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Diáspora, Literatura, Holocausto

Entrevista al escritor y traductor Jorge Ferrer

Jorge Ferrer: El libro negro recoge centenares de testimonios de la barbarie nazi, tomados “antes de que dispusiéramos de una narrativa del horror, antes de que tuviéramos una gramática para contarlo o una metafísica para condenarlo”

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Cuando el 22 de junio de 1941 el ejército alemán cruzó la frontera de la Unión Soviética (URSS), dio inicio a otro capítulo de la trágica y heroica historia de la Segunda Guerra Mundial y el exterminio judío. Los crímenes se multiplicaron hasta alcanzar cifras asombrosas, y también los actos de opresión cotidiana y las penurias. Luego, tras la retirada alemana de la URSS y con el avance del Ejército Rojo hacia Berlín, los escritores y periodistas Vasili Grossman e Ilyá Ehrenburg iniciaron la labor de documentar lo vivido por los supervivientes de aquel desatino. A partir de 1943, cientos de testimonios llegaron a sus manos, desde todos los rincones de los territorios que hasta hacía poco habían ocupado los nazis, o fueron recogidos en entrevistas a las víctimas. Incluso crearon una comisión formada por decenas de escritores y periodistas encargados de la selección y la edición de los testimonios. Toda aquella magna enciclopedia del horror comenzó a engrosar un libro que perseguía un objetivo muy específico: conocer los horrores y castigar a los culpables.

Contaban con poner El libro negro, ya terminado, en las manos del fiscal soviético que se ocupara de juzgar a los victimarios en el juicio que finalmente se celebró en Núremberg.

Sin embargo, el libro no llegó a las impresoras entonces y tampoco a Núremberg. Una decisión del Gobierno soviético —es decir de Stalin― impidió que El libro negro se publicara, e incluso se intentó destruir todas las galeradas. Afortunadamente ello no ocurrió. Con el tiempo creció la leyenda alrededor de esta obra ―salvada según unos por puro milagro y de acuerdo a otros por el empeño de quienes habían laborado en ella o las limitaciones de los censores― y fueron apareciendo fragmentos y ediciones parciales, Hubo una edición en Rumanía y otra en Jerusalén en 1980. En ruso no se publicó hasta 1993. Sin embargo, en Occidente el lector promedio tenía que recurrir a la versión francesa y desde hace unos pocos años a la aparecida en inglés. Ahora, décadas después de su creación, llega en versión completa a los lectores en español.

Esta publicación en español de El libro negro tiene una especial significación. No solo porque se trata de una compilación de primer orden sobre los asesinatos de las tropas nazis contra los judíos, cometidos en Rusia, Ucrania, Bielorrusia, Lituania, Letonia y Estonia, sino por toda esa historia de diversas censuras, omisiones y ediciones parciales. Al mismo tiempo, si bien los autores del libro, Grossman y Ehrenburg, son dos figuras claves para entender la situación de los escritores durante el estalinismo, es Grossman quien actualmente disfruta de la merecida condición de ser uno de los autores más importantes de la literatura soviética y del pasado siglo en general.

Para hablar de esta obra singular, y otros temas, CUBAENCUENTRO entrevista a su traductor al español, Jorge Ferrer, quien es también ensayista, narrador y creador del blog El Tono de la Voz..

Ferrer residió en Moscú entre 1984 y 1991, donde estudió periodismo en el Instituto Estatal de Relaciones Internacionales de Moscú (1987-1991). Es Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana (1992) . Entre sus libros se encuentran Minimal Bildung (Catalejo, Miami, 2001) y Tristán de Jesús Medina. Retrato de apóstata con fondo canónico (Colibrí, Madrid, 2004). También es el editor de José María Chacón y Calvo. Diario íntimo de la revolución española (Verbum, 2009). Desde 1994 vive en Barcelona.

