Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Diseño gráfico, Carteles, Cine

Un guiño sugerente al espectador

Un libro digital recopila la mayor parte del trabajo como diseñador de carteles de cine de Antonio Fernández Reboiro, uno de los creadores emblemáticos de esa manifestación en Cuba

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Siempre he pensado que un cartel es un pedazo de papel que no puede contar la historia de la película. Además, no debe servir publicitariamente para llevar a nadie al cine, solo es decoración.
A.F.R.

La edición de las obras más o menos completas de un creador significativo es siempre un hecho a saludar. No importa que previamente hayamos conocido esos trabajos por separado. Es la oportunidad de volver a acceder a ellos, reunidos ahora como un todo que permite nuevas lecturas. Por supuesto, esto que digo se aplica fundamentalmente a escritores, músicos, cineastas. No así a los artistas plásticos, pues a sus obras resulta más difícil acceder. No digamos ya a las de un diseñador de carteles, cuya producción posee, por su carácter mismo y su necesidad práctica, una visibilidad y una vida efímeras.

Eso hace que sea doble motivo de regocijo la edición en formato digital del libro Reboiro. Carteles. Cine. Posters (Editorial El Gran Caíd SL, Madrid, 2014, 272 páginas). Se recoge en el mismo la mayor parte de la labor como diseñador de carteles de cine de Antonio Fernández Reboiro (Nuevitas, 1935). Y dado que igual hay por ahí algún cristiano que no sepa a quién me refiero, apunto que se trata de uno de los creadores más importantes que ha tenido esa manifestación en Cuba. Un artista que ha merecido, entre otros reconocimientos, el que museos tan prestigiosos como el Centro Pompidou y el MOMA le hayan dedicado muestras monográficas, además de que afiches suyos forman parte de sus colecciones permanentes.

El hermoso libro cuenta con edición de Antonio García Rayo y diseño de Alberto Jiménez García. Para acompañar la reproducción de sus afiches, Fernández Reboiro redactó un texto titulado “Mi pasión: el diseño”. Creo que es la primera vez que él se refiere extensamente a su trabajo. Eso hace que esas páginas resulten muy valiosas, por toda la información que proporcionan. En ellas narra sus inicios como diseñador de carteles cinematográficos, y sobre ello apunta:

“En 1963, supe por unos amigos que el ICAIC quería formar un nuevo equipo para diseñar carteles de cine. No conocía a nadie allí. Así que me presenté y de ahí empezó mi colaboración. Es el momento en que comienza el fenómeno cultural del cartel de cine cubano, al tiempo que el gobierno controlará y dirigirá la propaganda de todas las películas que se proyectarán en Cuba. Realizábamos nuestro trabajo como freelance. Había muchos diseñadores en Cuba, pero no todos querían colaborar con el nuevo régimen, así que tomaron la decisión de marcharse. Quedamos [Eduardo] Muñoz Bachs y yo. Luego se incorporaron Ñico, Dimas y Julio Eloy. Como invitados llegaron Alfredo Rostgaard, Raúl Oliva, Umberto Peña, Yanes, Navarro y otros. Años más tarde se unirán Luis Vega, Damián y Oliverio. Por último, algunos pintores como Antonio Saura, René Portocarrero, Servando Cabrera Moreno, Raúl Martínez y Mariano Rodríguez hicieron algún cartel por encargo del director de la película o de la dirección del ICAIC”. Fernández Reboiro cuenta que en 1967 los diseñadores dejaron de trabajar como freelance y pasaron a formar parte de la plantilla del ICAIC.

Acerca de cómo trabajaban, señala que “todos los carteles los aprobaba Saúl Yelín, que dejaba una total libertad de creación, hasta el punto de que muchos desafiaban la orientación del realismo socialista. Los carteles y las vallas se preparaban una semana antes del estreno, hasta que en 1965 llegó la orden de Fidel de que no podía haber propaganda de ninguna índole en la calle, salvo la del gobierno. Así acabó la inmediatez del cartel y se convirtió en un hecho plástico singular que rompió los esquemas. Al menos su primera regla: la de que un cartel es publicidad y debe anunciar un evento”.

Sobre cómo era la mecánica que seguían para concebir los carteles, escribe que “cada diseñador hacía tres o cuatro carteles al mes. Yo, después de ver la película, me planteaba cómo habría de hacerlos. Siempre me alejé de la anécdota. Buscaba una solución más imaginativa y en contra de los cánones que seguían algunos de mis compañeros. Me gustaba, si eso era posible, que fueran un «acertijo». Era muy poco ortodoxo, lo reconozco. Por ejemplo, para una película japonesa de samuráis usaba un estilo sicodélico, y para la de otro país con otro argumento una idea diferente. Cada cartel me daba la oportunidad de utilizar una fórmula nueva, y todos eran una forma de «ir en contra» de lo establecido”.

