Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Tennessee Williams, Teatro

Verano y Williams

Hace ahora un siglo nació el creador de Un tranvía llamado deseo, quien además de haber visitado la Isla varias veces, disfrutó allí de una gran popularidad como dramaturgo

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Para mi sorpresa, no ha sido hasta ahora que me he venido a dar cuenta. A 20 minutos de donde vivo está Columbus, el pueblo donde un día como mañana 26 de marzo, pero cien años atrás, vino al mundo Tennessee Williams (1911-1983). Por supuesto, conozco Columbus, pero recién ahora, mientras consultaba algunos libros para redactar este trabajo, es que vengo a saber que es el pueblo natal del famoso dramaturgo norteamericano. Naturalmente por estos días tan señalada efeméride se está celebrando allí con conciertos, visitas a la casa donde nació, así como presentaciones de la obra Strangest Kind of Romance y del filme The Loss of a Teardrop Diamond (2008), rodado a partir de un guión inédito de Williams. También habrá actividades en New Orleans, donde éste vivió por varios años. En fin, será un centenario con el cual el nombre del escritor volverá a cobrar vigencia.

Para orgullo nuestro, los espectadores cubanos tuvieron el privilegio de ser los primeros en todo el ámbito hispanoamericano en conocer el teatro de Williams. En 1946 se había estrenado en Nueva York The Glass Menagerie, que llegó a los escenarios cubanos al año siguiente. En su libro autobiográfico Por amor al arte, Francisco Morín cuenta que Modesto Centeno había ido de vacaciones a Estados Unidos y aprovechó la estancia para ver teatro en Nueva York. Al volver, traía un ejemplar del texto de Williams, quien entonces era desconocido en Cuba, y propuso a ADAD montarla. La actriz Marisabel Sáenz se ofreció para traducir la obra, a la cual dio el título de Mundo de cristal. Integraron el elenco Minín Bujones, Sergio Doré, Marisabel Sáenz y Ángel Espasande. El decorado lo realizó Luis Márquez, y al respecto cuenta Morín: “En él utilizó, como se había hecho en la puesta de Nueva York, y por primera vez en nuestros escenarios, un gran tul pintado antepuesto al resto del decorado. Al cambiar la luz de delante del tul a la parte de atrás, se transparentaba, y ese efecto se utilizaba para crear la ilusión de que la acción que allí ocurría se hallaba en el pasado”. Según Morín, Mundo de cristal “resultó una noche inolvidable” y significó “la consagración de Modesto Centeno”.

Apenas siete meses después del montaje de Elia Kazan en Nueva York, el Patronato del Teatro estrenó Un tranvía llamado deseo, que se puso en el Teatro Auditorium, de La Habana. La producción tuvo el auspicio financiero de Ramón Antonio Crusellas, un importante mecenas a quien no se le ha hecho justicia. Eso ocurrió exactamente el viernes 9 de julio de 1948. La puesta en escena contó nuevamente con dirección de Modesto Centeno, traducción de Roberto C. Bourbakis, escenografía de Luis Márquez y musicalización de Raúl Suárez. Los papeles principales fueron interpretados por Marisabel Sáenz (Blanche), Sergio Doré (Stanley), Violeta Casal (Stella) y Eduardo Egea (Harold). Según un artículo aparecido en el diario habanero El Siglo, cuya fotocopia agradezco a la amiga y colega Rosa Ileana Boudet, la obra congregó un público desbordante. Y se apunta que “toda La Habana de los grandes acontecimientos hervía en aquel vestíbulo, con sus comentarios de expectación”.

Como dato de interés, en el artículo de El Siglo se cuenta que Marlon Brando, quien había hecho el Stanley en el montaje del Ethel Barrymore Theater, “asistió a la representación y fue cortésmente saludado por los aplausos del auditorio”. Según Morín, después de aquella visita Brando regresó varias veces a La Habana. “Y dicen que no era raro verlo de vez en cuando por la Choricera u otro cabaretucho de la playa de Marianao, y hasta yendo a ver a la Musmé, uno de los más logrados travestis que por esa época animaban las noches de la ciudad”.

