Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Una disección de la avaricia

A partir de una novela de su compatriota Wladyslaw Reymont, el cineasta polaco Andrzej Wadja realizó un abigarrado fresco social que condensa vigorosamente algunas claves de la historia de su país

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El modo mejor y más eficaz de juzgar una obra de arte consiste en medir su capacidad de perdurar. En otras palabras, el mejor juez para medir sus valores es el tiempo. Aplicando esa infalible regla, se puede afirmar que La tierra prometida ha pasado la prueba con una calificación de notable: cuarenta años después de su estreno sigue siendo una excelente película.

En la muy extensa filmografía de Andrzej Wadja (1926), La tierra prometida (en otros países, se tituló La tierra de la gran promesa) es una película inusual. Lo es, en primera lugar, por su duración: 178 minutos. Lo fue también para la cinematografía polaca: por primera vez se hizo un rodaje con dos equipos. El segundo fue dirigido por Andrzej Kotkowski, quien por cierto fue responsable de la larga y magnífica secuencia de la llegada a Lodź de Anka. En esa película, Wadja contó además con tres directores de fotografía, uno de los cuales era Witold Sobocinski, quien antes había colaborado con él en Todo para vender y La boda.

En otro sentido, en cambio, La tierra prometida es un título muy coherente dentro de la obra cinematográfica de Wadja. Desde el inicio de su sobresaliente trayectoria, el director polaco ha demostrado un especial interés por llevar a la pantalla hechos y figuras relevantes de la historia de su país. De ello dan fe, entre otros filmes, Canal, Cenizas y diamantes, El hombre de mármol, El hombre de hierro, Korczac, Katyn, Walesa, el hombre de la esperanza. Por otro lado, son varios los proyectos realizados por él en los que partió de obras narrativas. Ahí están sus versiones de textos de Jerzy Andrezejwski (Cenizas y diamantes, Las puertas del paraíso, Las señoritas de Wilko, El bosque de los abedules), Stefan Zeromski (Cenizas), Bohdan Czesko (Generación), Nikolai Leskov (Lady Macbeth de Siberia), Joseph Conrad (La línea de las sombras), Tadeusz Borowski (Paisaje después de la batalla). De ahí que a nadie debió extrañar que decidiese rodar una película basada en una de las novelas de su compatriota Wladislaw Reymont (1867-1925), quien en 1924 fue galardonado con el Premio Nobel de literatura.

Un periódico conservador de Varsovia comisionó a Reymont para que escribiera una novela sobre Lodź, ciudad cerca de la cual él había nacido y crecido y que entonces era parte de Rusia. Después de documentarse y recopilar material (algo que completó en Berlín, Bruselas y Londres), pasó dos años en París redactando La tierra prometida, que fue publicada en 1899. Reymont ha sido comparado con Zola, porque en sus obras aspiró a mostrar un retrato realista del mundo material, poniendo énfasis en los detalles precisos y en la autenticidad. Eso es lo que hace en su ambiciosa novela, que se ambienta en el auge de la revolución industrial y el capitalismo salvaje, a finales del siglo XIX.

Sus protagonistas son tres amigos de diferentes orígenes étnicos: un polaco de familia católica (Karol Borobiecki), un alemán luterano (Max Baum) y un judío (Moryc Welt). Sueñan con poner en marcha una fábrica en Lodź y se unen para llevarlo a cabo. Para conseguir su ambición de enriquecerse en poco tiempo, no dudarán en traicionar los códigos morales de sus religiones y sus culturas. A otro de los personajes corresponde esta rotunda afirmación sobre el mundo empresarial de Lodź: “Sin ética se puede vivir, sin dinero no”.

A fines del siglo XVIII, Lodź era un pequeño pueblo que apenas contaba con unas pocas decenas de habitantes. A fines del siguiente siglo su población ya había ascendido a 300 mil. Esas cifras ilustran el rápido y descontrolado crecimiento que experimentó la ciudad, debido al auge de la era industrial (en esa época, se le conocía como la Manchester de Polonia). De todas partes del país llegaban miles de hombres y mujeres en busca de un empleo y una vida mejor. Pero lo que hallaron no fue la tierra prometida (así también se conocía entonces a Lodź), sino una jungla donde regían las leyes de la cruel lucha por sobrevivir. Como Reymont muestra en su novela, era un mundo en el que todo y todos estaban esclavizados al mercado, y en el que existía una extrema polarización: ricos capitalistas y trabajadores empobrecidos, miserias y fortunas, antros de pobreza y mansiones señoriales, fábricas y tabernas.

Descarnado retrato de ese capitalismo feroz

Como el propio cineasta ha confesado, no conocía la novela de Reymont. Se la descubrió su antiguo asistente, Andrzej Zulawski, quien acababa de debutar como director. Una vez que la leyó, la propuso a Filmpolski como su siguiente proyecto. Curiosamente, Wadja había estudiado en la Escuela de Cine de Lodź, una ciudad que no le gustaba. De hecho, comentó que siempre que podía se escapaba a Varsovia o Cracovia. De manera que el hecho de que llevase al cine la novela de Reymont fue una especie de venganza de la ciudad.

