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Kolimá, Diarios, Lecturas

Viaje al crematorio ártico

El reportero polaco Jacek Hugo-Bader recorrió en autostop 13 mil kilómetros de carreteras y pistas heladas de la Rusia remota. En Diarios de Kolimá narra su periplo por la mítica Autopista M56, cuyo nombre más legendario es el de Carretera de los Huesos

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El confinamiento a que nos obliga la actual situación, hace que añoremos los paseos, las salidas y los viajes. Pero existen otras formas que pueden ayudarnos a que la falta de ajetreo y de movimiento no nos agobie y desanime. Recordemos que “para viajar lejos, no hay mejor nave que un libro”. Lo dijo la poeta norteamericana Emily Dickinson, que lo sabía muy bien: pasó buen parte de su vida recluida voluntariamente en su casa. Evitaba el contacto con el público y hablaba a través de la puerta de su cuarto. Ni siquiera accedió a salir al funeral de su padre, que por esa razón tuvo que efectuarse en su misma casa. Las escasas veces que abandonaba su habitación era para ir el jardín, y no permitía que nadie la acompañara.

Y una buena lectura para estos días es precisamente un libro de viajes. Hay varios títulos que podría sugerir, pero voy a seleccionar uno que leí recientemente: Diarios de Kolimá. En autostop por la Rusia extrema (La Caja Books, Valencia, 2018, 339 páginas, traducción de Ernesto Rubio y Agata Orzeszek). Su autor es el polaco Jacek Hugo-Bader (1957), reportero de Gazeta Wyborcza, el principal diario de su país. Es uno de los cronistas más famosos de Europa y se le compara con Ryszard Kapúscinski, su compatriota y maestro de periodistas. Por su labor ha recibido, entre otros galardones, el Grand Press. Asimismo, por el libro objeto de estas líneas se le concedió el prestigioso English Pen Award.

Antes de comenzar a hablar de él, voy a reproducir estas palabras que aparecen en la contraportada: “Hay en la Rusia oriental una carretera mítica, una especie de Ruta 66 donde la Historia del comunismo más sanguinario se cruza con el carácter extremo de la temperatura siberiana y su inherente despoblación. Los mapas la denominan Autopista M56. Los locales la conocen, simplemente, como Trassa (La Ruta). Sin embargo, su nombre más legendario es el de «Carretera de los Huesos», porque bajo ese pavimento maltrecho por el que apenas circula nadie están enterrados, para darle firmeza al suelo, miles de los prisioneros del Gulag que la construyeron por orden de Stalin”.

Lo de “Carretera de los Huesos” no es una metáfora. Ese nombre responde a que bajo el pavimento yacen, a un centenar escaso de centímetros, los cadáveres de quienes la construyeron. Se dice que la M56 costó un muerto por cada metro cuadrado. Era el peor trabajo de Kolimá, el valle del río de igual nombre en el extremo nororiental de Rusia. Allí funcionó uno de los sistemas del Gulag más importantes de la etapa soviética. Incluía más de 160 campos que estaban distribuidos en toda la región. Entre 1936 y 1956, recibió más de dos millones de presos políticos y comunes, que eran obligados a laborar en unas condiciones climatológicas extremas y brutales.

Los rusos dicen que en esa zona el invierno dura los primeros doce meses del año. Está permanentemente congelada y las temperaturas superan los 50 grados bajo cero. Solo en el primer invierno de aquella etapa, uno de cada cinco prisioneros murió. En ocasiones, ha comentado Hugo-Bader, se describe a Kolimá como “la peor pesadilla del siglo XX, la ‘isla’ más terrible de aquel Archipiélago Gulag que describió Solzhenitsin, su polo más gélido, el Gólgota ruso, el crematorio blanco, el infierno ártico, un campo de concentración helado sin hornos, o incluso se le llega a comparar con una máquina de picar carne y machacar huesos a escala industrial”.

Pero como adelanta Hugo-Bader al inicio del libro, de todo esto que sucedió en el pasado no habrá casi nada en sus relatos. Si fue a visitar a los últimos supervivientes de aquella sucursal del infierno fue por avaricia, para no perdérselo, puesto que era la última oportunidad para descubrir todo aquello que les tocó vivir y experimentar. Lo que le interesaba era escuchar lo que ocurrió a continuación, indagar cómo se puede seguir viviendo con semejante bagaje. Ver cómo se subsiste en un lugar en el que nadie querría habitar, averiguar si es posible amar, reír, gritar de alegría.