Antes de continuar con este repaso a los montajes cubanos de sus obras, quiero reproducir algunos pasajes de las mordaces y sinceras Memorias escritas por Williams. En ese libro cuenta: “Antes de que Castro se hiciera con el poder en Cuba, Marion Vaccaro y yo solíamos pasar en La Habana unos fines de semana que eran el disloque. A ella la alegre vida nocturna de La Habana le gustaba tanto como a mí, y acudíamos a los mismos lugares para disfrutarla”. Aclara luego que “en Cuba no bebía, pero consumía marihuana en abundancia”. Más adelante recogeré otros apuntes suyos sobre las experiencias que vivió en la Isla.

En 1949 se empezaron a escenificar las piezas cortas de Williams. Una vez más Modesto Centeno fue el responsable de montar en ADAD Auto de fe, dentro de un programa que además incluía Catalina Parr, de Maurice Baring, y Cornudo, apaleado y contento, de Alejandro Casona. Al año siguiente, Andrés Castro dirigió con el Grupo Escénico Libre (GEL) un espectáculo con tres textos de Williams: Propiedad clausurada, El caso de las petunias pisoteadas y El más extraño de los amores. El montaje fue presentado en el Sindicato de los Yesistas.

El autor extranjero más llevado a escena

En 1952, Andrés Castro dirigió en el Teatro Martí Verano y humo, en la cual actuaron Minín Bujones, Augusto Borges y Antonia Rey. (De este drama, ambientado en una pequeña población de Mississippi, existe por cierto una muy estimable y poco conocida versión cinematográfica filmada en 1961.) Morín cuenta en su libro que quiso montar esa obra con Adela Escartín, su gran amiga, una de las que él más admiró y quiso. Según él, empezaron a ensayarla, pero debido al trabajo de Adela en la Academia Municipal de Arte Dramático se vieron obligados a abandonar el proyecto.

En esos años los espectadores también pudieron ver Los seres inútiles (1953), dirigida por Julio Martínez Aparicio en la Academia Municipal de Arte Dramático; y Una carta de amor de Lord Byron (1954), montada por un grupo de egresados de la Academia, a cuyo frente estaban Luis Iturralde y Mario Martín. De esta etapa es además una nueva puesta en escena de Un tranvía llamado deseo, aunque me ha sido imposible averiguar el año. Se puso en la Sala Talía, y al igual que la anterior se debió a Modesto Centeno. Sus actores fueron María Brenes (Blanche), Fela Jar (Stella) y Jorge Félix (Stanley), quien después fue reemplazado por Carlos Orihuela. Héctor Quintero, quien gentilmente me ha proporcionado datos para este trabajo, me comentó que según Fela Jar, “Orihuela, pese a ser el sustituto, estaba mucho mejor que Jorge. En realidad, por biotipo y cuerda de actor, a Jorge no le iba el personaje tan bien como a Orihuela”.

En el año 55, una obra de Williams dio pie a un rocambolesco hecho. Con escasos días de diferencia, los habaneros pudieron presenciar dos puestas de Cat on a Hot Tin Roof, una con el título de El gato sobre el tejado de cinc caliente y la otra con el de La gata sobre el tejado de cinc caliente (el original en inglés, por lo demás, no especifica el sexo del minino). Quien primero hizo el anuncio fue Erick Santamaría, y unos días después Chela Castro dio a conocer a la prensa el proyecto del otro montaje. Ambos habían trabajado juntos en la exitosa producción de La ramera respetuosa, de Sartre. Eso lleva a Morín a suponer que “algo grave debió ocurrir entre ellos —no son raras estas desavenencias entre los directores y sus actrices. El gato…, del Teatro Experimental de Arte (TEDA) y dirigida por Santamaría, se estrenó el jueves 24 de noviembre. Intervinieron como actores Verónica Lynn, Luis Alberto Ramírez y Ángel Toraño. Mientras que en La gata…, de la Compañía de Chela Castro, que se puso en el Teatro Martí, trabajaron Ricardo Lima, Nidia Sariol y Rodrigo de Cervera. Del primer montaje se dieron 67 funciones, del segundo apenas 2.