En 1974 él y su equipo viajaron a Lodź, y allí se encontraron con que muchas de las fábricas aún funcionaban con las máquinas originales. Algunas incluso conservaban etiquetas donde se leían datos como “Manchester 1884”. Además varias de las ricas mansiones de los industriales estaban bien conservadas. “Quedamos involucrados en una maravillosa aventura, en una ciudad que cada día nos revelaba nuevos fragmentos de su pasado único”, comentó Wadja. Así, lo que en otro país hubiera significado una producción costosísima, se pudo rodar con costos muy factibles y en solo 77 días. Al mismo tiempo, eso le dio al filme una autenticidad visual que de otro modo, difícilmente se hubiera conseguido.

A propósito de lo anterior, en su libro Double Vision. My Life in Film, Wadja cuenta la siguiente anécdota: “Cuando estaba rodando La tierra prometida, los telares de las fábricas estaban haciendo miles de yardas de telas, y el ruido era atronador. Debido a eso, los actores se vieron obligados a decir sus diálogos mucho más alto de lo usual. El problema vino cuando más tarde tratamos de recrear ese mismo sentimiento en los estudios de sonido, y no logramos hacerlo: solo con el ruido auténtico de las máquinas los actores habían sido capaces de alcanzar naturalmente esos efectos”.

Wadja es escrupulosamente fiel a la novela de Reymont y traza un descarnado retrato de ese capitalismo feroz y sin ningún tipo de ética, que hace emerger la naturaleza animal de los seres humanos. Pone de relieve sus pliegues más salvajes, como esa avidez del dinero que lo domina todo, y muestra que el enriquecimiento rápido se logra a costa de la explotación y la miseria de los obreros. Hay varias escenas que ilustran las inhumanas y poco seguras condiciones de trabajo. La más impresionante es aquella en la que una máquina le destroza el brazo a un obrero. Karol, quien entonces era ingeniero en la fábrica Buchholtz, no muestra un ápice de compasión. Solo le preocupa la cantidad de tela que ha quedado inservible por las manchas de sangre. Pide que saquen al lesionado y ordena a los demás obreros que vuelvan a trabajar para recuperar la producción. Que un trabajador sufriese un accidente o muriera no era un problema, pues además de barata, la mano de obra era fácil de reemplazar. Los obreros no eran seres humanos, sino piezas del engranaje de las fábricas.

Cineasta poderoso e imaginativo, que sabe ser analítico y al mismo tiempo contar historias atractivas, Wadja ofrece además una imagen de esa burguesía ostentosa, deshumanizada e ignorante. Hay una maravillosa y a ratos esperpéntica secuencia que se desarrolla en el interior de un teatro, y en la cual los adinerados asistentes aparecen mostrados tal cual son. Insultan a los artistas (para eso pagaron la entrada, dice uno de los energúmenos), bostezan, hablan en voz alta y solo son capaces de animarse cuando reciben la noticia del cambio de precio de la lana, el algodón o los telares.

Asimismo en otra escena, un industrial muestra a Karol el enorme palacio que ha mandado a construir y amueblar a todo lujo. Sin embargo, le confiesa que no vive allí, prefiere seguir viviendo en su pequeña y vieja casa. Su único objetivo es la ostentación: que los demás vean todo el dinero que tiene. En esa clase además hasta los matrimonios se conciertan como una inversión o un negocio. Asimismo como los grandes capitales se ganan o se pierden en poco tiempo, los industriales endeudados no vacilan en incendiar intencionalmente sus fábricas. Cualquier engaño es válido con tal de eludir la bancarrota y poder cobrar el seguro.

“He mostrado un pasado violento, no solo por razones de las leyes económicas, sino también por las pasiones humanas”. Este comentario del cineasta sirve para comprender por qué La tierra prometida es algo más que una buena película de denuncia. A través de la historia de los tres amigos, Wadja hace una disección de la avaricia. Para lograr levantar la fábrica, Karol, Max y Moryc deben luchar contra los tiburones de la industria local., quienes establecen alianzas y les ponen obstáculos para impedir que se conviertan en futuros competidores. Pero unos y otros comparten el no poseer escrúpulos para conseguir su propósito de enriquecerse. La erupción de euforia juvenil del trío protagónico en realidad disfraza su obsesión de hacer dinero a toda costa. El filme los presenta en su codicia, su egoísmo y su crueldad. Ninguno de ellos se gana nuestra simpatía y al final terminan convertidos en personas sin corazón.

Un drama a lo Zola

Cuando se estrenó, la película fue criticada de antisemitismo, por la imagen que da de los judíos. Estos son presentados con el usual estereotipo de usureros, cosa que por lo demás tiene su cuota de verdad. Pero esa crítica es aplicable más a la novela de Reymont. En lo que se refiere al filme, ni polacos ni alemanes están vistos bajo una luz más positiva. De hecho, el personaje más despreciable de todos es precisamente el polaco. Karol es amoral, vicioso y destructivo. Por ser el de menos dinero de los tres, para alcanzar el éxito tiene que ser particularmente despiadado, algo que él no duda en cumplir.

