, José Manuel Poveda, Mariano Brull, Felipe Pichardo Moya, María Villar Buceta y Rubén Martínez Villena. De esas diez páginas, extraigo estas palabras suyas:

“Me toca ser, en estos 1936-1937, el testigo amoroso de la opulenta flor poética cubana que se está logrando por lado diverso en auténtico fruto. Es evidente, y yo que lo había entrevisto de lejos, lo he visto ahora de cerca, que Cuba empieza a tocar lo universal (es decir, lo íntimo) en poesía, porque lo busca o lo siente, por los caminos ciertos y con la plenitud, desde sí misma; porque, fuera del tópico españolista, busca en su bella nacionalidad terrestre, marina y celeste su internacionalidad verdadera”.

Además del prólogo, Juan Ramón redactó una Nota (seis páginas y pico) incluida al final. Explica allí que, aunque se anunció como una antología, por falta de claridad en su propuesta, él siempre la concibió “como el granero de la cosecha mejor o buena de los poetas cubanos de 1936 (…), un libro juvenil, profuso, vivo, una floresta anual de busca, de intento, de ansia, y… de defectos. Con sus cabezas, sus cimas, siempre”. Narra algunas anécdotas que dan cuenta de las dificultades que tuvo que vencer. Una es que Emilio Ballagas, quien leyó sus poemas en el acto público anunciador de la colección, quiso desautorizar que se le incluyese, por considerar que el criterio de selección había sido “muy amplio”. Juan Ramón tuvo que hablar con él para convencerlo de que “no restara al libro belleza poética tan indudable como la suya”.

También otras personas se dirigieron a Juan Ramón mediante cartas “de firma ilegible” y misteriosas llamadas telefónicas, para quejarse de que él, tan severo en la crítica de poetas españoles e hispanoamericanos, se mostraba demasiado generoso con los de Cuba. El argumento con que él respondió fue que “una cosa es la crítica del poeta que se supone hecho, o por lo menos, famoso, y otra la estima, la ponderación de lo juvenil y lo nuevo”. Y con su particular ortografía, añade que “en los graneros se recoje el fruto óptimo y también el fruto suficiente. Y todo se reúne”.

Lo maduro y también lo verde

Explica después por qué algunos creadores están pobremente representados, en cuanto al número de poemas. En esos casos figuran Brull, Félix Pita Rodríguez y Nicolás Guillén, y la razón es que los tres se hallaban entonces fuera del país. Justifica también la ausencia de Juan Marinello, por estar “absorbido por nobles actividades políticas y sociales, y que nada contestó a la carta de E. F. en nombre de todos”. Y destaca la inclusión de algunos autores no mencionados en el anuncio del libro, “muchachos muy jóvenes (…), cargados de intuición poética indudable”. Asimismo, aprovecha para insistir en que al menos para él, “la gran verdad de esta colección es su hermosísima promesa, en lo maduro y en lo verde, su jeneral aurora de colores y valles”.

Se reproducen también las palabras leídas por Juan Ramón Jiménez y José María Chacón y Calvo en el acto público en el que algunos de los poetas dieron a conocer sus textos. Pero en lugar de detenerme en ellas, prefiero pasar a referirme a lo que constituye la columna vertebral del libro, es decir, la selección poética. Lo primero a señalar es que recoge 63 autores. El mayor (Agustín Acosta) nació en 1887: los menores (Ángel Augier, Julia Cárdenas Quintana y Lukas Lamadrid Vega), en 1919. Otro dato a resaltar es la presencia femenina: 23 nombres en total. Un dato curioso es que una de ellas, Mercedes Rey de Garriga, fue la única que no llegó a ver el volumen, pues falleció en 1936.

En la nómina aparecen autores que ya contaban con una trayectoria reconocida en el quehacer poético: Acosta, Ballagas, Brull, Eugenio Florit, Manuel Navarro Luna, José Z. Tallet, Regino Pedroso. Junto a ellos, comparten espacio otros que recién iniciaban su andadura o que hasta entonces eran totalmente inéditos. Los primeros partían así con franca ventaja en lo que se refiere a calidad literaria. El envío de Ballagas, por ejemplo, es de los más sólidos e incluye su famosa “Elegía sin nombre”. En cuanto a los más jóvenes, si bien muchos de ellos no mostraban logros significativos, sí se advertía en “lo verde” el talento aún en bruto. El mayor mérito de los tres seleccionadores fue haber sabido ver la promesa juvenil de lo bueno que había en ellos. Piénsese que en La poesía cubana en 1936 se pudo leer —posiblemente por primera vez— a Mirta Aguirre, Ángel Gaztelu, José Lezama Lima y Virgilio Piñera, aunque para ser honesto los poemas de los dos últimos no levantan ningún entusiasmo.

El registro de autores es extenso, tal vez demasiado, como se quejaron algunos en su momento (Juan Ramón Jiménez se defendió de las pedreras arguyendo que se debían a que no saben desligar la exigencia subjetiva de la comprensión objetiva cuando se trata de una concurrencia). Se incluyó a unos cuantos por el simple hecho de contar con algo escrito, no por haber demostrado una mínima continuidad en la creación poética. A resultas de esa generosidad, varios de los recopilados no persistieron. ¿Qué fue de Samuel Caldevilla, Ada Gabrielli, Leonardo García Fox, Dalia Íñiguez y Valentín Tejada, por mencionar unos pocos? Lo que el poeta español quiso mostrar como “obra en marcha” en varios casos debió quedarse trunca en el camino.

Jorge Mañach reseñó el volumen en la sección de libros de la Revista Hispánica Moderna. Allí señala que la relativa variedad de matices de la selección deja “una impresión de monotonía que la frecuencia del deleite no logra siempre aliviar”. Eso lo lleva a maliciar —el término es usado por él— que es “poesía muy calculada para el gusto de Juan Ramón”. Comenta que “las gentes de predisposición geográfica encontrarán en el libro muy poco «tropicalismo», escasos lujos de plástica y color”, algo que se debe a los tres miembros de la junta. Y destaca que, pese a los reparos, hay “mucha poesía genuina, y el gozo de encontrar en ella tanta promesa juvenil de cosas aún mejores”. Para él, “este descubrimiento de las finas voces ocultas es tal vez lo que más tenemos que agradecer del generoso interés con que el gran poeta español se ha acercado a la nueva poesía cubana”.

Como colofón a estas líneas, quiero reproducir uno de los textos recogidos en La poesía cubana en 1936. A la hora de escogerlo, opté por aquel con que aparece representada Mercedes Rey de Garriga, quien, ya lo señalé antes, murió antes de que el volumen saliese de la imprenta. De acuerdo a una breve nota firmada con las iniciales R. M. de C., pertenece a un libro de poemas para niños que publicaría póstumamente. ¿Se llegaría a editar? Los dejo, en fin, con

“El rey chiquitico”

Mi niño me dice
que quiere jugar,
que yo sea la Reina,
que él el Rey será.

Corona mi frente
con flor de naranjo
y pone su trompo,
cual cetro, en mi mano.

Me siento orgullosa
teniendo a mi niño…
¡Pobre Rey cansado,
se quedó dormido!