De 1955 es también Recuerdos de Berta. La montó el Grupo Arena, fundado por Rolando Ferrer y Julio Matas. De acuerdo a los críticos, fue un título significativo, pues en él se hizo un intento de adaptar el texto de Williams al lenguaje y la sicología cubanos. Algo que dramatúrgicamente asumió Fermín Borges. Asimismo la dirección trató de aplicar de manera creativa los principios de actuación de Stanislavski. El viernes 13 de julio del año siguiente se produjo el estreno de Mundo de cristal, dirigida por Vicente Revuelta. Se representó en el Atelier, una pequeña sala situada en Prado 260, de la cual era director y empresario Adolfo de Luis. Este además integró el elenco, junto a Eloína Maceira, Juan Cañas y Silvia Planas, quien debutaba en el teatro. Sobre Mundo de cristal, Luis Amado Blanco escribió: “Una noche de arte para todos aquellos que quieran ver la mejor obra de uno de los más destacados dramaturgos norteamericanos, puesta en escena como Dios manda y la Iglesia ordena”.

En la segunda mitad de los 50, los textos de Williams siguieron ocupando las carteleras. TEDA montó La rosa tatuada. En 1956, en el Palacio de Bellas Artes se pudieron ver las obras cortas Auto de fe y Un largo adiós. Y casi al final de la década se produjo el estreno de Algo salvaje en el lugar (1958), título con el cual fue presentada Orpheus Descending (la versión cinematográfica, protagonizada por Marlon Brando y Anna Magnani, se conoce en español como El hombre en la piel de serpiente). Esta metamorfosis del título se debe al propio autor. Inicialmente llamó a esa obra Something Wild in the Country. En 1940 pasó a ser Battle of Angels. En 1956 se estrenó como Orpheus Descending. Y por último, cuando fue llevada al cine por Sidney Lumet, adoptó el título de The Fugitive Kind (1960).

Algo salvaje en el lugar es un compendio de las imágenes preferidas, las preocupaciones temáticas y los recursos dramáticos de Williams. En la crítica que escribió entonces y que años después recogió en En primera persona, Rine Leal reconoce que se trata de una obra de difícil ejecución. Según él, no dar punto muerto a las tres horas de espectáculo y mantener la atención constante, fueron las principales virtudes del montaje de Andrés Castro. Afirma que, en cambio, las actuaciones no alcanzaron un buen nivel. “Antonia Rey ha tenido que luchar contra el más difícil personaje de su carrera y la imitación del dialecto italiano le hace tanto daño que uno termina por olvidar la sinceridad que impone a su papel, lo bien que se siente en la escena y lo mucho que logra en sentimiento, para quedarse con la caricatura y la risa”. Califica la interpretación de Alberto Badías de “artificial, más encaminada a la falsedad radial que a la verdad escénica”. Y comenta que del elenco “solo se salva Miriam Gómez, quien ayudada por el físico y por el texto, consigue una impresionante actuación, sobre todo si se piensa que es la primera vez que se para en serio en un teatro”.

Un dato numérico puede dar una idea más exacta de la presencia de Williams en la cartelera de esos años: durante la llamada época de las salitas (1954-1958), se montaron 12 obras suyas. Eso lo convirtió en el autor extranjero más llevado a escena. Aventajaba así a Federico García Lorca, que acumuló 11.

“¡Ah, el de la gata…!”

