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Viajes, Asia, Historia

Una zona de vívidos contrastes

La noruega Erika Fatland recorrió durante ocho meses Asia Central. Su recorrido por esos países se materializó en un libro de viajes que mezcla historia, relatos de hazañas y desastres y una visión actual de la realidad política, económica y social de esas repúblicas

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El género de los libros de viajes está conociendo hoy una etapa de esplendor. En este mismo diario este cronista ha reseñado las traducciones al español de los que firman los polacos Margo Rejmer (Bucarest. Polvo y sangre, Barro más dulce que la miel) y Jacek Hugo-Bader (Diarios de Kolimá, En el valle del Paraíso). Esta semana el espacio está dedicado al de la noruega Eirka Fatland (1983), escritora, periodista y antropóloga social, quien ha recorrido medio mundo y vivido en numerosos países.

Esa avezada trotamundos firma Sovietistán. Un viaje por las repúblicas del Asia Central (Tusquets Editores, Barcelona, 2019, 469 páginas, traducción de Carmen Freixenet). Con él ganó el premio de no ficción otorgado por los libreros noruegos, y ha sido traducido a doce idiomas. Es también autora de La frontera (2017), donde relata el recorrido que hizo por los catorce países que configuran la frontera de Rusia, la más extensa del mundo; Englebeyen (2011), sobre la masacre de la escuela de Beslán en 2004; y Aret uten sommer (2012), sobre el atentado terrorista en Noruega que en 2011 costó la vida a sesenta y siete personas.

En Sovietistán, Fatland narra el viaje que durante ocho meses realizó por Asia Central. Los cinco países que esta comprende poseen una historia milenaria. Integran un área que siempre fue encrucijada entre Oriente y Occidente. Esa ubicación estratégica hizo que fuera sometida por invasores de diferentes pueblos: desde los persas y los griegos, hasta los mongoles, los árabes y los turcos. Allí tuvo lugar en el siglo XIX el denominado “Gran Juego” entre los imperios ruso y británico, que luchaban por controlar la zona. Pero de igual modo, esa misma ubicación fue la causa de que muchas de las ciudades florecieran durante la época del comercio de seda entre Europa y Asia.

Esas actuales repúblicas no existieron como países independientes hasta 1991. En esos territorios no había ningún tipo de estado. Su organización estaba basada en clanes y poseían una cultura nómada que condicionaba su modo de vida y sus fuentes de riqueza. Lo que vino a darles un origen común, por encima de los muchos aspectos que diferencian a esos países, fue que, entre 1922 y 1991, estuvieron bajo el puño de hierro de la Unión Soviética.

Gracias a eso, pasaron de la Edad Media al siglo XX. Durante esos sesenta y nueve años se construyeron carreteras, hospitales, universidades, infraestructuras. Los ciudadanos tuvieron acceso a la educación y la atención médica. Pero los cambios radicales hicieron que a aquellas culturas milenarias se les impusieran valores que nada tenían que ver con ellas. Al obligarlos al sedentarismo, se cambió además la vida de unos pueblos que hasta entonces eran nómadas. Cientos de mezquitas fueron cerradas y el alfabeto árabe fue reemplazado por el cirílico. A aquellas regiones se les usó como meros proveedores de materias primas, sin que se creasen industrias que les garantizaran un futuro independiente. Como resume Fatland, “el sufrimiento fue mayúsculo y, en lo ecológico, el experimento socialista fue un fracaso”.

Fatland inicia su relato en el aeropuerto Atatürk de Estambul, pues Turkish Airlines es la única compañía que vuela a “capitales misteriosas de exótico nombre”. Nada más llegar a la puerta de embarque, varias personas se le acercaron para pedirle si les podía llevar un bulto que a ella le pareció sospechoso. Una de las azafatas debió darse cuenta de su extrañeza y lo comentó que se trataba de mujeres comerciantes. Viajan a Estambul una vez al mes para comprar mercancías, que después venden en el mercado de Asjabad para ganarse la vida.

Asjabad, la capital de Turkmenistán, era precisamente su primer destino. Lo primero que le sorprendió fue su mezcla de mármol, culto a la personalidad y vigilancia policial. A donde quiera que se mira, el paisaje es el mismo: Asjabad es oficialmente la ciudad del mundo con más fachadas de mármol por metro cuadrado. Ya antes podía presumir de tener el complejo de fuentes y surtidores más grande del planeta. Sin embargo, eso contrasta con el hecho de que más del 80 por ciento del territorio del país es desértico.

