Actualizado: 02/05/2024 23:14
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Vladimir Maiakovski mira llover en La Habana

En 1925, cuando se dirigía a Estados Unidos, el célebre poeta ruso hizo una brevísima escala en la capital cubana. Sus impresiones de aquella visita las dejó plasmadas en su libro Mi descubrimiento de América

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Me asomo:
He ahí
los trópicos.
Mi vida entera
suspiré una y otra vez por ellos.
Y el tren
avanza de prisa
entre palmares
entre platanales.
Sus abanicantes siluetas
adoptan figuras que marean:
Ora me parecen sacerdotes,
ora pintores.
¡Ay, ni uno mismo
da crédito a sus ojos!

(…) Me asomo:
No se distingue nada.
Mi vida entera
suspiré por los trópicos.

Vladimir Maiakovski, “Trópicos”

I

“En el momento de salir comenzó a llover —pero de manera tropical— como en mi vida lo había visto.
“-¿Qué cosa es lluvia?
“-Es el aire cargado con un poquito de lluvia.
“Lluvia tropical es un chorro poderoso de agua con un poquito de aire.”

Así, con uno de los aguaceros habituales en el Caribe, La Habana dio la bienvenida a Vladimir Maiakovski (1893-1930). El poeta, dramaturgo y pintor ruso se dirigía a México y el vapor Espagne en el cual viajaba hizo una escala de 24 horas en nuestra capital, con el fin de abastecerse de carbón. Fue en el año 1925, y su breve estancia pasó totalmente inadvertida. Aunque ya para entonces era muy famoso y había publicado, entre otros poemarios, Una bofetada al gusto del público (1912), La nube en pantalones (1915), La flauta de vértebras (1915) y 150.000.000 (1920), además de las piezas teatrales Yo o Vladimir Maiakovski (1912) y Misterio bufo (1918), lo más probable es que su obra poética aún no se conociera en Cuba.

En 1930, uno de los críticos más conocidos de esa época, José Antonio Fernández de Castro, comentó: “La primera vez que oí hablar de este poeta ruso que acaba de suicidarse en Moscú, fue en México. El año 1926. Diego Rivera, el enorme y genial pintor mexicano, en su simpática casa de Mixalco, me habló de un amigo suyo, —escritor comunista ruso— que acaba de visitar su país, habiendo pasado antes por este puerto de La Habana”. A Fernández de Castro, por cierto, le corresponde el mérito de haber sido el primero en Cuba que escribió sobre Maiakovski. Lo hizo poco después de la muerte de este, cuando dio a conocer el libro Ensayos sobre un poeta suicida (Maiakovski, su vida y obra) (Ediciones de la Revista de La Habana, 1930).

Maiakovski dejó su testimonio de aquel viaje en el libro Mi descubrimiento de América (1926). El periplo duró tres meses y se extendió de julio a octubre. En una de sus primeras anotaciones proporciona un itinerario completo y detallado del mismo: “Dos palabras. Mi último viaje: Moscú, Könisberg (por aire), Berlín, París, Saint-Nazaire, Gijón, Santander, el cabo de La Coruña (España), La Habana (la isla de Cuba), Veracruz, la ciudad de México, Laredo (México), Nueva York, Chicago, Filadelfia, Detroit, Pittsburgh, Cleveland (los Estados Unidos de América del Norte). El Havre, París, Berlín, Riga, Moscú”. Y a modo de declaración señala: “18 días de océano. El océano es fruto de la imaginación”.

En esas primeras páginas describe la rígida división de los pasajeros en tres clases. La resume de manera sarcástica: “La primera clase vomita donde la gana, la segunda, sobre la tercera, y la tercera, sobre sí misma”. A las personas que viajaban en primera clase les dieron permiso para desembarcar de inmediato y además tenían derecho a subir al vapor todo lo que compraran. Las de segunda, en su mayoría mujeres, bajaban de acuerdo al capricho del capitán. En cuanto a las de tercera, tenían prohibido bajar a tierra y debieron contentarse con mirar La Habana desde la cubierta del buque. Muchos de estos pasajeros compraron piñas a los vendedores ambulantes del muelle. Llegaban a su poder mediante el auxilio de un cordelito que sostenían con las manos.