Llegamos a la década de los 60, y eso me permite volver a las Memorias de Williams. Como él apunta en la cita anterior, después de 1959 continuó visitando Cuba. Cuenta que gracias a Ernest Hemingway, quien le fue presentado por el crítico teatral inglés Kenneth Tynan, pudo conocer al Innombrable. “Hemingway me dio una carta de presentación para Castro. Kenneth Tynan y yo nos dirigimos al palacio. Castro estaba celebrando en aquel momento un consejo de ministros. Sus reuniones ministeriales no eran cortas. Nos sentamos en las escaleras de la sala de juntas y esperamos. Al cabo de tres horas la puerta se abrió impetuosamente y nos hicieron pasar. Castro nos acogió muy efusivo. Al presentarme Kenneth Tynan, el generalísimo exclamó: ‘¡Ah, el de la gata…!’. Se refería a La gata sobre el tejado de cinc caliente, lo cual hizo que me sintiera sorprendido y, claro está, encantado. Nunca se me hubiera ocurrido que pudiera conocer una obra mía. Seguidamente nos presentó a todos los ministros de su gabinete. Hubo café y licores y la reunión resultó un espléndido acontecimiento, bien digno de las tres horas de espera”.

En 1961 se presentaron en La Habana dos títulos del dramaturgo norteamericano. En enero, Vicente Revuelta volvió a dirigir Mundo de cristal, esta vez con Teatro Estudio. El montaje se puso en la Sala Ñico López y sus intérpretes fueron Leonor Borrero, Silvia Planas, Caridad Vidal, Pastor Vega y Roberto Blanco. De esas dos puestas, Vicente piensa que fue mejor la de 1956, pues los actores tenían más experiencia. En cambio, casi todos los que integraban el elenco de la del 61 estaban comenzando.

Andrés Castro, por su parte, llevó a escena en la Sala Las Máscaras El dulce pájaro de la juventud. El elenco lo integraban Antonia Rey, Enrique Almirante, Carmen Bernal, Pedro Pablo Astorga y Nidia Ríos. Sobre esa obra, Matías Montes Huidobro escribió un comentario en el periódico Revolución. Buena parte del espacio lo dedica a las actuaciones. De Antonia Rey expresa que durante el primer acto mantuvo el ajuste necesario, de modo que el grotesco no asfixiara la esencia trágica. No así en el segundo, donde “la actriz parece perder el control sobre sus recursos mímicos”. Por el contrario, opina que en el tercero “acumula toda su habilidad para expresar el contenido trágico de Alexandra”. Elogia a Enrique Almirante, quien “realizó un airoso trabajo, correcto y sobrio, que supo dar las facetas íntimas de Chance Wayne”. Un año antes, por cierto, Montes Huidobro había publicado en Lunes de Revolución un inteligente ensayo sobre el teatro de Williams.

Como si quisiese demostrar que no hay dos sin tres, en febrero de 1965 Modesto Centeno volvió a dirigir Un tranvía llamado deseo, esta vez con el Conjunto Dramático Nacional. En esa oportunidad reunió un equipo del cual formaban parte, entre otros, Rubén Vigón (escenografía y luces) y Manuel Reguera Saumell (asesoría literaria). Asimismo contó con un elenco de campanilla: Adela Escartín (Blanche), Eduardo Moure (Stanley), Lilliam Llerena (Stella). Las funciones se realizaron en la Sala El Sótano. El diario New York Times publicó una crítica de aquella puesta, en la que destacó el profesionalismo del equipo artístico, que no había caído en la tentación propagandística de hacer una burla y parodiar la vida en Estados Unidos. Por el contrario, se puso al servicio de la poesía de la obra.

A propósito de ese montaje, reproduzco algo que me contó Héctor Quintero, quien hacía el papel de Steve Hubbell, el vecino de los altos que juega póquer con Stanley: “Nunca he sabido quién era más insoportable, si Adela Escartín o Lilliam Llerena. Las dos sostuvieron una batalla campal en aquellos ensayos y en aquellas funciones. Era una guerra como tú no te la imaginas, en la que un director como Modesto Centeno, que era una persona muy pasiva, muy tranquila, no podía hacer nada. Recuerdo a esa exquisita dama que se llama Magali Boix. Ella era quien en los ensayos servía de referee, de intermediaria, para limar las constantes asperezas, riñas, problemas y líos entre Lilliam Llerena y Adela Escartín”.

