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Lugo

Una caída y el caso Carriles

¿Qué tribunal podría condenar la risa de un grupo de cubanos ante el fracaso momentáneo de un atentado contra Castro?

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La mañana del 21 de octubre de 2004 mi teléfono móvil no paró prácticamente de sonar ni un minuto. Amigos de todos los confines de España y de Europa, cubanos y no cubanos, sabedores de que habitualmente no suelo estar pendiente de los telediarios, mucho menos para estar a la caza de noticias sobre Cuba, me llamaban para darme o comentar la "espectacular" noticia: Fidel Castro había tropezado la noche antes en un acto público en Santa Clara y todas las emisoras estaban transmitiendo la imagen del comandante en el suelo.

Sintonicé el telediario de Televisión Española a las tres de la tarde y allí lo vi: efectivamente, no era una falsa alarma de las que suelen venir de la Florida, en verdad el "Hombre", el "Caballo", el "Jefe", el "Invicto Comandante" se había caído. Una caída estrepitosa, lamentable, patética. Una caída, en el fondo, como las que sufren diariamente decenas de miles de ancianos en todo el mundo. En este caso tan publicitado, sin mayores consecuencias para la integridad física del gobernante, salvo en lo que atañe, claro está, a su imagen.

La verdad es que, por mucho que lo intenté, no pude compartir el júbilo de algunos de mis compatriotas al ver la caída. Si algo me enseñaron mis padres, si algo aprendí viendo a mi venerable y querido abuelo asturiano envejecer, es que no hay nada divertido en la caída al suelo de un anciano. Eso, que conste, me lo enseñaron mis padres, es algo que me dicta en todo caso mi propia sensibilidad, pero no me lo enseñó el sistema en que nací y me formé hasta los 37 años.

Ni un mínimo de ética

Ha sido una práctica habitual de quienes defienden obcecadamente el sistema cubano —y de quienes se le oponen de una manera no menos irracional— atribuir determinadas virtudes o defectos humanos universales y ancestrales a los cambios introducidos en la sociedad cubana a partir de 1959. Por lo tanto, desde ese punto de vista, unos u otros podrían argüir que la imposibilidad de reírme de la caída del comandante se debe a un supuesto lavado de cerebro en esas casi cuatro décadas de (de)formación de mi personalidad, o, en un extremo opuesto, a una cualidad adquirida gracias al sistema educacional "revolucionario". Nada más alejado de la verdad.

Lo cierto es que un mínimo de ética ante el mal paso del enemigo no ha sido precisamente una de las enseñanzas del sistema cubano. Uno de los principios de Fidel Castro, y de ese sistema que él ha diseñado a su imagen y semejanza, es que contra el enemigo todo vale, incluido el más burdo escarnio ante cualquier simple traspié de un adversario.

No hay presidente de Estados Unidos al que la mala suerte le haya hecho cometer algún desafortunado "error de etiqueta" en público, que no haya sido blanco —ad náuseam— de las burlas de los medios de comunicación cubanos: lo mismo Bush padre en una recepción en Japón en los años ochenta, Bill Clinton y los escándalos sobre sus amoríos con Mónica Lewinsky, o Bush hijo al caerse de una bicicleta.

Y esto por tan sólo mencionar a los últimos tres presidentes, ya que la práctica se remonta a los inicios mismos de la llamada Revolución: cuando yo era niño, la tradicional copla popular conocida como La Chambelona incluía el famoso estribillo de "Nixon no tiene madre porque lo parió una mona", que también se le coreó, sin variación, al demócrata Jimmy Carter.


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