Maiakovski viajaba en primera clase, de modo que pudo bajar sin problemas. Fue justo en ese momento cuando empezó a llover: “Me abrigo de la lluvia en un enorme edificio de solo dos pisos. Un packhouse que se encuentra lleno desde el suelo hasta el techo de cajas de whisky cubiertas con carteles que me parecen misteriosos: King George, Black and White y White House. Los letreros ennegrecidos sobre las cajas de alcohol, destinado, según parece, al contrabando que se efectúa desde La Habana a los Estados Unidos —país que está muy cerca y es prohibicionista”.

Detrás de los muelles ve almacenes, tabernas, prostíbulos y frutas podridas. En cambio, al salir de esa zona descubre “una ciudad de paz sumamente rica y limpia”, así como “un lugar completamente exótico”. Mientras pasea, ve tranquilos almacenes de azúcar y tabaco, donde laboran “miles de trabajadores negros, españoles y hebreos”. Y luego apunta: “En el centro de las riquezas un club americano. Edificios de diez pisos: Ford, Henry Clay and Bock, primeros signos palpables del dominio de los Estados Unidos sobre las tres Américas: del Norte, Central y del Sur”.// A ellos pertenecen, en su mayor parte, todos los edificios que se extienden a lo largo del lindo y extenso Paseo del Prado, semejante a un larguísimo puente, lleno de cafés, de anuncios y de focos lumínicos”. Aunque no menciona qué medio de transporte usa, Maiakovski se desplaza hasta el Vedado, pues acerca de ese barrio capitalino comenta: “Frente a todos los hoteles particulares rodeados de flores, los americanos conservan a los policemen sobre pequeños taburetes cubiertos con parasoles”. Asimismo hay otro detalle que llama su atención: “En el Vedado hay flamencos del color del alba que montan guardia sobre un pie”.

Califica de bellísimo y muy poético “todo lo que se refiere al antiguo y exótico folclor de Cuba”. Elogia el Cementerio [de Colón], “con los innumerables señores López y Gómez en mármol blanco, pero con sombreados y tupidos senderos de verde y tropical follaje”. Por la noche, a la una de la madrugada, se detiene frente al edificio de una empresa de cables y telegrafía. “Las gentes, a pesar del calor, escriben de pie, completamente inmóviles, apoyados en las mesas. Cerca del techo, por una cinta interminable, se desplazan sin interrupción una serie de cajitas de hierro, dentro de las que, muy apretados, van los mensajes, las notas y los recibos. La máquina inteligente recoge cortésmente los mensajes, llevándolos al telegrafista. Este, después de valorarlos y trasmitirlos, los devuelve a la señorita que los recibe y cobra, de acuerdo a la última cotización. En completa armonía con este movimiento continuo, marchan las hélices de los ventiladores eléctricos”.

Al regresar al barco, a Maiakovski le costó trabajo encontrar el camino. Únicamente recordaba un letrero donde estaba escrito Tráfico, que él dedujo era el nombre de la calle. Solo después de un mes, escribe en su libro, supo que esa palabra que vio “en las mil calles de La Habana, indica, sencillamente, la dirección que deben seguir los automóviles”. Una vez a bordo, bajó de nuevo a comprar periódicos. En el muelle un hombre se le acercó y le dirigió la palabra. De primera intención, el escritor no comprendió lo que quería. El hombre se mostró sorprendido de que no lo entendiera:

“—Do you speak English? ¿Habla usted español? Parlez-vous français?
“Yo permanecí callado y por fin, para quitármelo de encima, ya que se le habían sumado algunos estibadores, le dije para deshacerme de él:
“—¡Yo soy ruso!
“Esta salida me resultó contraria a mis deseos. El hombre me cogió por ambas manos y gritaba en español: ¿Usted bolchevique? ¡Yo, también bolchevique!
“Me escabullí, como pude, de sus manos, para evitar las miradas peligrosas de otros que miraban la escena.”