En 1969, Miguel Montesco dirigió con el Grupo Rita Montaner Orfeo desciende. Formaban parte del elenco Adela Escartín, Ángel Más, Daisy Fontao, Fausto Montero y Magaly Diez. Fue el último trabajo como actriz de Adela Escartín, antes de regresar a España. Antes Montesco había dirigido, en la Sala Tespis, Propiedad clausurada (1962) y después, en la Sala Idal, Recuerdos de Berta, La dama del mercurio dulce y Una carta de amor, en 1966.

Vino entonces la aciaga década de los 70, en la que se puso en marcha una política cultural basada en la intolerancia, el dogmatismo y la exclusión. De acuerdo a los lineamientos del Congreso Nacional de Educación y Cultura, en el repertorio de los grupos no podían tener cabida las obras de un autor que, además de ser norteamericano, practicaba la aberración social de la homosexualidad. Es la causa de que ningún texto suyo fuese montado hasta 1980, cuando Gerardo Fulleda León dirigió en el Grupo Rita Montaner Zoológico de cristal. Actuaban Elsa Camps, Carlos Cruz, Sara Reyna, Yara Iglesias, María Elena Ortega, Roberto Bertrand y Héctor Álvarez. Juan Piñera compuso la música y Calixto Manzanares diseñó el vestuario y la escenografía.

Norge Espinosa ha recordado “el estupor, las frases de sincero escándalo que estremecieron La Habana durante el verano de 1990 y se extendieron hasta principios del año siguiente, ganando terreno incluso en los diálogos que la cotidianidad no suele ceder al teatro”. Tales reacciones se debieron a un montaje de Carlos Díaz que se puso en la Sala Covarrubias del Teatro Nacional. Se trataba de una trilogía de obras norteamericanas que además de Zoo de cristal y Un tranvía llamado deseo, incluía Té y simpatía, de Robert Anderson. Jorge Perugorría, María Elena Diardes, Mónica Guffanti, Thais Valdés, Roberto Perdomo, Javier Fernández y Carlos Acosta integraban el elenco. Sobre aquel trabajo, Vivian Martínez Tabares comentó que “las tres puestas mezclan actores consagrados e intérpretes noveles, prueban resortes de comunicación con formas extrañas del discurso oral, superponen planos, se nutren de un universo visual festivo y sobrecargado y hacen del pastiche su motivo plástico esencial”. Esa trilogía constituye, hasta donde he podido rastrear, la última vez que Williams ha sido escenificado en Cuba.

He agotado ya el espacio y no me he referido propiamente a la obra de Tennessee Williams. Por ejemplo, no he hablado de las piezas suyas que prefería. De su opinión acerca de las versiones cinematográficas de sus piezas y relatos. Ni de su gran admiración por Antón Chéjov (en 1996 se estrenó The Notebook of Trigorin, su personal versión de La gaviota). Prefiero, sin embargo, dedicar estas últimas líneas a un hecho que posiblemente pocos saben. Si al inicio resalté que Cuba fue el primer país de habla hispana donde se estrenó un texto de Williams, voy a mencionar otro donde, por el contrario, demoró décadas para que eso ocurriese: la extinta Unión Soviética.

La primera vez que el nombre del dramaturgo norteamericano apareció mencionado fue a finales de los 40. Era el período de los furiosos ataques contra el cosmopolitismo, y el semanario Literaturnaya Gaceta aludió a “una obra con el extravagante título de Un tranvía llamado deseo, escrita por un tal Williams”. Se citaba como ejemplo de la degradación y el declive espiritual de la sociedad capitalista. Los rusos tuvieron que aguardar hasta 1961, cuando Orpheus descending, que había sido publicada un año antes en la revista Inostrannaya Literatura, fue montada por el Teatro Mossoviet. Pero no fue hasta los 70 y mediados de los 80 cuando Williams se convirtió en el dramaturgo occidental preferido por los espectadores y uno de los montados con más frecuencia. Eso sí, con las consabidas exclusiones: por lo menos hasta mediados de la perestroika Suddenly Last Summer no se había traducido ni mucho menos escenificado. La razón es que aborda la homosexualidad, un tema que hasta hoy sigue siendo tabú en el país natal de Chéjov.