Además de haber recorrido Mongolia, China y el Tíbet, antes había estado varias veces en Rusia. En el invierno de 2007 a 2008, durante 55 días recorrió 13 mil kilómetros de carreteras y pistas heladas de la Rusia remota. Lo hizo en un viejo VAZ-469, un todoterreno del período soviético que hasta hoy se sigue fabricando con el mismo diseño. Las experiencias vividas por él en aquel periplo están contadas en el libro El delirio blanco, también traducido al español.

Obsesionado por la decadencia del imperio soviético, el 18 de septiembre de 2010 inició el viaje que relata en Diarios de Kolimá. Su intención era recorrer los 2.035 kilómetros de la M56, una de las vías más inhóspitas del mundo. En primavera es particularmente peligrosa, pues comienza el deshielo. En verano, un persistente polvillo armarillo suspendido en el aire hace que los vehículos choquen como si fuera niebla. En invierno, la abundante nieve es un fastidio y cuando es poca, se forma un asfalto blando muy resbaladizo. Todo eso explica por qué junto a la carretera hay muchas semi tumbas.

Pero la M56 es el único camino que existe en ese territorio inaccesible e inmenso (equivale a una tercera parte de Europa), y se le puede transitar decenas y hasta cientos de kilómetros sin toparse con un núcleo de población. Para ir de Magadán a Yakutsk, las dos ciudades que une, solo se puede hacerlo en autostop, a bordo de los mastodónticos camiones Kamaz, Urales y KrAZ, llamados popularmente “barromóviles”. Hugo-Bader no tuvo problemas, pues en esa zona desolada “una persona en la Autopista es sagrada, sencillamente no pueden no parar”. No obstante, admite que le hubiera gustado hacer el trayecto en moto, para que tuviese algo de deporte de riesgo.

La pérfida contundencia del invierno

El trayecto le tomó 36 días y lo fue contando en artículos que aparecieron por entregas en Gazeta Wyborcza. Las páginas correspondientes al diario que llevó se alternan con relatos de las personas que fue conociendo. Esa estructura fraccionada permite leer esos textos de modo independiente. Una vez que los ha recopilados en libro, aconseja que este no hace falta leerlo de cabo a rabo. “Para acompañarme en el viaje basta con leer tan solo el diario (…) Pero lo mejor que he experimentado —es decir, la gente y el cucurucho de mocos— está descrito en el resto del libro”. Pero ninguna de sus crónicas puede excluirse o desestimarse. Hugo-Bader es un cronista magistral y convirtió todo ese material en oro.

Desde las primeras páginas del diario, está presente el frío. A pesar de que Hugo-Bader llegó a mediados de septiembre, los radiadores estaban ya funcionando. El decimocuarto día, cuando intenta teclear su crónica, comenta que tiene las manos heladas. El día 21 recoge la llegada del invierno, que como siempre en Kolimá, lo ha hecho con su pérfida contundencia y con una purgá, una tormenta de nieve. En cambio, el burán, el huracán, una “tempestad de nieve, asesino de hielo, simplemente una muerte helada”, no llegará hasta diciembre. No obstante, desde hace un buen tiempo, todo está cubierto de blanco, pero el inicio de la estación invernal se sabe por la planta pensante, allí llamada stlánik, derivado de stat, extender la nieve. Y acerca de ella, cuenta:

“La última noche antes de la llegada definitiva del invierno (nada que ver con una bagatelita tipo veinte bajo cero), este ingenioso arbusto de metro y medio o dos de altura se tumba bajo tierra. todo el arbusto se desparrama, pegándose al suelo con todas sus fuerzas. Hace todo lo posible para que lo cubra un edredón de nieve cuanto más grueso mejor, y encima se las ingenia para hacerlo en el último momento: a fin de cuentas el invierno dura aquí ocho meses. Así que se cubre con la última nieve antes de las grandes heladas. Nunca se equivoca”.

