Actualizado: 18/04/2024 23:36
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México D.F.

¿Miedo metafísico?

El recelo, la desconfianza y las aprensiones gozan de mejor salud que los cubanos.

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La sobrevivencia exige hipocresías: asentimientos y silencios, cuidarse hasta de la propia sombra porque las transgresiones suelen costar demasiado. Desde la expulsión del centro de trabajo o estudio hasta un mitin de repudio, desde la prohibición a salir del país hasta la cárcel, cuyas condiciones infrahumanas compiten con los gulags de Stalin y los campos de concentración hitlerianos.

Bajo este síntoma se manifiestan otros fenómenos: el síndrome del misterio quizás sea el principal, basado en una frase terrible, inolvidable: "Aquí el que no es de la Seguridad es del Estado". La eficacia de los "órganos de la Seguridad del Estado" —no sólo el G2— data de los tiempos de la Sierra Maestra y la lucha guerrillera urbana, se engrandeció cuando existía la revolución y multiplicó su profesionalismo con la ayuda de los antiguos servicios secretos soviéticos y alemanes.

A este sector clave nunca se le han escatimado recursos, aunque el deterioro del régimen, de sus símbolos y sobre todo de sus discursos, haya erosionado sensiblemente su eficacia operativa, a partir del tiempo que cada cubano —incluyendo a los oficiales de baja gradación— emplea diariamente en "inventar" y "escapar", es decir, en las mil y una necesidades que con tenaz persistencia se comen el tiempo útil.

No hay otro modo de subsistir

Otra causa tenebrosa —bien pensada por el Poder— es la necesidad cotidiana de transgredir las leyes, escritas para violarlas. Uno se siente delincuente, y ello influye en cualquier acción de protesta política. De hecho lo es cuando compra una libra de carne o de café en bolsa negra, cuando consigue que un taxista sangre su tanque de gasolina y la venda por la izquierda a la mitad del precio oficial, cuando tocan a la puerta con queso blanco o camarones, sábanas o bombillos. No hay otro modo de subsistir, el Dr. Castro Maquiavelo lo sabe y le encanta. Mientras se está consiguiendo cemento, arena y recebo para impermeabilizar la azotea, no se puede andar pensando en derechos humanos o en democratización del Poder Popular.

A ello se agrega la brutal desproporción entre delito y castigo, más aguda cuando se conoce que el Poder Judicial actúa con una arbitrariedad digna de una comedia de Moliére. Y la certeza de que se trata no sólo de un poder omnímodo sino dependiente de los vaivenes y caprichos de un anciano terco y malhumorado, astuto y sin ningún pudor cuando se contradice o se equivoca, cuando arremete contra los escasos paladares o le pone un impuesto colonial a las remesas familiares.

¿Miedo metafísico? Podíamos suprimir las interrogaciones. Lo trágico será educarnos cuando desaparezca, cuando no sea necesario fingir, aparentar, aplaudir en la asamblea o sopesar cada palabra. Tan difícil como aprender que robar —incluyendo al Estado— sí es robar. De ese miedo inculcado con voluntad de artífice tenemos que librarnos, cuando la calidad de vida no dependa de un delator o de una grabadora, de un vecino envidioso o de un desliz en una fiesta de fin de año. Tan sencillo. Tan desesperadamente sencillo.


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