El barco zarpó de nuestra capital al anochecer, al son de las notas del himno de México. Esto hace que Maiakovski comente: “¡Cómo embellece un himno bélico a los pueblos!”. Apunta que en la cena a los pasajeros de primera clase les sirvieron alimentos adquiridos en La Habana, desconocidos para él, pero sabrosos: “una especie de nuez con cáscara verde, llena de una pulpa muy agradable y untuosa como mantequilla (se refiere al aguacate), plátanos verdes en rebanadas y una fruta llamada mango, una parodia del plátano, con un hueso grande y peludo”. Escribe que después se dedicó a mirar “con envidia una larga línea de luces eléctricas, muy lejos, a la izquierda del buque. Eran las luces de la ciudad florida que dejábamos atrás”.

Maiakovski narra asimismo la conversación que tuvo en la cubierta de la tercera clase con una joven mecanógrafa rusa, procedente de Odessa. Sentados sobre un rollo de cuerdas, junto a unos raíles amontonados, la muchacha, entre sollozos, le contó su triste historia: “Nos redujeron las raciones, cuando el bloqueo. Yo me moría de hambre y mi hermana, de necesidad. Nuestro tío nos llamó desde los Estados Unidos. Por fin, pudimos salir y hace un año que andamos de uno a otro país, de una tierra a otra tierra. Mi hermana tiene anginas y ántrax. Llamé al médico de a bordo y este se negó a bajar a nuestro camarote, pero mandó a decir que podíamos subir al suyo. Subimos. Estaba con otra persona. Nos mandó a desnudarnos y mientras, se reían a carcajadas… En La Habana no nos dejaron desembarcar. Cuando tratamos de hacerlo, nos volvieron a subir a empellones en los senos… ¡Nos trataron como en Constantinopla y en Alejandría! Imagínese, somos emigrantes en tercera. Semejante trato no lo experimentamos en Odessa. Tenemos que esperar aún dos años para poder entrar en los Estados Unidos, por México. Feliz usted que volverá a Rusia, dentro de seis meses…”.

Odio Nueva York los domingos. Alrededor de las diez de la mañana un oficinista, sin ponerse los pantalones, se sienta delante de la ventana con un diario de un centenar de páginas. Primero lee durante una hora la sección de anuncios publicitarios, después de la publicidad, hojea la sección de robos y asesinatos.

Vladimir Maiakovski, Mi descubrimiento de América

II

Las páginas dedicadas a la visita de Maiakovski a La Habana, a las cuales pertenecen los fragmentos anteriores, las hallé en una edición de 1968 del diario El Mundo. Estaban encabezadas por una nota introductoria, en la que no se aclara de dónde proceden, ni tampoco el nombre de la persona que las tradujo. Lo más probable es que hayan sido tomadas de Mi descubrimiento de América, que aparece en las Obras Escogidas que la argentina Lila Guerrero tradujo al español en la década de los 50. Recientemente, se ha publicado como libro bajo el título de América (Gallo Nero, Madrid, 2011, traducción de Olga Korobenko).

Antes de realizar ese viaje, Maiakovski había hecho varias tentativas de obtener la visa para ir a Estados Unidos. Es un dato que se conoce a través del pintor futurista ruso David Burliuk, quien vivía exiliado en ese país. Él mismo hizo gestiones para que autorizaran la entrada a su amigo, pero entonces era difícil dado que Estados Unidos aún no había reconocido a la Unión Soviética. De acuerdo a la respuesta que Burliuk recibió, en el caso del autor de El baño a eso se sumaban además “su espontáneo espíritu y la propensión a la amplia agitación”. Al llegar a Francia, Maiakovski solicitó una vez más el visado, pero al cabo de tres semanas no había tenido respuesta.