El día 25 llega a Urst-Nera, el punto más al norte de su periplo. Allí se llegó a registrar la temperatura más baja que se conoce: 71,2 grados bajo cero. Es también el único lugar en el mundo donde la variación anual de temperatura supera los cien grados: desde los 33 positivos hasta los 61 negativos. Por último, al llegar al final del recorrido los ferris que cruzan el río Aldán están parados porque los cascotes de hielo arrasan con todo, y es un río inmenso, rápido y terrorífico. Puede cruzar al día siguiente en una vieja y gastada lancha de motor, en la cual no hay chalecos salvavidas. Es una empresa ilegal y diabólicamente arriesgada, por la que paga 500 rublos (12,5 euros). Duró siete minutos, y Hugo-Bader confiesa que todo lo que antes había pasado no tuvo ni punto de comparación con esos siete minutos que le tocó experimentar aquella mañana.

Al poco tiempo de llegar a Magadán, descubre que su hotel tiene el internet más caro del mundo (7,5 euros la hora), además de ser el más lento. No es lo único: las verduras y las frutas también son carísimas, y casi todas importadas de China. En su pase por la ciudad ve que “la calle principal sigue siendo la Avenida Lenin; el presidente Medvedev, con su sonrisa hollywoodense, cubre casi todas las fachadas ciegas. A veces en compañía del primer ministro Putin. Junto al teatro municipal, hay paneles con retratos de ciudadanos ilustres de la ciudad. El primer lugar lo ocupa un chequista, uno de los jefes de la NKVD en los años treinta y cuarenta”. Asimismo, escribe que en pleno apogeo de la perestroika los habitantes de Magadán honraron a Eduard Berzin, el director del Dalstroi, con un busto de bronce colocado en un pedestal de granito. Y añade: “Es como si en Oświecin (Auschwitz) se erigiera hoy un monumento al eminente médico y antropólogo Josef Mengele o al ilustre químico que inventó el Zyklon B”.

Al quinto día de estar allí, se percata de que no se ha reído ni una sola vez, algo que nunca le ocurre. Lo atribuye a que no ha tenido ni una sola experiencia agradable. Aunque son buenas y serviciales, las personas no le han sonreído, pese a que hace sol y todavía no hiela. Le parecen distintas a las del resto de Rusia, como si para ellas no hubiese habido diciembre del 91 y desmoronamiento de la URSS. Es, apunta, “una pesadumbre soviética, hibernada en el clima asesino kolimiano (…) Personas cabreadas, maleducadas, lúgubres, tristes y que apenas gruñen cuando se les pregunta. ¡Tú intenta pedir algo!”. Eso lo lleva a concluir que tiene que marcharse de Magadán y ponerse en camino a la Autopista.

Entre los capítulos de su diario personal, intercala las crónicas de la fascinante galería de personajes que conoció durante esos 36 días. Hay buscadores de oro, camioneros, estafadores, políticos corruptos, exiliados, mafiosos, niños bandidos, oligarcas, sobrevivientes del comunismo. Son lugareños con quienes interactuó, cuando lo recogieron en sus vehículos o le dieron albergue en sus casas, y que le contaron unas increíbles historias individuales que forman parte de la historia colectiva.

Ciego de vodka, es cuando mejor se habla

Más que entrevistarlos, Hugo-Bader conversa con ellos, les dedica tiempo y atención, les da voz. Como reportero, tiene la filosofía de mezclarse con los personajes, establecer con ellos una amistad a corto plazo y hacer que pasen a ser protagonistas con pleno derecho. Sabe que, en Rusia, “ciego de vodka, es cuando mejor se habla”, y por eso participó en diecinueve grandes borracheras. No cuenta la inocente ingestión de cerveza en los bares junto a la carretera o en las tiendas de los asentamientos koljosianos. Se refiere “a curdas de vodka o de coñac en toda regla”.

Habla sobre la tradición rusa de beber, que no permite levantarse de una mesa donde queda una botella sin vaciar y tampoco no acabarse el vaso. Y para justificar el haber tenido días con más de un encuentro regado con alcohol, expresa: “¿Qué puedo decirle a alguien a quien yo mismo he buscado para mi propio interés, que me abre su alma y me pone una botella en la mesa? ¿Que no voy a beber con él porque todavía me espera otro interlocutor? ¿Que soy abstemio? ¿Un alcohólico anónimo? En tal caso no se produciría la conversación”.