Vamos a comenzar con Grossman, porque creo que es en él en donde se sitúa el centro de todo este fenómeno, que ya rompe las barreras de un simple acontecimiento editorial y se ha convertido en la aparición de una serie de obras que permiten un mejor conocimiento de una época en la que aún se descubren facetas y detalles, al tiempo que se profundiza en la visión de conjunto: es decir, todo lo que constituye el Holocausto, el nazismo, estalinismo y la Segunda Guerra Mundial. ¿Es el éxito editorial de Vida y Destino, de la que anteriormente solo se conocía una edición con el texto incompleto, agotada hace años y traducida del francés y no del ruso, lo que ha posibilitado que ahora se publique El libro negro?

Jorge Ferrer (JF): La publicación de Vida y destino en 2007, en espléndida traducción de mi colega Marta Rebón, fue un suceso editorial espectacular y situó a Vasili Grossman en el espacio que merecía para los lectores en español. Tanto ese libro, como El libro negro, habían tentado antes a los editores en nuestra lengua. Y es una suerte que El libro negro que es, por su naturaleza, de lectura que pareciera más circunscrita a un lector interesado en la historia europea del siglo XX y en particular en el Holocausto, aparezca cuando uno de sus impulsores, Grossman, es reconocido y apetecido por tantos lectores. Ello ayuda a explicar que la primera edición del libro se agotara en pocos días y ahora ya sea la segunda la que espere en librerías. También Ehrenburg, por cierto, ha visto rescatados algunos de sus libros en los últimos años. Yo mismo me ocupé de la traducción al español de dos libros espléndidos, La fábrica de sueños e Historia del automóvil, escritos en el exilio berlinés, que publicó Melusina. Muy pronto aparecerán otros libros suyos, también fundamentales.

Se sabe que tras una primera autorización, Stalin manda a destruir la obra y que incluso varios miembros del comité judío soviético fueron fusilados, pero las vicisitudes de El libro negro no terminan con el estalinismo. Pese a que se había logrado salvar un conjunto de galeradas del libro, hasta hace pocos años el libro se conocía fundamentalmente en su versión en francés, la edición íntegra en inglés solo aparece en 2003. ¿A qué se debió que el libro siguió sufriendo dificultades que impidieron su publicación completa?

JF: La historia de este libro, como anota Irina Ehrenburg en uno de los excelentes prólogos que trae, se asemeja mucho a la historia de Rusia en el siglo XX. Una historia hecha de ausencias y silenciamientos, de censura, represión y muerte. Iosif Brodsky escribió alguna vez que el estalinismo asesinó a tantos y tantos escritores que bien podría haberse creado un sindicato de viudas. Si bien el proyecto fue acogido con cierto entusiasmo al principio, muy pronto comenzaron a surgir los inconvenientes. En una nota que cita Ilyá Altman, cuyo prólogo al libro recoge de manera pormenorizada y ejemplar la historia de su génesis, desarrollo y fracaso editorial, Ehrenburg manifiesta así su molestia ante los primeros “peros” que el proyecto encontró cuando ya cristalizaba: “Dado que los autores de este libro no somos nosotros, sino los alemanes, y que el objetivo que persigue su publicación es diáfano, no comprendo qué quieren decir con que ‘si es bueno’ (lo publicarán). A fin de cuentas, no estamos hablando de una novela, cuyo contenido se desconoce”. Ahí radicaba la cuestión: el libro tenía que resultar “bueno” para los propósitos de la propaganda soviética. Y ese no fue el caso. La razón era evidente: los testimonios recogidos en El libro negro mostraban con claridad que si bien el plan de exterminio de los judíos había sido diseñado en Alemania, sus ejecutores fueron también los “soviéticos” de las regiones ocupadas. Letones, ucranianos, moldavos, etc., que vieron en la invasión alemana, por una parte, la manera de librarse de la sujeción al régimen estalinista, y, por la otra, una vía abierta para dar rienda suelta a un antisemitismo secular. Luego, El libro negro golpeaba el corazón de la idea de la “unidad del pueblo soviético contra el fascismo” al mostrar el colaboracionismo entusiasta de muchos “soviéticos”. Ese mensaje era insoportable para el régimen estalinista en 1944 o 1948, pero también para el régimen soviético hasta la desaparición de la URSS, porque la epopeya de la “Gran Guerra Patria” era un pilar fundamental de la construcción de la narrativa soviética. Por otra parte, el libro fue acusado de singularizar el exterminio de los judíos en detrimento de las matanzas de ciudadanos de otras etnias. Contiene sobrados testimonios de judíos que buscaban escapar de la muerte consiguiendo pasaportes falsos que los acreditaran como rusos o ucranianos. Otro mensaje insoportable para los órganos de propaganda de la URSS.