La capital acoge también la noria fija más grande del mundo, con 46,7 metros de altura. Y durante un tiempo los turcomanos también contaron con el asta de bandera más alta, hasta que otra república exsoviética lo superó. La impresión que recibe Fatland de Asjabad es que parece una ciudad futurista, en la que incluso las paradas de autobuses están equipadas con aire acondicionado. Pero en la cual en sus anchas avenidas no se ve ni un peatón.

Un pueblo, una patria, un Turkmembashí

Turkmenistán también puede jactarse, si es motivo para ello, de dos presidentes ególatras y estrafalarios. El primero fue Saparmurat Niyázov, que ha pasado a la historia como uno de los dictadores más extravagantes que han existido. Un escándalo de corrupción que costó el puesto a la mayoría de los dirigentes, lo convirtió en 1985 en secretario general del Partido Comunista turcomano. En ese cargo destacó como uno de los líderes menos reformistas de la Unión Soviética y como enemigo declarado de la perestroika. De hecho, apoyó el golpe de Estado de los contrarios a la apertura de Mijaíl Gorbachov. Dos meses después, Turkmenia se declaró independiente y Niyázov fue nombrado presidente. Cambió el nombre del Partido Comunista, que adoptó el de Partido Democrático de Turkmenia, aparte del cual no se permitió ningún otro.

Pronto llegaron los primeros cambios. Se aprobó una ley referente a la “honra y dignidad del presidente”, que le permitía destituir a quienes mantuvieran un punto de vista diferente al suyo. El aparato de propaganda oficial se puso en marcha para construir la imagen de Niyázov como padre unificador del país. En 1993 se convirtió oficialmente en Turkmembashí, el Líder de los Turcomanos. Escuelas, pueblos, calles, mezquitas y hasta una ciudad cambiaron de nombre y pasaron a llamarse como él. Se aprobó un eslogan oficial que a Fatland le recuerda descaradamente al nazismo: “Un pueblo, una patria, un Turkmembashí”.

Las estatuas de Lenin y Marx fueron retiradas y en su lugar se pusieron estaturas de oro del Líder, vestido con traje y corbata. Los pocos turistas que visitaban Turkmenistán solo podían fotografiar esas tallas producidas en serie, con la condición de que lo tomaran de cuerpo entero. Cuando el país acuñó su propia moneda, todos los billetes llevaban una foto de Turkmembashí. Los tres canales de televisión estatales exhibían un retrato de él en la esquina superior derecha de la pantalla. En 1999, se hizo nombrar presidente vitalicio y dos años después a su título agregó beyik, “el Grande”.

En 1993 decidió sustituir el alfabeto cirílico por una versión adaptada del latino. Imprimir libros con el nuevo alfabeto demoró un tiempo, por lo que durante muchos años los alumnos estudiaron sin ellos. Turkmenistán fue la única de las antiguas repúblicas soviéticas que impuso un visado obligatorio para los ciudadanos rusos y de otros estados postsoviéticos. Actualmente, el visado de entrada es de los más estrictos del mundo. Solo se permite entrar sin él a los ciudadanos de algunos países como Turquía, Mongolia, Venezuela y Cuba.

En lo político, una de las hazañas del Líder fue lograr que la ONU reconociera a Turkmenistán como país neutral. Para conmemorarlo, Turkmembashí hizo construir en el centro de Asjabad una torre de 75 metros de altura. En su libro, Fatland anota: “En lo alto de la torre, que recibió el nombre de Arco de la Neutralidad, hizo colocar una estatua dorada de doce metros de alto de sí mismo, vestido con traje y una especie de capa al estilo de Superman. Por la noche, la estatua estaba iluminada, y, de día, rotaba, de manera que la cara siempre mirase al sol”.

Cuando se cumplió la primera década del “programa de estabilidad” a largo plazo, Turkmembashí afirmó que él era un profeta descendiente de Alejandro Magno y del profeta Mahoma. Una mañana, los ciudadanos despertaron con el milagro de que el presidente había recuperado la cabellera de la juventud. En las semanas siguientes, hubo que sustituir centenares de fotos suyas con pelo gris que había por todo el país. Poco después del milagro, prohibió a los hombres llevar pelo negro y barba.

