Un bolero y un cuartico
A Tania Hernández, Maestra Internacional y ex campeona de Cuba.
Si dicen que recordar es volver a vivir, retornar sobre tus pasos significa avistar los demonios que creías sepultados. Eso me sucedió cuando decidí volver a jugar ajedrez en 2004, después de cinco años de ausencia: volver a experimentar la ansiedad ante una partida, el golpe de adrenalina de los apuros de tiempo, las frustraciones de la derrota, la exaltación de la victoria; también significó el reencuentro con viejos amigos, esos que me acompañaron durante casi la mitad de mi vida en estos trotes del ajedrez y la vida.
En uno de esos torneos, volví a ver a Tania Hernández, Maestra Internacional, ex campeona de Cuba. Llegó a la ronda, saludando a todo el mundo como siempre, con esa risa fácil y sin precio que todo el mundo le conoce, repartiendo besos como un carrusel. Hasta que llega frente a mí, se detiene, y reconsiderando un impulso de alejamiento, cambia de idea y me regala un leve abrazo y un beso en la mejilla, tras la alegre conclusión: "¡No vamos a estar peleados toda la vida!".
No recuerdo el año en que la conocí, pero estoy seguro que todavía el cartelito de sapo me colgaba en la frente, por lo que me consideré muy afortunado de contar con su amistad, y por supuesto con la entrada a su santuario personal. Tania vive desde siempre donde la calle Virtudes casi se funde con Prado, en una casona devenida solar; los vecinos, que la tienen en gran estima, le han destinado un cuartico aparte del de su casa, para que en la soledad del improvisado refugio, guarde su biblioteca de ajedrez, pueda entrenar y prepararse para los torneos que suele jugar, entre los que se incluyen las Olimpiadas de Ajedrez, los campeonatos nacionales y los afamados Capablanca in Memoriam.
Este cuartico es como los que suelen esconder los relojes de la electricidad y las llaves de paso, con unas medidas aproximadas —si la memoria no me falla— de unos tres metros por uno y medio.
A estas alturas, podría resultar chocante ver, en medio de tanto cablerío una mesa, una silla, y una cantidad explosiva de bibliografía actualizada, compuesta principalmente por informators yugoeslavos —lo mejor de lo mejor—; pero para mí aquello era la biblioteca de Alejandría resurrecta y, el espacio, un salón que ya hubiera querido tener yo. Y en ese inmenso salón analizamos multitud de partidas suyas (a veces mías), y también conocí más acerca de su trayectoria ajedrecística: casi dos décadas dedicadas a nuestro arte, donde abundaban los torneos internacionales y numerosas victorias sobre grandes maestros.
Pero no sólo éramos ajedrez Tania y yo. Ella asistió a los primeros partos de mis borrones con pretensiones literarias (ahora sé que muy torturantes para ella); posiblemente la única que en el micro-mundillo nuestro conocía de mis aspiraciones. Y también tuvo la osadía de colocarme en su registro de direcciones para que pudiera trabajar en la Academia Provincial, situada en la Polivalente Kid Chocolate, en la Habana Vieja; un acto tan desinteresado de su parte —y problemático por el papeleo legal— como beneficioso para mí.
Y un mal día todo se jodió. Caímos en medio de intereses, chismorreos, falsedades, y la cadena se rompió por el eslabón más débil. Y con la inocencia de quien espera el milagro de que algún día se sepa la verdad, di un paso atrás: La verdad nunca llegó, sólo el cálido abrazo de alguien que sin pensarlo quiso perdonar, aunque no hubiese nada que redimir.
A veces mi dialéctica barata sufre el mazazo de las casualidades: el penúltimo día de mi estancia en Cuba, cuatro años después de aquel abrazo, volví a verla, cerca del club Capablanca, aunque los dos no teníamos ningún asunto pendiente por el club. Allí, parados en una esquina, conversamos largo rato, sobre sus planes y los míos, de su familia, y hasta nos dimos el lujo de filosofar: de lo difícil y complejo que se ha vuelto el ajedrez contemporáneo, de la inmensidad de información que el ajedrecista de competencia debe procesar, e incluso me permití una broma —fatal a la larga— sobre la ineficacia de la biblioteca alejandrina que ella antes poseía.
Ella, seria, muy seria, me dijo: "Todavía tengo aquellos libros". "Sí, no está mal", insistí. "¿Pero entrenas con computadora, no?". "No", y esa fue toda la respuesta que recibí.
Nos despedimos minutos después, un poco ensombrecido el ambiente. Pero ese personaje antisocial que llevo dentro y que no mide consecuencias no me dejaba tranquilo, por lo que me viré y le pregunté a viva voz: "¡Tania! ¿Y el cuartico?". Ella, con una sonrisa encantadora, me respondió: "Ay, Pujol, igualito: el cuartico está igualito".
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