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Literatura, Cine

El joven enamorado de Shirley Temple y Mae West (I)

Conocido ampliamente como dramaturgo y novelista, Eduardo Manet se refiere en esta entrevista a su labor cinematográfica, que ha estado inaccesible para el público desde su salida de Cuba en 1968

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En el texto que redactó para presentar la publicación en Cuba de Las monjas (revista Tablas, n. 1, enero-marzo 2001), Abelardo Estorino comenta: “Si pregunto al público que asiste a un teatro o a alguno de los jóvenes autores o estudiantes de dramaturgia si conocen a Eduardo Manet me responderán, por supuesto, quién no conoce la Olympia o El almuerzo sobre la hierba. Si le aclaro que no me refiero al pintor francés sino a un dramaturgo cubano, nacido en Santiago de Cuba, autor de una obra titulada Las monjas (Las monjitas en la versión original en español), se quedará boquiabierto”.

Como tantos otros casos de escritores y artistas, ese desconocimiento es consecuencia de que, tras su salida de la Isla en 1968, Eduardo Manet (1930) fue borrado de la cultura cubana. Entonces contaba ya con una destacada trayectoria como dramaturgo, que inició en 1948 con Scherzo. A aquella pieza se sumaron después Presagio, La infanta que quería tener los ojos verdes y La Santa. En los años 50 residió en Italia y Francia, donde realizó estudios de teatro. Regresó a Cuba en 1960 y fue nombrado director del Conjunto Dramático Nacional. Pasó luego al ICAIC, donde trabajó como realizador de documentales y, posteriormente, de largometrajes.

Por otro lado, publicó en París sus primeras novelas, Les étrangers dans la ville (1960) y Un cri sur le rivage (1963). Retomó esa actividad cuando se estableció en Francia en 1968. Su biografía como narrador es extensa, y en la misma figuran títulos como La Mauresque (1982, Premio Bertrand de Jouvenal de la Academia Francesa), Zone interdite (1984), L´Île du lézard vert (1992, Premio Goncourt otorgado por los estudiantes de los institutos de enseñanza secundaria), Habanera (1994), Rhapsodie cubaine (1996, Premio Interaillié), Maestro! (2002, inspirada en la figura del violinista cubano Brindis de Salas), Un français dan l´ouragan cubain (2006) y La Fifre (2011).

Paralelamente, ha continuado su quehacer como dramaturgo. Además del estreno en francés de Las monjas (1969, Premio Lugne-Poe), que se ha representado en numerosos idiomas, Manet dio a conocer, entre otras piezas, Helen viendra nous voir de Hollywood (1968), Sur la Piste (1972), L´autre Don Juan (1974), Lady Strass (1977), Le jour où Mary Shelley rencontra Charlotte Brontë (1979), Un balcon sur les Andes (1985), Le Primerissimo (1988), Les couples et les paravents (1992), Viva Verdi y Mare Nostrum (1998). Su trabajo como novelista y como autor dramático ha recibido una amplia atención por parte de la crítica. Un ejemplo de ello es el libro The Novels and Plays of Eduardo Manet: An Adventure of Multiculturalism (2000), de Philys Zaitlin, profesor de la prestigiosa universidad norteamericana de Rutgers.

Mucho menos conocida es, en cambio, su obra cinematográfica. Algo lógico, si se piensa que no está accesible ni tampoco se ha proyectado más, desde que salió de Cuba. Esa ha sido una de las razones que me llevaron a ponerme en contacto con Manet, vía correo electrónico, para consultarle si aceptaba ser entrevistado sobre ese aspecto. Accedió encantado, y lo que sigue a continuación es el resultado del asedio periodístico al cual lo sometí.

¿Cuándo descubriste el cine? ¿En la infancia?

Eduardo Manet (EM): Mi madre, que era actriz por naturaleza y a la cual dediqué mi novela La Mauresque, empezó a llevarme al cine a la edad de tres años. En aquella época, años 30 del siglo pasado, los niños más pequeños podían ir al cine. Además, suerte prodigiosa, el propietario del Cine Strand, que ya no debe existir, era amigo de mi padre. Así que teníamos entrada gratis.