En cuanto a las mujeres, estableció que las escolares y las estudiantes debían llevar vestidos largos hasta los pies y un casquete en la cabeza. También decidió que las presentadoras de los telediarios no podían salir maquilladas. Y con el argumento de que no eran lo bastante “turcomanos”, prohibió la ópera y el circo. Unos años más tarde, a esas prohibiciones añadió el ballet, tener perro en la capital y emitir música en diferido en televisión y en los banquetes de las grandes ocasiones.

Eliminó las humanidades y las ciencias de la enseñanza

En 2001 se publicó Ruhmana o Libro del Alma, su anunciada gran obra. Para demostrar que era él quien lo había escrito, se reproducían páginas del manuscrito con tachaduras y correcciones. En ese libro, Turkmembashí hizo una reformulación de la historia. Su rastreo de las raíces turcomanas lo llevó hasta el mismísimo Noé. Lo cierto es que no existía una nación turcomana como tal, hasta que llegaron los rusos en el siglo XIX. Solo habitaban la región unas cuantas tribus que solían luchar entre sí. Incluso conceptos como cultura, nacionalidad, fronteras y lengua escrita proceden de la etapa soviética.

Pero a pesar de eso, el Ruhmana fue declarado obligatorio en las escuelas primarias y la universidad. Como nada le bastaba al Líder, en 2004 eliminó las humanidades y las ciencias de la enseñanza secundaria y los estudios universitarios, pues eran materias “oscuras y alejadas de la realidad”. En 2002 cambió los nombres de los meses y los días de la semana, pues los antiguos “eran antiturcomanos”. Enero pasó a llamarse, naturalmente, Turkmembashí. A abril lo rebautizó con el nombre de su madre. Por otro lado, endureció la represión. Todos los cibercafés fueron cerrados y se aprobó una ley que declaraba traidores a quienes cuestionaran la política del presidente.

Turkmembashí murió en 2006, tras ejercer el poder durante veintiún años. Ocupó su cargo Gurbangulí Birdimujamédov, su dentista personal, quien, como comenta Fatland, “ha continuado y refinado la dureza represiva”. En 2010, adoptó el apodo de “el Protector”, y un par de años después apareció en la capital la primera estatua de él. A diferencia de las de su predecesor, que eran de oro, la suya era de mármol blanco.

A pesar del sufijo común -stán, que procede del persa y significa lugar o país, las cinco naciones que integran Asia Central son muy diferentes. Asimismo, las fronteras que hoy los delimitan fueron trazadas artificialmente. Unos poseen ricos yacimientos petrolíferos y minerales, como Turkmenistán y Kazajistán. Otros son muy pobres, como Tayikistán y Kirguistán, que dependen de las remesas que envían los emigrantes. Algunos están gobernados por presidentes que repiten lo peor de la etapa del culto a la personalidad del período soviético. La excepción es Kirguistán, considerado el más libre y democrático de todos, y que goza de una mayor libertad económica y de prensa que sus vecinos. Incluso es el único que ha conocido dos dimisiones presidenciales.

Durante su viaje, Fatland vivió experiencias de todo tipo. En Uzbekistán, nada más llegar al hotel, donde era la única huésped, fue abordada por una periodista del canal de televisión estatal. Quería entrevistarla, y por más que ella trató de hacerle comprender que acababa de llegar y que no había tenido tiempo para hacerse una primera impresión de la capital, no pudo librarse de decirle unas pocas vaguedades.

María, la risueña chica de ojos azules, le contó que soñaba con irse de Uzbekistán, preferentemente a Alemania. Y le confesó: “No puedo marcharme antes de haber terminado mis tres años de trabajo obligatorio. Todos los que han estudiado en instituciones públicas de Uzbekistán, se comprometen a trabajar para el Estado durante tres años”. Al ser de origen ruso, se sentía extranjera en su propio país. Tras disolverse la Unión Soviética, la mitad de los rusos abandonaron Uzbekistán y se fueron a Rusia o a Kazajistán. El ruso ha dejado de ser idioma oficial y muchos uzbekos jóvenes prefieren aprender inglés. María habla uzbeko, pero con acento.

En Kirguistán, Fatland comprobó que la libertad está presente en las calles sin gran algarabía. Expresa que “no es la libertad en sí misma, sino la ausencia del miedo. La gente no baja la voz cuando critica a las autoridades. No mira a su alrededor, temerosa, antes de hacer un comentario fortuito sobre el gobierno. Aquí la gente se ríe de los políticos, se burla de ellos abiertamente”.

