Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Ajedrez

El color de la nostalgia

Sergio era noblote, el lado opuesto de su rival de categoría, René Ibáñez, quien hacía cualquier cosa por ganar.

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Para celebrar su boda junto a sus seres queridos, Sergio y su novia de toda la vida regresaron a La Habana después de ocho años de ausencia. Había estado en España, Estados Unidos, y su último destino fue Toronto, Canadá, donde dice sentirse bien. No parece cubano: casi pelirrojo (aquí le decimos capirro), pecoso y con una pasta de lord inglés, pero lo delata la vestimenta y el hablao. Cuando lo vi, con una bella mujer a su lado y a punto de coger un almendrón en el Parque de la Fraternidad con dirección al Cotorro, no había cambiado nada.

Lo conocí muchísimos años atrás, más de diez, posiblemente quince, cuando era un adolescente. Un muchacho con talento e interés para el ajedrez, pero que me arrebataba con su lentitud en la toma de decisiones, algo que hacía la delicia de los adversarios. Sin embargo, algo progresó, sobre todo por ese embrujo que tiene nuestro juego de absorber hasta los últimos momentos de la existencia, si te dejas arrastrar. Lo recuerdo noblote, el lado opuesto de su rival de categoría, René Ibáñez (mi alumno), quien hacía cualquier cosa por ganar. Ambos hacían una cómica pareja que provocaba chistes entre los otros profesores y jugadores.

Eran tiempos malos. A pesar de eso, persistiendo en la meta de hacerme un gran jugador, me hice trasladar de municipio, hacia el centro —en aquel tiempo la polivalente Kid Chocolate, cerca del Parque Central—, y atrás quedaron amigos y alumnos de toda la vida. Aun así, a veces me llegaba hasta donde estaban ellos, para compartir, para sentirme en un lugar seguro, sin la presión de la competencia, y olvidarme de los reveses, pero eran pocas las ocasiones en que podía hacerlo. Por eso me perdí cuando Sergio comenzó a mejorar su juego, cuando se pasaba las madrugadas con el resto de los "viciosos" jugando rapidtransit —tal vez hasta perdiendo su flema natural—.

Pasaron dos o tres años, y cierto día de mi cumpleaños —fecha que unos pocos conocían—, él se me acercó y me regaló un libro ruso de ajedrez, uno que sabía que yo apreciaba, y además dedicado. Un poco antes de yo colgar los guantes, y unos tres antes de él colgar los suyos.

Y de repente, años después, compartíamos viaje hasta el Cotorro, hablando de cosas banales. Ellos, contando un poco de "allá", yo un poco de "aquí", y al final, como despedida, nos intercambiamos teléfonos. Antes de irse, me llamó para invitarme a la boda, a la que asistí. Nos despedimos, pocas palabras, él pensó que para mucho, yo sabía que no tanto.

A finales del año pasado, ya estando en Canadá, me di a la tarea de localizarlo. Había perdido el teléfono que me había facilitado el cuñado (Ángel Luis Hernández, ajedrecista y comentarista deportivo de la radio y la televisión), por lo que lo googleé y, oh, maravilla, lo que encontré es lo que hoy comparto con ustedes: fotografías de "Nuestra Isla" que a más de uno le corta el aliento. "¡Se me hizo fotógrafo!", le grité a la pantalla. "No, que va", dijo cuando lo localicé por fin (y esto es lo más grandioso del caso). "La fotografía es un hobby; estoy estudiando Bibliotecología y trabajo de camarero". No supe qué decir. Él sí: "Esas fotos no tienen ningún valor, puedes hacer con ellas lo que quieras", me respondió modesto. Y eso estoy haciendo, porque no le creo.

Los recuerdos son algo grandioso, mientras más envejecen, más se van puliendo, como piedras de río, vamos dejando de lado lo malo, y acariciamos todo lo bueno que fuimos capaces de guardar. Y me pregunto: si tan sólo tengo siete meses fuera de Cuba y ya escribo con el pico del gorrión, ¿qué será de quien llevaba ocho años como él? Sus fotos son memorias pulidas, una canción de Carlos Varela, son imágenes grabadas en su cerebro (y en el nuestro) que sólo esperaban la justificación de un clic de obturador para materializarse, llevando el sentir de los cubanos que no han podido volver a pisar la Isla.

Aquel día en el almendrón sólo tenía en la mente el libro que me había regalado, y que tanto me conmocionó, que el día que desistí de los sueños de mi vida y vendí toda mi colección de ajedrez, me quedé con ese único libro en mi librero. No podía hacer de otra manera ante el gesto hermoso de un jovencito que nada me debía, pero esa maldita herencia que es el machismo tropical me impidió mostrarle mis sentimientos a otro hombre, que es lo que hago ahora. Lamento que ese libro esté ahora en poder de mi madre, celosa guardiana de páginas impresas, y no aquí conmigo. Pero eso se puede remediar. Tengo las fotos que él tomó, burbujas de una Cuba idealizada. Puedo cubrir las paredes de mi cueva con ellas, iluminando esta parcial oscuridad que es la lejanía, agregando colores a mi nostalgia.


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Los jugadores de ajedrezFoto

'Los jugadores de ajedrez', una obra de Sergio de los Reyes.

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