Cuando estaba en París fue recibido amablemente por el escritor Alfonso Reyes, quien entonces ocupaba el cargo de embajador de México, primer país de América Latina que reconoció al nuevo estado soviético. En París además el escritor ruso oyó hablar elogiosamente de la pintura y el muralismo mexicanos, lo cual lo animó a viajar allí. Conviene recordar que además de poeta, Maiakovski era un notable pintor. En tierras aztecas tuvo como cicerone al pintor Diego Rivera, quien a su vez se hospedó en casa del poeta cuando estuvo en la Unión Soviética en 1927. Sobre Rivera, Maiakovski escribe en su libro: “Diego resultó un hombre enorme, con una buena barriga, de amplio rostro y siempre sonriente. Relata, mezclando palabras rusas (Diego comprende perfectamente el ruso) miles de cosas interesantes, pero antes del relato advierte: Tenga en cuenta, y mi esposa lo confirma, que la mitad de lo que digo son mentiras”. Y agrega: “Su espíritu extravagante y su hospitalidad han hecho que me enamore de México”.

Tan pronto como llegó a ese país, le desilusionaron un tanto los indios, pues eran distintos a como él los imaginaba. Desde la infancia tenía la imagen de unos indios heroicos y bravos, pero el ver en el puerto a los portadores indígenas pelearse por las valijas, hace que ante sus ojos “los pavos reales se convierten en gallinas”. Asimismo sus ideas políticas lo llevan a destacar el contraste entre “el paraíso primitivo, con trabajo libre, con antiguas tradiciones, con las festividades del maíz”, del México precolombino, y el México moderno, con “el trabajo esclavo con los plantadores (todos con revólveres) que se mecen en las hamacas” y “la galería de revolucionarios fusilados”. Asiste a una corrida de toros, de la cual deja este comentario: “Experimenté el gozo supremo cuando un toro logró clavar una de sus astas entre las rodillas del hombre… Lo único que lamentaba era que no fuera posible instalar ametralladoras entre los cuernos de los toros y enseñarles a disparar”.

Dedica páginas muy simpáticas al ejército. En una de sus impresiones escribe: “El ejército mexicano es curioso. Nadie, ni siquiera el secretario de Guerra, sabe cuántos soldados hay en México. Los soldados obedecen a los generales. Si un general que apoya al presidente tiene mil soldados, se jacta de disponer de diez mil. Y cuando recibe recursos para diez mil, vende la comida y los pertrechos de los nueve mil que no existen. Si el mismo general está en contra del presidente, exhibe las estadísticas de un millar y, en el momento oportuno, saca a diez mil a combatir”. Igualmente humorístico es este otro apunte: “Durante las guerras internas, los enseres, las esposas y los hijos forman una especie de bandas anárquicas. Si un ejército carece de cartuchos pero tiene maíz y otro carece de maíz pero tiene cartuchos, paran el combate, las familias se dedican al comercio de trueque, unos se atiborran de maíz, otros llenan sus bolsas con los cartuchos, y vuelven a empezar la batalla”.

Maiakovski pasó tres semanas en México, y acerca de aquella experiencia escribió en su libro: “Todo lo que describí es hecho por gente extraordinariamente hospitalaria y extraordinariamente grata y amable. El espíritu de la singularidad y de la cordialidad me ha ligado a México. Quiero estar otra vez en México”. Estaba ya por volver a su país, cuando sorpresivamente le autorizaron la visa para viajar a “la tierra de las libertades”. Para entrar, sin embargo, le exigieron abonar una fianza en efectivo que él no podía pagar. Al final pudo hacerlo gracias a la ayuda de la embajada soviética en México, que asumió el importe. Al llenar el formulario de entrada, el poeta escribió que iba a visitar Estados Unidos como pintor.

Poco antes de viajar, le sucedió una anécdota que también recoge en su libro: “—Moscú ¿eso está en Polonia?— me preguntaron en el consulado estadounidense en México. —No— contesté. Está en la URSS. Ninguna reacción. Me dieron el visado. Más tarde supe que si un estadounidense se dedica a afilar puntas de agujas, puede ser el mejor del mundo en su oficio sin haber oído siquiera hablar de los ojos de las mismas. Los ojos de las agujas no son su especialidad, y no tiene por qué saber nada de ellos”. Fue, en cierto modo, el preámbulo de la realidad que iba a encontrar en Estados Unidos.