Respecto al método a partir del cual creaba los carteles, Fernández Reboiro agrega: “Me han preguntado muchas veces cómo diseñaba los carteles, es decir, en qué ideas o elementos me basaba. Casi todas las tardes veíamos en una sala pequeña privada, y después de pasar por la censura de algún dirigente del partido, la película que nos habían asignado de antemano a uno de los cartelistas. Luego, más o menos en una semana, presentábamos los bocetos en formato pequeño y en colores. Se mandaban para su aprobación, y unos auxiliares los ampliaban a su tamaño en un color y pegaban las tipografías”.

Asimismo dedica espacio a comentar las condiciones con las que laboraban: “Después de 1960, hubo una casi total escasez de materiales: las cuchillas con las que se cortaba el papel sobre la seda se las inventaban con cualquier objeto que pudiera cortar; y lo mismo ocurría con los colores, que eran resultado de unas mezclas extrañas. El papel era de pésima calidad, hecho con los restos de la caña de azúcar. Recuerdo la primera edición de Harakiri (...) El rojo estaba hecho a base de tintura de mercurio-cromo, de la que se usaba como antiséptico en las heridas”. Tiene palabras de elogio para los obreros de los talleres donde se imprimían los afiches, quienes eran, según él, muy responsables en su trabajo: “Aquellos hombres fueron los verdaderos creadores del cartel. Mientras, las grandes y modernas imprentas que había en Cuba se consagraron a la propaganda revolucionaria. Por eso no se pudieron fabricar carteles impresos en directo u offset”.

Fernández Reboiro se refiere a un aspecto sobre el cual varios críticos y especialistas llamaron la atención. Lo hizo, por ejemplo, la escritora norteamericana Susan Sontag, en un conocido ensayo sobre los carteles cubanos, que sirvió de prólogo al libro The Art of Revolution (1970). En ese texto, Sontag comenta que muchos de esos carteles no satisfacían realmente una necesidad práctica, sino que eran “objetos de lujo, algo realizado en última instancia por amor al arte”. Fernández Reboiro, por su parte, señala que los afiches no se hacían para que coincidiesen con el estreno de los filmes (solo se preparaban con antelación, precisa, cuando se trataba de películas cubanas). Apunta que muchos de aquellos afiches “se usaban para hacer exposiciones en el extranjero, dándole así a la revolución una imagen de libertad. Gustaban tanto que servían, además, para decorar los vestíbulos de los cines y colocarlos en unos displays llamados «paragüitas» que se exhibían en distintos puntos de la ciudad. La tirada no era muy grande. Se imprimían 500 ejemplares y 1,000 de las películas de largometraje cubanas. Tras eso quedaban muy pocos”.

Rechazo al discurso narrativo y la figuración publicitaria

Paso ahora a referirme al libro propiamente, que consiste en una muestra bastante amplia de la labor como diseñador gráfico de Fernández Reboiro. Entre las páginas 22 y 239 se reproducen afiches que corresponden a su actividad en el ICAIC durante casi dos décadas (1963-1982). Buena parte fueron creados para acompañar el estreno de filmes nacionales y extranjeros, aunque también aparecen otros dedicados a muestras, retrospectivas, ciclos y aniversarios del ICAIC y la Cinemateca de Cuba. El hecho de que superen el centenar pone de manifiesto que Fernández Reboiro fue un creador muy prolífico, aunque aclaro que el libro no recoge toda su producción. Por ejemplo, personalmente advierto la ausencia de los carteles de El helecho de oro, Los vivos y los muertos, La Verbena de la Paloma, Ociel del Toa, El sol no se puede tapar con un dedo. Y seguramente hay otros más.

Sin embargo, ese ritmo de trabajo tan febril no fue en detrimento de la calidad estética de los carteles. Así lo prueba el conjunto reunido en el libro objeto de estas líneas, que arroja un balance cualitativo realmente impresionante. La experimentación, la libertad formal, la brillante imaginación y una extensa gama de conceptos y medios, son rasgos distintivos de esa obra gráfica. Para su diseñador, como ha comentado Claudio Sotolongo, el cartel es “un soporte de infinitas posibilidades combinatorias. Su marca personal radica en la asociación, aparentemente casual, de elementos diversos por su procedencia y por su estilo de representación”.

Fernández Reboiro comparte con otros diseñadores cubanos el rechazo al discurso narrativo, a las imágenes descriptivas y a la mera figuración publicitaria. Esos afiches abolieron radicalmente las fronteras entre pintura y gráfica y se asumieron como una expresión artística consciente de sí misma. Entre aquellos diseñadores de carteles de cine (Eduardo Muñoz Bachs, Alfredo Rostgaard, René Azcuy, Ñiko, para nombrar los más importantes), Fernández Reboiro se singularizó por asumir e incorporar creativamente valores y elementos de la tradición plástica internacional, con especial énfasis en la contemporánea. Curiosamente, cuando llegó al ICAIC no poseía ningún antecedente en el diseño gráfico ni la pintura. Su experiencia se reducía a los estudios de arquitectura cursados por él en la Universidad de La Habana.