La primera película que me marcó (lo juro, no sobre la Biblia, sino sobre la colección completa de Cahiers de Cinéma) fue Anna Karenina con Greta Garbo. Por supuesto, mamá y yo lloramos durante todo el final de la película, con la secuencia con Freddy Bartholomew y la divina Garbo. Quien, dicho de paso, se convirtió, desde entonces, en mi ídolo, una santa a la que a veces yo hacía plegarias. Normal que tenga en la casa los más bellos libros con las fotos de la Divina, así como muchas de sus películas. Por desgracia, no todas están en dvd, aunque sí Anna Karenina, Marie Waleska y La Reina Cristina, con esa imagen del final. Garbo pregunta al eminente (y muy olvidado y a veces despreciado) Mamoulian: “¿Qué debo hacer? Mi amante murió, viajo con su cadáver hacia el exilio”. Respuesta del, en ese momento, genial director: “No haga nada. Su cara debe ser una página en blanco”. Y así fue. La más bella imagen, para mí, de la historia del cine.

¿Ibas entonces con frecuencia al cine? De ser así, ¿qué películas te gustaban más? ¿Hay alguna o algunas de esa etapa que hoy recuerdas?

EM: A partir de los siete años, empecé a ir solo al cine, ya que estaba al lado de mi casa. O bien mi madre me llevaba y me dejaba, I don't really remember. Mi madre me daba botellas de Coca Cola y de agua, barras de chocolate, bocadillos hechos por sus dulces manos. ¡Y yo veía las tandas completas, brother!. Dos películas, casi siempre viejas y de Hollywood, of course, las actualidades o news, las series del oeste, cartones de Mickey Mouse, el Pato Donald, Betty Boop (mi otra adorada con Garbo). Es en esa época que me enamoré de verdad de Shirley Temple, que tenía más o menos mi edad, y de Mae West. Quizás sus enormes senos que me recordaban los de mi nodriza haitiana, Senta, la de los bellos tétons, como ella decía en créole.

Cuando iba solo al cine en mi infancia, veía las películas del Hollywood de la gran época: James Cagney, Bette Davis, Bogart en bandido, antes de Casablanca... Con mi madre iba a ver también las películas musicales de México: Jorge Negrete, por supuesto, y Cantinflas. Y los melodramas argentinos.

Años más tarde, decidí ir a Francia para estudiar en París. Tomé el avión de La Habana a Miami, y para ir de Miami a New York, en vez de viajar en avión, nada, me fui un tren, en dirección distinta a la de los protagonistas de It happened one night, de Capra. Clark Gable y la falsa francesa Claudette Colbert (¡una judía de Brooklyn!). Estuve en Nueva York para ver teatro y cine. Pagué una pequeña fortuna para ver a Mae West en Lili Diamond, que había sido un escándalo en 1928. Mae tenía en ese entonces, quiero decir, cuando la vi, unos 70 años. So what!Come up and see me sometimes. Lo dijo y toda la sala aplaudió, mientras yo lloraba lágrimas de felicidad.

Entre 1946 y 1950, tú estudiaste en la Universidad de La Habana. Dado que en esa época José Manuel Valdés-Rodríguez impartía en los cursos de verano sus cursos sobre cine y que además desarrollaba las Sesiones de Cine de Arte y de la Filmoteca Universitaria, me imagino que debes haberlo conocido. ¿Qué recuerdos tienes de él y de la labor que entonces desarrolló? ¿Eras tú asiduo a aquellas proyecciones? De ser así, ¿cuáles de las películas que viste te impactaron más?

EM: Empiezo por el lado positivo. José Manuel Valdés-Rodríguez era un verdadero apasionado del cine. Un gran conocedor. Yo me inscribí en sus cursos e iba religiosamente, ya que él organizaba sus presentaciones por temas, por escuelas. Tengo que aclarar algo, porque es importante: Valdés-Rodríguez era un hombre de izquierda, aunque no creo que fuera comunista. Había estado, creo, en el encuentro de Moscú en 1934, que estuvo presidido por Gorki.

Era un poco vanidoso (un punto negativo) y hacía muchos alardes de las personalidades que conocía. Así, por ejemplo, era un admirador de André Malraux, que pelearía más tarde contra los franquistas y que hizo un filme que quisiera ver de nuevo. Valdés-Rodríguez puso ese film. Presentó también las películas de Eisenstein: las dos partes de Iván el Terrible, El acorazado Potemkin... En aquella época había que tener un cierto coraje para hacer presentaciones de ese tipo de filmes. Al mismo tiempo, también se ocupaba de la historia de Hollywood y mostraba filmes no comerciales o clase B de calidad. Es decir, Valdés-Rodríguez te daba la oportunidad de ver obras fuera de lo común y de ahí tú podías hacer tus propias opiniones. Eso es lo positivo.