Podría decirse, en más de un sentido, que Grossman y Ehrenburg, eran la “pareja dispareja”, basta comparar sus biografías. ¿Fue su condición de judíos el único elemento que los unió a la hora de elaborar esta obra? Da la impresión de que fue Grossman el verdadero corresponsal de guerra, el periodista que estuvo en Stalingrado y luego acompaño al Ejército Rojo, mientras Ehrenburg, tras su labor como reportero en la guerra civil española se convierte más en hombre de comités, misiones y en un mensajero especial. ¿Podría decirse que El libro negro le debe más a Grossman en la escritura y a Ehrenburg en las gestiones para lograr el apoyo internacional necesario para la obtención de los testimonios, o es esta una visión muy esquemática?

JF: Tanto Grossman como Ehrenburg trabajaron mano a mano en la recopilación y la edición de los testimonios. El primero aporta textos fundamentales al libro, textos de una hondura extraordinaria. Ambos trabajan en la unificación del estilo, empeño fundamental debido a la diversidad de fuentes testimoniales que lo componen. Ehrenburg, cuyo perfil de “funcionario de la cultura” era superior al de Grossman, tiene una mayor interacción con el Comité Judío Antifascista, que fue la organización encargada de coordinar la publicación del libro. Con todo, y a la vista de los documentos, El libro negro fue una víctima más del estalinismo y ni Grossman ni Ehrenburg pudieron hacer nada por salvarlo del silencio impuesto por la censura totalitaria. Peor suerte corrieron los miembros del Comité de marras, condenados a muerte y ejecutados en 1952. Ni Grossman ni Ehrenburg vieron el libro publicado en vida. No tengo la menor duda de que ambos murieron en la confianza de que algún día esos testimonios del horror que les fueron confiados y se empeñaron en publicar acabarían saliendo a la luz. Sabían que, al decir de Mijaíl Bulgakov, “los manuscritos no arden”.

La censura contra El libro negro se extendió más allá de Stalin y su antisemitismo. Grossman no podía hacer nada, incluso sus obras más importantes, Vida y destino y Todo fluye, fueron censuradas bajo el mando de Jruschov. Pero Ehrenburg se encontraba en una situación diferente. Viajaba libremente al extranjero y era una figura soviética de fama internacional. Sin embargo, parece que no hizo nada a favor de la publicación del libro. ¿Tuvo más peso el mantenerse como diputado del Soviet Supremo y la obtención del Premio Stalin, en 1952, que cualquier esfuerzo para sacar a la luz esta obra?

JF: La personalidad de Ilyá Ehrenburg continúa siendo controvertida. Durante décadas jugó el papel de embajador cultural del régimen soviético, sobre todo en su calidad de presidente del Comité URSS-Francia y viajaba a Occidente con una asiduidad absolutamente inusitada en aquellos tiempos. Supo flotar siempre en el fango de la política cultural soviética, esquivar la muerte y el ostracismo que alcanzaron a tantos de sus colegas. Hay testimonios de que ayudó a algunos; los hay que dio la espalda a muchos otros. Con la distancia que nos regala el tiempo transcurrido, los más lo acusan de pusilánime, pero no de traidor a la causa judía. El escritor ruso-israelí David Markish, cuyo padre fue uno de los miembros del Comité Judío Antifascista fusilados en 1952, comité del que Ehrenburg se desmarcó antes granjeándose así una triste fama, declaró hace unos años al ser preguntado por Ehrenburg y su presunta traición: “Hoy puedo aseverar que esa fue una época de sangre y milagros, de más sangre que milagros. Ehrenburg… no fue un colaborador, como muchos intentaron sugerir durante mucho tiempo. Nunca fue ni un provocador ni un traidor. Lo que podría llegar a decir de él es que fue un hombre que tuvo miedo…”.