Maiakovski tenía en su contra la barrera idiomática, pues aparte del ruso y el georgiano, no dominaba ninguna otra lengua. Él mismo se refirió a esa limitación, al apuntar: “Solo he visto América desde la ventanilla de mi vagón”. Debido a eso, se vio obligado a viajar a aquellas ciudades donde existían grandes colonias rusas. En ese sentido, también señala: “Al principio hacía un esfuerzo bestial para hablar inglés en un mes, y cuando mis esfuerzos empezaron a dar frutos, la gente a mi alrededor —el tendero, el lechero, el lavandero e incluso el policía— se puso a hablarme en ruso”. Asimismo sus conferencias fueron organizadas por agrupaciones obreras de Estados Unidos. No obstante, ese problema no le impidió captar aspectos paradigmáticos de aquella sociedad, algunos de los cuales conservan hoy una asombrosa vigencia.

Por ejemplo, al referirse a los norteamericanos resaltó el exagerado valor que para ellos posee el dinero: “¿Son tacaños? No. El país que gasta un millón de dólares al año tan solo en helados se merece otros epítetos. Dios es el dólar, el dólar es el Padre, el dólar es el Espíritu Santo. La actitud del estadounidense hacia el dólar tiene algo de poético. El estadounidense obtiene placer estético admirando el color verde del dólar, identificándolo con la primavera”. Y como si se estuviese refiriendo al Estados Unidos de nuestros días, comenta: “Los Estados Unidos (…) entregan créditos a quien sea. Ese dinero sale de todas partes, incluso de la cartera poco poblada de los trabajadores estadounidenses. Los bancos hacen una publicidad muy agresiva de depósitos para obreros. Poco a poco, esos depósitos crean la convicción de que hay que preocuparse por los intereses y no por el trabajo”. Asimismo advierte la gran hipocresía que se oculta detrás de la Ley Seca: “La ebriedad estadounidense, la ley seca también es el típico negocio y la típica mojigatería. Todo el mundo vende whisky. Si entras en la taberna más pequeña, ves cartelitos de ocupado en todas las mesas... ¿Adónde mira la policía? Vigila que no estafen a nadie durante el reparto de beneficios”.

Le llama mucho la atención la cantidad de autos que circulan en las ciudades (“Se ven muchos más coches que personas en las calles”). Y adelantándose a la preocupación que hoy suscitan el cambio climático y el deterioro del medio ambiente, expresa: “¿Qué tiene el automóvil de especial? Hay muchos: ha llegado el momento de pensar en qué hay que hacer para que no ensucien el aire”. La opulencia y la incesante vida de Nueva York las contrasta con el enérgico Chicago, a la cual ya había dedicado un poema en 1920, cuando aún no la había visitado. En su libro, deja un crudo relato de esa ciudad, en donde debido a la contaminación “uno de cada cuatro niños muere en este aire viciado antes de alcanzar la edad de un año”.

En Detroit queda impresionado tras su visita a la fábrica de automóviles Ford, cuya tecnología es muy avanzada. Pero no solo se fija en la precisión del proceso, sino que también se da cuenta de su costado inhumano: “A los cuatro de la tarde me quedé en la puerta de la fábrica, observando el turno que salía de trabajar: la gente subía a los tranvías y se dormía al instante, completamente agotada”. Maiakovski, no obstante, también halla en Estados Unidos aspectos que le parecen dignos de elogio. Así, adora Broadway y apunta que las estaciones de Nueva York son “una de las vistas más majestuosas del mundo”.

Ochenta y seis años después de su publicación, América es un libro poliédrico, rico en detalles y matices, que sorprende por la pasmosa modernidad de muchas de sus opiniones e ideas. Al reconstruir su trayecto vital, ético y estético por tierras americanas. Maiakovski supo combinar las impresiones paisajísticas y el ameno catálogo de curiosidades y costumbres, con las intuiciones sociológicas del testigo asombrado y sagaz.