En lo negativo, era más bien su personalidad. Tenía que sentirse querido y admirado y no le gustaba cuando algunos jóvenes soñaban con abrir un cine club para ir más lejos que él. Pero a mí lo que me interesaba era ver el cine que no se podía ver en Cuba en aquella época, como los monumentos del cine soviético, los clásicos de Hollywood e inclusive de la América Latina. ¿Los filmes de más impacto? El Acorazado Potemkin, El diablo en el cuerpo, de Claude Autant-Lara, con Gérard Philipe, y Los olvidados del Buñuel experimental.

En 1951 viajaste a Europa y te instalaste en Francia. Aparte de tus estudios teatrales, ¿ibas mucho al cine entonces? ¿Qué tipo de películas veías más?

EM: Sí que iba muchísimo al cine cuando me instalé en París, más tarde en Roma y de nuevo en París. En realidad, yo debía haberme encontrado con Néstor Almendros y Tomás Gutiérrez Alea, que fueron a estudiar en Cinnecittá. Pero llegué tarde para la inscripción en la Escuela Experimental. Así que empecé a estudiar teatro en París. En las vacaciones de navidades los amigos de Roma (Titón, Néstor, Julio García Espinosa...) venían a París y no salíamos de la Cinemateca. Es ahí donde una noche, por casualidad, Néstor se encontró con François Truffaut y Eric Rohmer. Éramos jóvenes, ellos también. Por otro lado, yo me las había arreglado para enviar críticas de cine y entrevistas con actores para el periódico Alerta. En esos años fui también al Festival de Cannes.

Yo, gracias al cielo, no tengo prejuicios y veía TODO. Entonces el neorrealismo se estaba anquilosando. La nouvelle vague no había empezado. En Europa trataban de hacer grandes coproducciones para luchar contra el “imperialismo de Hollywood”. Por desgracia, caían en los mismos errores de Hollywood: estrellas famosas, temas que gusten a todo el mundo, colores, música. En mi época italiana, que duró dos años, también seguí viendo cine.

¿Qué decirte de grandes momentos o filmes inolvidables? Senso de Visconti; Chronica d’ un amore de Antonioni, con la bellísima (pero no buena actriz) Lucia Bosé; Los cuatrocientos golpes de Truffaut. Yo estaba en Cannes cuando se produjo el delirio con esa película. Truffaut era el crítico de cine más implacable del grupo y la crítica “oficial” esperaba para comérselo en Cannes. Y no, tuvieron que admitir que tenía todo para ser lo que fue más tarde, un gran director.

Recuerdos de aquellos años 1952, 1953, 1954... Nos encontrábamos siempre en la Cinemateca los jóvenes críticos de Cahiers du Cinéma y los fans del buen cine para ver las películas mudas que no se podían ver en los cines. También yo aprovechaba para ver en los cines de arte que comenzaban (unas salitas pequeñísimas) las películas que no se veían en otras salas.

Era curioso. En esos años yo estudiaba teatro, me convertí en miembro activo de la compañía de mimos de Jacques Lecoq, pero no dejaba de ir al cine varias veces a la semana. Me había impresionado mucho una anécdota sobre Orson Welles. Considerado, con razón, como un genio a los veinticinco años, sabía TODO sobre la radio y el teatro y nada sobre cine. Cuando le propusieron un contrato en Hollywood, se metió en la cinemateca del Museo de New York y vio todo el cine mudo del mundo entero. Así fue como aprendió a hacer cine y salió con ElCiudadano Kane.

¿Cómo fue que pasaste al ICAIC?

EM: En 1959 yo estaba establecido en Francia, era miembro de la compañía de mimos del gran Jacques Lecoq. Antes de la Revolución, yo había sido amigo en la Facultad de Letras y de Derecho Civil de Alfredo Guevara, de Raúl Castro, de Tomás Gutiérrez Alea. Habíamos fundado una revista de estudiantes de la Escuela de Derecho que se llamaba creo Vanguardia (what else?). Raúl era el director, Alfredo el redactor en jefe, Titón critico de cine, yo crítico de teatro. Alfredo Guevara tenía una copia del primer número bien encuadrada y bajo vidrio y nunca quiso darme copia.

Por otro lado, yo estaba muy cercano a Alejo Carpentier. Su mamá me dio clases de ruso, su exesposa, Eva Fréjaville, fue mi profesora de francés. Ya ves la relación que tenía con Alejo. Nicolás Guillén me llamaba a veces “sobrino” porque íbamos de juerga. Yo era muy joven y estaba rodeado siempre de jeunes filles en fleur, lo cual fascinaba a Nicolás. Carlos Rafael Rodríguez y su esposa en aquella época, Edith García Buchaca, eran mis profesores en una universidad clandestina del Partido Comunista, y en la Universidad de la Habana Vicentina Antuña era mi profesora de latín. Con esto te quiero decir que yo era revolucionario ANTES de la Revolución.