Fíjate tú qué dilema el de que a alguien le den a elegir entre pasar a la posteridad como un colaboracionista o un cobarde. Pero la historia de los totalitarismos conoce disyuntivas así de poco felices para quienes los sobrevivieron indemnes.

Con todo, su compromiso con la publicación de El libro negro fue firme y se prolongó, al menos, hasta poco antes de su muerte. Así, todavía en 1965 algunas de sus cartas dan fe de que se hallaba en tratos con la Agencia de Prensa Novosti para publicar El libro negro. Antes, había movido con habilidad los materiales que conservaba para evitar que fueran destruidos y legó buena parte de su archivo al Yad Vashem, en Israel.

¿Qué nos dice El libro negro que no conociéramos con anterioridad sobre los crímenes de los nazis?

JF: El Holocausto se ha convertido en una suerte de suceso pop desde hace mucho tiempo. Desde los stalag —las novelas pornográficas ambientadas en los campos de concentración que fueron tan populares en el Israel de la década de los sesenta— hasta películas de éxito espectacular como La lista de Schindler o La vida es bella. Theodor Adorno se preguntaba en clave moral por el cómo escribir poesía después de Auschwitz, pero la cultura popular nos sirve ya al Holocausto en píldoras que cada buen vecino puede consumir hoy en el confortable salón de su casa. En Love and Peace, la película “rusa” de Woody Allen, un ruso ultramontano le muestra una foto de un judío vestido de rabioso negro a un niño y cuando este le pregunta si todos los judíos son así de sombríos le replica que no, que los judíos alemanes visten a rayas. ¡A ver quién se resiste a sonreír ante ese gag!

La trivialización del Holocausto nos hace a todos cómplices del horror, pero la ignorancia de la magnitud de ese horror no nos exime de culpa. De ahí que sean tan relevantes los testimonios de la barbarie nuda, por pedirle prestado el adjetivo a Giorgio Agamben. Naturalmente, me felicito que los Diarios de Anna Frank sean lectura escolar en un tercio del mundo o de que Primo Levi haya sido leído por generaciones de lectores, como otros tantos supervivientes del Holocausto, aunque en menor medida, desde Jean Améry hasta Imre Kertész. Pero El libro negro es otra cosa; es, en cierto modo, “la cosa”: centenares de testimonios recogidos allí mismo, en las tierras que padecieron el horror, entre 1943 y 1946, es decir, antes de que dispusiéramos de una narrativa del horror, antes de que tuviéramos una gramática para contarlo o una metafísica para condenarlo. Son los testimonios de gente sencilla o sofisticada que acaba de asistir al horror y lo cuenta como si nadie lo hubiera contado antes, porque nadie lo había hecho. Llevo años leyendo testimonios de los supervivientes y créeme cuando te digo que jamás, ¡jamás!, había enfrentado tal dimensión prístina y originaria del horror.

Por regla general se enfatiza en los campos de exterminio al hablar del Holocausto, pero hay millones de muertos debidos a los asesinatos masivos, los cercos a ciudades, e incluso a países, como a Holanda en la postrimería de la guerra. ¿El énfasis en los testimonios está en este tipo de muertes?

JF: El libro negro se ocupa fundamentalmente de las matanzas fuera de los campos de exterminio, aunque contiene textos fundamentales sobre estos. El ensayo de Vasili Grossman sobre Treblinka que incluye es uno de los monumentos más intensos que se hayan escrito alguna vez sobre la práctica del exterminio —es de lectura obligada.