En el texto que redactó para la introducción del libro, Antonio García Rayo comenta: “Pocos artistas de Cuba (…) han sabido plasmar la luz y el color de la manera que Antonio Fernández Reboiro lo ha hecho en cientos de carteles cinematográficos y de otras temáticas. En todos ellos florece el sentimiento del color como concepto. Y el color le da la libertad, le libera en composiciones espontáneas de un marcado estilo abstracto y pop art”. El empleo del color es precisamente una de las características más acusadas de sus afiches. Es una de las razones por las que son tan atractivos e impactantes. El propio diseñador lo reconoce, al expresar: “Siempre he amado el color. A los técnicos del taller de serigrafía les encantaba trabajar en mis carteles, me lo comentaban”.

Sus carteles denotan una clara predilección por los colores fuertes: rojo, anaranjado, azul, amarillo, verde. Eso, como expresa García Rayo, los convierte en “un abanico de brillos y matices que se estira como un arcoíris”. A diferencia de sus otros colegas, Fernández Reboiro no es dado a dejar parte del espacio en blanco. Paradójicamente, en las ocasiones en que lo hizo logró algunos afiches excelentes. El ejemplo que vendrá a la mente de muchos es el de Harakiri, un verdadero clásico, aunque se pueden mencionar igualmente los de Tránsito, El monstruo en primera plana, El proceso, Samurái rebelde.

Pero como se hace evidente en los afiches recopilados en el libro, lo suyo es más la pluralidad cromática, el abigarramiento formal, los poderosos efectos ópticos. Excepcionalmente, esa profusión de ingredientes visuales llega a desplazar la relación película-cartel. Eso lo ilustran afiches como los de Una historia de amor y Las señoritas de Rochefort. Pero se trata, ya digo, de excepciones.

Los carteles de Fernández Reboiro seducen no solo por su colorido, sino porque además en ellos hay una esmerada labor de elaboración. Resultado de ello son cualidades como la fusión y la audaz armonía de colores. Lo es también el eficaz uso de las ilustraciones y viñetas. En ese sentido, conviene resaltar su renuncia a soluciones facilistas como el empleo de fotogramas. En los poquísimos carteles en que lo hizo (Rancheador, Último encuentro, El otro Francisco), el tratamiento dista de ser convencional. Otros aciertos de esos carteles son la combinación de los distintos elementos, la correspondencia entre textos e imagen y el uso del espacio. Asimismo hay que destacar el modo como trabaja y ubica la tipografía de los créditos. Sobre este último aspecto, apunto que, a diferencia de Muñoz Bachs, usualmente no los hacía a mano. Las pocas veces en que rompió esa regla (Julieta de los Espíritus, Mata Hari, El compañero Arseni, La familia Ulianov), respondieron a un criterio estético.

Acogiéndose a la libertad de creación que Saúl Yelín daba a los diseñadores del ICAIC, Fernández Reboiro plasmó en los afiches su visión personal de los filmes. Para ello, se nutrió e incorporó hallazgos y soluciones de diferentes corrientes plásticas: el op art (Tengo veinte años, Misión secreta), la psicodelia (Moby Dick, El samurái, El niño del ingenio, La espada en el bastón del esgrimista ciego), el pop art (La ley del sobreviviente, Juego de masacre), el art deco (Baile de ilusiones, El extraño caso de Rachel K), el art nouveau (Acacias rojas).

Su lenguaje expresivo se enriqueció así con soluciones y hallazgos de esos estilos y le dio la posibilidad de utilizar elementos simbólicos, figurativos, abstractos, surrealistas. Eso además le permitió desarrollar una mayor elaboración conceptual. Sus afiches buscan estimular la reflexión del espectador y obligan a este a colaborar en la lectura. Carteles representativos del alto nivel de sugerencia logrado por Fernández Reboiro son los de Pieza inconclusa para piano mecánico, Los sobrevivientes, La tierra prometida, Vida de familia, El discreto encanto de la burguesía.