Al triunfo de la Sierra Maestras, mis amigos en el poder me invitaron a participar como presidente del jurado de teatro en el primer concurso literario de la Casa de las Américas. Volví a Cuba a inicios del 60. Pensé quedarme un mes y regresar después a París, en compañía de mi esposa francesa y de mi hijo de tres años. Como presidente del jurado, defendí mucho Santa Juana de América, del argentino Andrés Lizarraga. Era una obra muy muy brechtiana, y como yo admiraba mucho Brecht y quería mucho a Helen Weigel, su Madre Coraje, le dimos el premio a Santa Juana.

Vicentina Antuña, vicepresidenta de Cultura y mi exprofesora, me propuso dirigir la obra en el Teatro Nacional. ¿Cómo decir no? Tuve un elenco de miedo, con Miriam Acevedo, una inmensa actriz cubana que acaba de fallecer. No sabíamos que Che Guevara era amigo de Lizarraga. Él vino a ver la obra y gracias al cielo le gustó. Así, Santa Juana de América salió en gira por toda la isla. Algo nunca antes visto. Gracias a ese éxito, las autoridades culturales me propusieron crear el Conjunto Dramático Nacional.

Escogí ese nombre en homenaje al Berliner Ensemble, of course. Nos dieron una casa inmensa como sede de trabajo, así como un elenco de treinta actores, donde estaban casi todas las estrellas del teatro, la radio y la tele cubanas, empezando por Violeta Casal, la Voz de Radio Rebelde en la Sierra, inmensa actriz también. Yo escogí diez jóvenes que se convirtieron más tarde en estrellas: José Antonio Rodríguez, Asenneh Rodríguez, Carlos Ruiz de la Tejera, Adolfo Llauradó, Alicia Bustamante...

El Conjunto funcionó muy bien. Pero mi pasión SIEMPRE era el cine. Entonces Alfredo Guevara me propuso trabajar en el ICAIC. Y renuncié a la dirección del Conjunto, creo que en 1965, para consagrarme al cine. Empecé como director del equipo de guiones y director de la revista Cine Cubano. Así hice el corto El negro, que ganó el gran premio en el Festival de Londres en 1961 (¡un diploma que conservo aún!).

Fui asistente en Cuba sí, de Chris Marker, por quien siempre tuve una gran admiración; y homme à tout faire del muy engreído Monsieur Armand Gatti, el colmo del cinismo y del “aprovechadismo” (neologismo que creo para él). Durante el rodaje de El otro Cristóbal, Gatti acabó con clavos y maderas. No dejó nada a su paso, su mal paso, ya que El otro Cristóbal es una película ridícula.

Tus primeros trabajos allí fueron documentales: El negro, Napoleón de gratis, En el club, Portocarrero. ¿Fuiste tú quien escogió los temas? ¿Fueron difíciles para ti los primeros rodajes?

EM:En el club fue un proyecto que iba a filmar mi esposa, de la cual me estaba separando (le fui de una infidelidad espantosa). Su valor es “sentimental y penoso”. Ningún valor cinematográfico. Napoleónde gratis surgió porque el museo de un millonario era, a su vez, tan ridículo que me pareció simpático hacer un documental, sin más. Portocarrero creo que sí lo trabajé mucho, ya que yo admiraba y quería mucho a Porto y a su compañero, otro gran pintor. Ese film me permitió trabajar el color y la pintura. Se puso hace unos años en el Beaubourg y en Canal+, ya que había ganado un premio (creo) en Brasil o algo así. Todos mis proyectos fui yo solo quien los escogió. Nadie me impuso nada. Y me equivoqué muchas veces.

Tu primera incursión en el largometraje fue Realengo 18 (1961). ¿Cuál fue realmente tu participación: fuiste codirector o colaborador? ¿Qué recuerdas de aquel filme?

EM: Titón, Néstor, Julio García Espinosa y yo teníamos un amigo dominicano llamado Oscar Torres, que había estudiado en Roma con nosotros. A él le encargaron que dirigiera Realengo 18. Pero cuando estaba en pleno rodaje, se presentó un problema: se anunciaba la invasión a Cuba y Torres pidió dejar el país. El ICAIC me propuso entonces que terminara el trabajo. Así que yo tuve que filmar algunas secuencias y luego hice todo el trabajo de post filmación, montaje, doblaje, etc.