No es solidario ni siquiera con sus compatriotas: en una escena declina ayudar a un industrial, polaco y de linaje aristocrático como él, que acude desesperado a pedirle un préstamo. Deja además a Anka, su bondadosa y fiel prometida, para contraer matrimonio con una joven fea e inculta, pero que pertenece a una familia adinerada. Incluso Max y Moryc fueron advertidos sobre su falta de sentimientos y su ambición desmedida. Y al final, sus devaneos amorosos con la esposa de un rico industrial llevan a la ruina el proyecto de la fábrica, que acaba literalmente en ceniza. En la novela, Karol trata de redimirse y dona una suma de dinero para ayudar a la escuela para niños pobres abierta por Anka. En la película, por el contrario, es él quien decide con su voto el uso de la fuerza policial para reprimir a los obreros en huelga.

La tierra prometida es una de las cimas indiscutibles de la filmografía de Wadja, que tan rica es en excelencias. En su traslación a la pantalla, la novela de Reymont da lugar a un drama sobre el poder corruptor del dinero. Una impresionante obra de proporciones épicas y de una dickensiana atención a los detalles. Elegantemente realizada, cuidadísima desde el punto de vista formal y técnico, con unos encuadres prodigiosos, un refinado tratamiento de la imagen, un minucioso vestuario de época y una banda sonora que posee el tono perfecto para cada escena y una narración clásica pero de un poderoso ritmo, la película cuenta además con un magnífico elenco en el cual es obligado destacar el trabajo de Daniel Olbrychski.

En su comentario acerca del filme, el crítico español Ángel Fernández Santos apuntó que “quizás donde más se advierte la maestría de Wajda sea en su facilidad para mostrarse frío y distante cuando lo siente y quiere, testigo militante o satírico y burlón en ocasiones, sin que por ello el hilo del relato se desvíe o pierda. Esa vena tan rica y no ambigua, sino definida claramente no sería posible sin unas dotes de puesta en escena excepcionales”. A lo cual añadió: “Sólo un realizador de gran categoría hubiera sido capaz de acometer y dar cima con éxito al empeño de dar forma e interesar al público no en una comedia humana a lo Balzac, sino en un drama a lo Zola, donde campean, de principio a final los afanes de una clase entera. (…) Así aparece como un filme social, un fresco abigarrado donde el destino de los hombres se halla encerrado en los de su clase en torno, alumbrando a lo largo de tres horas largas los momentos culminantes de una etapa decisiva en el acontecer de nuestro tiempo”.

El filme acumuló varios reconocimientos dentro y fuera de Polonia. En el Festival de Moscú recibió el máximo galardón. En la Semana Internacional de Cine de Valladolid se alzó con la Espiga de Oro y con el Premio Manuel Olivera del Círculo de Escritores Cinematográficos al mejor guion. En el Festival de Chicago mereció el Hugo de Oro. Y en el Festival de Cine Polaco de Gdansk acaparó las preseas correspondientes a mejor director, mejor diseño de producción, mejor banda sonora y mejor actor secundario (Wojciech Pszoniak). Años después, el mensuario Film escogió La tierra prometida como la mejor película de la historia del cine polaco. Fue nominada además al Oscar en la categoría de mejor película extranjera. Pero pese a tan impresionante aval, en aquel momento el filme de Wadja no tuvo una buena difusión en varios países, entre ellos los de habla inglesa. En Nueva York, por ejemplo, se vino a estrenar en febrero de 1988, en el Cinema Village.

En su versión original, La tierra prometida duraba 178 minutos. Wadja tenía mucho más material y en 1978 realizó una versión de 4 horas para la televisión, que se proyectó en Polonia. En octubre del año 2000, se estrenó en el Teatro Wielki, el más prestigioso de Varsovia, una nueva versión del filme preparada por el director. A diferencia de lo que suelen hacer estos, Wadja no agregó material, sino que eliminó 30 minutos. Al mirar el filme con nuevos ojos, veinticinco años después de haberlo realizado, decidió que algunas escenas no eran esenciales. Modificó además el orden de algunas. El cambio más importante consistió en mover la escena inicial en la casa del padre de Karol a la segunda parte. Asimismo incorporó unas imágenes de la versión para televisión.

Esta nueva edición fue lanzada en dvd en 2003 y es la que hoy circula. A través de la misma, muchos espectadores han descubierto esta obra sobresaliente, que un cuarto de siglo después sigue impresionando por sus notables valores cinematográficos y su profundidad social y épica.


Daniel Olbryschki en una escena del filme de WadjaGalería

Daniel Olbryschki en una escena del filme de Wadja.

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La tierra prometida

La tierra prometida, adaptación de una novela del escritor Wladyslaw Reymont, compatriota del director polaco Andrzej Wajda. Es un cinta brutal y, sin embargo, tan bien realizada que se aleja de discursos panfletarios o condescendientes.

La película se ubica a finales del siglo XIX en Lodź, ciudad polaca en el corazón de Europa, convertida en el epicentro de la industria textil, el lugar al cual los migrantes y campesinos despojados llegan, huyendo de las hambrunas y en busca del naciente trabajo obrero.

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