Del variopinto y numeroso catálogo humano que figura en el libro, voy a mencionar unos pocos. Uno de los primeros que aparece es el abuelo Naúmov, un ermitaño que llevó más de cincuenta años viviendo a orillas de un lago, con sus doce perros. Era uno de los zeks que a partir de 1953 fueron liberados de los campos. Decía que allí había sido escribano y que se había condenado él mismo a la soledad, pues quería espiar sus culpas. En la región todos sabían que había sido soplón y denunciaba a sus compañeros de celda.

A Vladímir lo llaman el Abuelo porque tiene sesenta años. Es maquinista de buldócer, una maravilla sobre orugas que pesa noventa toneladas y cuesta un millón de dólares. El suyo es el oficio más necesitado, más importante y mejor pagado en Kolimá. El cometido del buldocero consiste en dejar al descubierto la veta de oro, oculta a una profundidad entre 17 y 21 metros bajo tierra. Vladímir recuerda que un día los buscadores descubrieron hileras de palos de madera con números grabados a fuego. Era un cementerio de zeks. Los trabajos se detuvieron y mandaron a todos a casa. Pero ahora, dice, “todo aquello está levantado, revuelto. Bateados todos los huesos. Qué tiempos de mierda. No hay nada sagrado”.

A Ediy Dora, Hugo-Bader la conoció al final de su andanza. Es yakuta y aparte de trabajar como maestra, es sanadora. No le gusta llamarse a sí misma chamana, y además no lo parece, porque se viste como todo el mundo. Los espíritus no le permiten hablar en ruso sino yakuto, y tiene muchas piedras que se las ha enviado el cielo. Según ella, “son como los libros, solo que no todo el mundo las sabe leer”. Aconseja al periodista escribir lo más sencillo posible, también sobre ella, y no mucho. Y tras leerle el pensamiento, le dice: “Lo que tengo aquí en la mano lo he recogido de ti. Estas son todas las malas experiencias del viaje que acabas de terminar, los malos recuerdos, la mala gente, la impotencia, las enfermedades, el vodka, el miedo, el cansancio… Te he purificado. Y a todas las personas que leerán tu libro y no gozarán con su lectura. Mira cuánto he recogido”.

Pero, aunque como ya dije, no es este un libro sobre los campos y sobre aquella el período de los gulags siberianos, en Kolimá ese pasado es un fantasma que se niega a marcharse. La propia Autopista M56 es como una cicatriz de la historia de aquellos años. La mitad de los habitantes de esa región son descendientes de zeks y muchos otros, que sobrevivieron al gulag, al ser liberados tras la muerte de Stalin no tenían a donde volver y optaron por quedarse a vivir allí. Asimismo, dos escritores que dejaron los mejores testimonios de los campos, Varlam Shalámov y Alexander Solzhenitsin, aparecen en numerosas ocasiones en el libro, y en buena medida ofician como guías de Hugo-Bader.

Este fue a Kolimá para constatar cómo esa sombra marca el presente. Y encontró a unas personas “enfermas de indiferencia, una indiferencia terrible y fría, que en su forma más radical se convierte en un desdén profundo, irracional y espontáneo”. Al visitar el sitio donde antes estuvo un campo inmenso, encontró que de este queda bien poco. Incluso cuando preguntó, nadie sabía decirle dónde estaba. Y se pregunta: “¿Cómo puede la población no saber dónde queda algo así? ¿Por qué no les importa en absoluto? ¿Por qué no lo preservan? (…) Deberían enseñarlo en los colegios, porque en Kolimá no hay colegio que no esté al lado de un antiguo campo. Allí estuvieron presas y murieron personas inocentes, sus abuelos, y ahora justo detrás de esa tierra quemada del campo cultivan sus pequeños huertos los pompeyanos habitantes de Miáundzha”.

Diarios de Kolimá es una crónica magistral y estremecedora, que conjuga maravillosamente la buena literatura y el buen periodismo. Es un relato vigoroso y alucinante acerca de un modo de vida en una región desolada y extrema, un mundo aparte y sin ley. Sin embargo, no deja de ser a ratos divertido, pues su autor tiene el humor sarcástico como una de sus herramientas básicas.