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Béisbol

Salvar la pelota

Ahora, cuando se anuncia que Cuba jugará de nuevo en la Serie del Caribe, hay más cubanos a favor y menos en contra de aceptar el reto

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El Gobierno cubano ha logrado sobrevivir al descalabro de la industria azucarera. Eso es algo que a nuestros antepasados les hubiera resultado inverosímil: sin azúcar hay país. Por supuesto, es un hay que podría sustituirse por un a pesar de… Pero lo que todavía el más crédulo de los cubanos no puede creer es que sin béisbol siga habiendo país. Es béisbol es una de esas últimas cosas terrenales que el menos cubano se dejaría arrebatar. La pelota fue lo primero que vio jugar en su barrio, y el primer deporte que oyó narrar o vio en televisión. La bola fue el profano credo de sus abuelos y sus padres, el juego en que inicia al pequeño hijo con la esperanza de que un día lleve en la camiseta su apellido.

Sin pretender una apología de nuestro pasatiempo nacional, por cierto, prohibido por los españoles durante la Colonia a causa de ser extranjero e insurrecto, es oportuno hacer algunas reflexiones más allá de las bolas y los estrikes. La pelota, aunque nació en tierras del Norte, es tan cubana como sus palmas. Es raíz de nuestra cultura de manera indisoluble pues un buen pedazo de la idiosincrasia insular, con sus frases y sus tradiciones, hace referencia al béisbol.

Ahora, cuando se anuncia que Cuba jugará de nuevo en la Serie del Caribe, hay más cubanos a favor y menos en contra de aceptar el reto. Tengo un amigo por estos lares que paga una antena parabólica solo para ver la pelota cubana. No le interesan mucho las llamadas Grandes Ligas. Él sigue aferrado a los equipos de Industriales, Matanzas o Las Villas. Y me confiesa que como él hay miles en Miami. No son castristas y aun entienden a aquellos que les gusta ver perder al equipo cubano porque creen que es una prolongación del régimen sobre la grama de un estadio. Pero se duelen con un Equipo Cuba que no gana un campeonato internacional desde 2005. El anuncio de la readmisión de Cuba en topes profesionales los ha llenado de esperanzas.

Recordemos, brevemente, que la revolución cubana como toda insurrección contra el orden establecido, pretendió una relectura de la historia pasada y la construcción de nuevos paradigmas, afines a sus objetivos milenaristas: el poder sempiterno. Enumerar el desmontaje en medio siglo de costumbres, léxico, economía, conmemoraciones, símbolos, intelectuales, artistas, científicos, deportistas e incluso de la arquitectura de Cuba resultaría una labor interminable. Dentro de ese desguace estuvo crear el Béisbol Revolucionario y condenar a la herejía la llamada —geniales para poner nombres humillantes— Pelota Esclava.

Sin embargo, la pelota, por una extraña circunstancia, ha sido relativamente inmune a ese brain washing. Se prohibió la práctica profesional y los cubanos siguieron oyendo, —bajito, bien bajito el volumen, como si un delito se tratara— la Serie Mundial. Se tildó a los desertores de enemigos y apátridas, y hoy cualquier aficionado conoce las hazañas del Duque, Livan, Puig y Chapman. En 50 años los cubanos nunca han visto un juego de Grandes Ligas en la TV nacional mientras los bancos de películas —ilegales— alquilan el Juego de las Estrellas.

Me contaban que a finales de los 90 un líder de la Iglesia Cubana hizo un viaje de trabajo a Baltimore. En sus intercambios con el entonces arzobispo norteamericano, éste le pregunto si podrían hacer algo por Cuba. Y el prelado cubano le dijo que un encuentro de beisbol de los Orioles y una selección cubana vendrían a ser como una gota de agua en el desierto de las relaciones entre los dos países. Los juegos se dieron, en Cuba y en Estados Unidos, y aun cuando la anécdota de cómo se pactaron no sea totalmente verídica, evidencia que es mucho más lo que une a nuestros dos países que lo que los separa. Recordemos que los dos intelectuales más grandes que ha dado Cuba, el padre Félix Varela y el apóstol José Martí, vivieron la mitad de sus vidas en estas tierras. Le vieron sus sombras, que no son pocas, pero también vieron sus grandes luces, solo aptas para autopistas.

Hay varios indicios que pudieran hacernos pensar que detrás de un presunto rescate de los valores más auténticos de la cubanidad se esconde la intención de sobrevivir al desastre final, un abismo —lo del precipicio lo dijo Raúl Castro— que se insinúa en el horizonte de Cuba una vez desaparecida la Generación del Centenario. Ya en los 90, tras la debacle ideológica del Socialismo Real, Fidel Castro pudo subir a escena a intelectuales cubanos —algunos, incluso, desde el exilio— los cuales sirvieron para el reciclaje ideológico, partiendo de bases criollas. Ya hoy esos intelectuales están en retirada o han muerto y hay que buscar nuevas fuentes para calzar cierto nivel de legitimidad a un discurso que ya nadie, ni ellos mismos, se creen.

Los indicios de esa búsqueda pueden ser tan pedestres como recuperar al reparador de colchones o el vendedor de fritas, o volver a sesionar en el Capitolio Nacional —albergó vacas lecheras y fieras disecadas: nada originales García Márquez y Carpentier— y al mismo tiempo dar luz verde para que salgan y entren cubanos de Cuba, algo que suena macarrónico a cualquier hijo de vecino no-cubano. En todo caso, los indicios conducen al Norte; son señas que se le hacen al dogout contrario.

Así pues, ¿Habría algo mejor que la pelota para salvar este inning final? El beisbol, como lo ha sido en otras ocasiones, ofrece ese nivel lo suficientemente diplomático —tiempo, estrategia— para sin prisa pero sin pausa, dejar a los futuros dirigentes cubanos una sociedad menos desesperanzada, no ya pobremente alimentada. Saben muy bien los dirigentes cubanos que el modelo autoritario y centralizado de economía no funciona. Pero, como en el béisbol, confían en que hasta el último out no hay nada decidido. Luego, la jugada seria perder pero perder sin dejar la mala impresión de haber estado jugando medio siglo para nada o como dirían en mi barrio, jugando majá.

Aceptar la participación en la Serie del Caribe puede ser una analogía de lo que está sucediendo con Cuba en el terreno internacional y nacional: necesitan jugar y van a aceptar algunas reglas. El balance entre necesidad y seguir reglas es lo que definirá el futuro de la Isla. Lejanos están ya los días en que el beisbol cubano imponía su nivel de juego, aplastaba a sus enemigos amateur y se sentía dueño de cargar bate de aluminio y bola rápida con los consiguientes jonrones. Sin embargo, habrá que tener mucho ojo con el dogout: un cambio de seña y volveremos a empezar.


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