Conversaciones controladas por los guías

Pero mientras los otros cuatro países de Asia Central son mucho más seguros que muchos de Europa, en Biskek, la capital de Kirguistán, le advirtieron que no era aconsejable que pasease sola por la noche. La delincuencia ha aumentado y los robos y atracos son cada vez más frecuentes. Una noche, al tomar un taxi para volver al hotel, se sorprendió al encontrarse una mujer al volante. Esta debió darse cuenta de su extrañeza, y le explicó que no tenía esposo, sus padres murieron y estaba a cargo de cuatro hijos. Era profesora, pero su sueldo mensual de 150 dólares no da para alimentar cuatro bocas. Así que es mejor arriesgarse con el taxi.

Durante su recorrido, Fatland se movió con restricciones de libertad. El autoritarismo y la represión imperantes, sobre todo en Turkmenistán y Uzbekistán, han creado sociedades obligadas a idolatrar y venerar a sus presidentes. Las conversaciones solían estas controladas por los guías de las agencias de turismo locales. Eso hacía que la gente no estuviera dispuesta a charlar y se parapetaba en su miedo a hablar en voz alta. No obstante, Fatland logró burlar la vigilancia en varias ocasiones y contactó con algunas personas. Además de disfrutar de su hospitalidad, pudo conocer su forma de vida, sus inquietudes, sus sueños. Eso le permitió conocer que grandes capas de la población viven en la pobreza, a pesar de que en algunos de los países los recursos naturales son abundantes.

Algo que a la autora de Sovietistán le sorprendió es la nostalgia que muchas personas sienten por la etapa soviética. “Echan de menos —escribe— los viejos tiempos, siempre mejores, en los que el mundo era rojo, los estudiantes eran jóvenes pioneros, las tiendas rebosaban de conservas y el desempleo no aparecía en las estadísticas”. Olvidan que, junto a esos aspectos positivos, durante esas décadas se cometió un atentado contra el patrimonio natural. Su ejemplo más notorio es la desaparición del Mar de Aral, una catástrofe ecológica que arrebató a miles de habitantes su medio de subsistencia. También entonces se realizaron pruebas nucleares y biológicas que han dejado áreas muy contaminadas.

Fatland abre su libro con un breve capítulo titulado “La Puerta del Diablo”. Es el nombre que recibe un cráter provocado en 1971 por una exploración llevada a cabo por unos geólogos. Iniciaron unas perforaciones, encontraron gas e hicieron planes para explotarlo. Pero un día, “la tierra se abrió como unas fauces sonrientes: un agujero de más de setenta metros de ancho y veinte metros de profundidad. Del cráter emanaba un gas maloliente”. Se suspendieron las pruebas y antes de marcharse, los geólogos decidieron prender fuego al gas, para reducir el nauseabundo olor a metano que respiraban los habitantes. Pensaron que las llamas se apagarían por sí solas al cabo de unos días. Cuando Fatland terminó su libro, el cráter llevaba más de tres décadas ardiendo con la misma fuerza de siempre. Los lugareños, que después abandonaron el lugar, lo bautizaron como la Puerta del Diablo.

La autora de Sovietistán declaró que quiso ir a aquellas remotas repúblicas para saber qué había pasado tras la caída de la Unión Soviética. Quería registrar las huellas dejadas por “los años de gobierno soviético en esos países, en las personas que viven allí, en las ciudades y en la naturaleza”. Aquella aventura arriesgada y alucinante se materializó en un libro de viajes que mezcla historia, relatos de hazañas y desastres. Está escrito con un estilo ágil, que incorpora cierta dosis de humor. Fatland hace un retrato completo, objetivo y ameno de esos países tan desconocidos y ofrece una visión actual de su realidad política, económica y social.

En el epílogo, redactado en noviembre de 2016, pone al día la información que ofreció en los cinco capítulos de su libro. Y lo concluye con estas palabras: “Cuando doy conferencias en muchos lugares sobre Sovietistán, a menudo me preguntan qué sucederá en los países de Asia Central. Es una buena pregunta. Parafraseando a Peter Hopkirk, autor de The Great Game, diré que no soy tan inteligente ni tan estúpida para dar una respuesta a esta cuestión. Puede ocurrir casi de todo en la región”.