Para apoyar lo que digo, quiero reproducir lo que la norteamericana Carole Goodman escribió en la introducción del libro Soy Cuba. El cartel de cine en Cuba después de la revolución (2011), acerca del afiche de Julieta de los Espíritus: “Es una interpretación muy bella del tema de la película, en la que aparece la ilustración en color de la cabeza de la mujer enmarcada entre pétalos de fuerte colorido en rojo, rosa y amarillo. La ilustración inmediatamente alude a la cualidad surrealista de la película. La flor como marco es una metáfora de la timidez y feminidad del personaje central. Los pétalos en rojo chillón sugieren un lado más salvaje de su sexualidad con el cual ella fantasea. Las plumas simbolizan su admiración su vecina, que socializa en medio de la naturaleza (en su casita del árbol) y que suele llevar boas de plumas. Las letras que aparecen sobre su cara le dan un carácter anónimo”.

En su tierra, no fue profeta

En ese mismo libro, Claudio Sotolongo dedica unas líneas al cartel de Harakiri, el primero diseñado por un cubano que fue reconocido con un premio internacional. A continuación, reproduzco sus palabras: “Su afiche emblemático, Harakiri, resulta de una economía asombrosa. La representación gráfica del acto en sí, el seppuku japonés, es extremadamente sintética: el título y los créditos del filme quedan en un círculo rojo en la zona superior del cartel, en una alusión clara a la bandera japonesa”. El diciembre del año pasado, la galería del Pabellón Cuba, de La Habana, acogió la exposición Volver a ver, que recogía una selección de carteles de Fernández Reboiro. Su curadora fue la especialista Sara Vega Miche, quien en una entrevista declaró que, en su opinión, Harakiri es el mejor cartel que se ha hecho en el ICAIC.

En 1982, Fernández Reboiro asistió como invitado al Festival Cinematográfico de Cannes. Una de las secciones paralelas de ese prestigioso evento, la Quincena de realizadores, había organizado una exposición de sus afiches. Fue uno de los varios reconocimientos internacionales a su trabajo como diseñador. En cambio, en su tierra, como él cuenta, no fue profeta: “Había una exposición anual de diseño gráfico auspiciada por el Comité de Orientación Revolucionaria del Comité Central del Partido Comunista. Aunque todos los años el ICAIC mandaba mis carteles, nunca me dieron un premio, ni una mención. Me ignoraban constantemente. Recuerdo una vez, en la Escuela de Filosofía y Arte de la Universidad de La Habana, que poco faltó para que me pegaran, y eso porque el pintor cubano René Portocarrero decía que yo era «el color de Cuba»”.

En aquel viaje a Europa, Fernández Reboiro tomó la decisión de radicarse en España, donde continuó su actividad como diseñador gráfico. Aunque pudo realizar algunos trabajos de cine (en el libro se incluyen sus afiches para el largometraje español La Corte de Faraón y el documental Nadie escuchaba), su labor estuvo centrada en las artes escénicas. Se vinculó a Moisés Pérez Coterillo, quien entonces dirigía la revista teatral Pipirijaina. A esos años corresponden también los carteles que creó para montajes de los teatros María Guerrero, Español y la Zarzuela. La colaboración con PérezPCoterillo se extendió hasta los años 90, cuando este pasó a estar al frente del Centro de Documentación Teatral del Ministerio de Cultura. La labor de Fernández Reboiro en esa atapa se materializó en el diseño y la maquetación de la revista El público, así como de numerosos libros.

Las últimas treinta páginas del libro que aquí reseño recoge un conjunto de carteles hechos por encargo de AGR, entre 2005 y 2007. El primer grupo corresponde a la serie Federico Fellini Tribute y lo integran carteles de los filmes Ginger e Fred, Lo Sceicco Bianco, La Strada, Le Notti de Cabiria, , Giulietta degli Spiritu, Fellini Satyricon, Amarcor e Il Casanova. El segundo, Forever Marilyn, reúne carteles de trece títulos de la famosa actriz norteamericana. Finalmente, se reproducen seis carteles que iban a acompañar la exposición Así es Madrid en el cine.

Esta muestra de su producción más reciente nos descubre al Fernández Reboiro que ya conocíamos, pero rejuvenecido y ensayando nuevos caminos. En las series sobre Fellini y Marilyn Monroe, sorprende con el uso de imágenes y fotogramas de las películas como elemento principal, algo inédito en su obra. Por otro lado, trabaja ahora con nuevas tecnologías, muy lejanas de la rudimentaria del silk screen. Eso le da unas amplias posibilidades en el tratamiento de los colores, que él explota admirablemente. Otro aspecto nuevo a destacar es el diseño a partir únicamente de elementos tipográficos, premisa a partir de la cual concibió los afiches para Así es Madrid en el cine.

Hay que felicitar y agradecer a los editores de Reboiro. Carteles. Cine. Posters por la impecable calidad que tiene todo el libro y, en especial, las reproducciones. Eso permite valorar y disfrutar plenamente la obra gráfica de un creador cuyos hermosos afiches de cine se han convertido en piezas de coleccionista. En ese sentido, Reboiro. Carteles. Cine. Posters es doblemente un tesoro.