Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Lugo

Una caída y el caso Carriles

¿Qué tribunal podría condenar la risa de un grupo de cubanos ante el fracaso momentáneo de un atentado contra Castro?

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En ese sentido, hay que decir que una congresista furibundamente anticastrista como Ileana Ross-Lethinen ha tenido muchísima mejor suerte en la "antroponimia revolucionaria" del castrismo, ya que, en una imaginaria heráldica faunesca, una "loba feroz" tendría mucha más categoría que una "mona" a secas (Todo eso —y ahora sin sarcasmos— sin tener en cuenta que el calificativo de "mona" para aludir a las progenitoras de los presidentes estadounidenses encierra un componente profundamente racista que implica a un buen por ciento de la población femenina cubana, pues constituye un apelativo despectivo para referirse a una mujer de piel negra).

El insulto, el golpe bajo, el escarnio público, la chismografía, el rumor malintencionado, la abierta calumnia han formado parte del repertorio "defensivo" de la "Revolución" y de su larga, desconsoladora y, sobre todo, tediosa "batalla de ideas".

Blancos preferidos

Pero, volviendo a la caída, es preciso decir que los medios occidentales, al menos la gran prensa española y alemana, fueron, en la mayoría de los casos (empezando por el diario El País, uno de los blancos preferidos de los ataques de una publicación como La Jiribilla, dirigida por el llamado "Grupo de Análisis" del Instituto Cubano del Libro, una curiosísima entidad aglutinadora de la "inteligencia", ya que agrupa a intelectuales y a ex miembros de los servicios secretos cubanos), objetivos a la hora de presentar y abordar el incidente: ni un solo insulto leí en los varios diarios que cayeron en mis manos por esos días, ni un solo comentario ad hóminem.

Algunos de estos medios, incluso, apenas podían disimular cierto tono elogioso por la manera en que Castro se incorporó y determinó enseguida las fracturas que tenía, ese "¡Estoy entero!" que dio la vuelta al mundo, gracias, precisamente, a una práctica periodística de la que no puede vanagloriarse ningún medio estatal dentro de Cuba: informar con imparcialidad incluso los malos pasos de personajes con los que no simpatizan o que incluso detestan. El daño, por suerte para el gobernante, no era demasiado. Pero algo sí había sufrido una profunda y quizás irreversible conmoción: su imagen.

Todo un mito

Han sido varios, muchos, incluso muchísimos los intentos de la Agencia Central de Inteligencia estadounidense para eliminar físicamente a Fidel Castro. No lo han conseguido. De todo ello, de esos intentos (cuyo número, según la reiterada versión del propio Castro, asciende a centenares) y de los obvios fracasos a la hora de materializarlos, ha surgido todo un mito: el del invencible Comandante ante cuya figura los asesinos comienzan a temblar.

El tema siempre es presentado para los cubanos de la Isla como una suerte. Según esta versión, la integridad física del Comandante ha sido una verdadera fortuna, incluso un milagro para los que viven dentro de Cuba, un milagro que ha garantizado la continuidad, hasta hoy, del liderazgo histórico de la revolución y de sus indudables logros sociales.

Pero el problema tiende a complicarse apenas se comienzan a poner en una balanza logros y fracasos, apenas se compara el triunfalista discurso oficial con la depauperada realidad de la que tan alejado se encuentra aquél. Por lógica casi física, si los deméritos empiezan a superar a los méritos, la balanza sentimental ante la integridad física del Gran Benefactor comienza a inclinarse hacia el otro lado.

Hace algunos años, mientras asistía a una apolítica y divertida fiesta organizada por un grupo bastante nutrido de amigos e intelectuales cubanos con unos alemanes que visitaban La Habana en calidad de turistas —y entre cuyos presentes había, incluso, varios admiradores de Fidel—, alguien nos trajo la noticia del por entonces último intento de atentado contra el gobernante cubano, planificado, creo (entre tantos intentos la memoria me falla), durante una visita del gobernante a República Dominicana. La reacción —casi unánime— de los compatriotas que allí estaban fue preguntar: "¿Y no lo consiguieron? ¡Pues que pena!", a lo que siguió una carcajada general.