Ahora bien, el disparo en la nuca y la masacre ante la zanja abierta en el bosque tuvieron también su dimensión fabril. El horror precedió a Auschwitz, aunque encontrara allí su epítome. En los guetos, en los cercos, como bien dices. El exterminio tuvo fábrica con dividendos millonarios en los hornos crematorios, pero también talleres no menos rentables para los asesinos por todo el Este de Europa. El libro negro es un compendio de ese horror cotidiano.

¿Hay alguna crítica al manejo de la guerra por parte de Stalin o es simplemente un libro de condena al enemigo principal de entonces para los soviéticos: los nazis?

JF: Escasos y siempre adivinados entre líneas. En cambio, hay muchos testimonios de ejecuciones en las que los ejecutados gritaban “¡Viva Stalin!” o “¡Stalin sabrá vengarnos!” antes de caer bajo las balas. Y todos los testimonios de los guetos recogen la esperanza cotidiana de los judíos en la pronta llegada de la liberación de manos del “heroico Ejército rojo”, la difusión clandestina de los partes de la radio soviética que algunos captaban, etc. Evidentemente, que judíos al borde de la muerte se aferraran a Stalin y al ejército soviético como los únicos capaces de salvarlos del horror es comprensible. Por otra parte, los testimonios no se ocupan del manejo del frente de batalla y la estrategia general de la guerra. Sí, con especial énfasis, de la organización de la resistencia en guetos, campos de concentración y bosques, al margen de Moscú. Testimonios de la resistencia de las víctimas que se vieron de repente desconectadas del Kremlin por no haber sido evacuadas a tiempo y la censura tachó. Por cierto, una de las virtudes de esta edición es que señala en cursiva todos los extensos fragmentos que los censores tacharon cuando aún se valoraba la publicación del libro.

Permíteme saltar a otro tema y a otro autor, Leszek Kolakowski. Recuerdo que en una ocasión colocaste en tu blog un ensayo de Kolakowski, Alabanza del exilio, que tiene este párrafo: “Uno se siente tentado a decir que en gran medida fueron los antisemitas (siempre que no utilizaran en el debate argumentos como las cámaras de gas) quienes capacitaron a los judíos para conseguir tantos logros magníficos, y que lo hicieron privándolos del acceso a la seguridad moral e intelectual que ofrece la pertenencia a una tribu —francesa, polaca, rusa o alemana— y abandonándolos a su suerte en la posición privilegiada del outsider. ¿Compartes ese punto de vista y consideras que se te puede aplicar a ti y a los cubanos exiliados en general?

JF: Por principio, me niego a tratar el tema del Holocausto rebajándolo a cualquier comparación con otras experiencias totalitarias como la cubana, por funesta que sea esta última para nosotros. Hace muchos años un buen amigo me contó una anécdota que nunca me abandona. Paseaba con una joven judía por La Habana y la llevó a la Sinagoga de la calle Línea. Después de la visita, ya en la calle, hablaban de la persecución a los judíos en la Alemania nazi y mi amigo le dijo con esa frivolidad de la que a veces hacemos gala los cubanos: “Sí, igualito nos pasa a los cubanos que no estamos con este gobierno”. Ella le miró a los ojos y le dijo con voz rota, pero firme: “No vuelvas a decir esa tontería jamás. Porque cada vez que la digas habrá miles de personas que dejarán de creer que a ustedes los hostigan”. Conviene recordar esa admonición que fue a la vez protesta y consejo.

Pero tomo nota de tu “saltar a otro tema” y ahí voy, dado el brinco.

Kolakowski apunta, en la cita que anotas, a la adversidad como vía de excelencia. A la desgracia del outsider convertida en suerte del creador. Como exiliados, emigrados o expatriados, según a cada cual le corresponda, los cubanos hemos confrontado la misma dinámica que los otros largos millones de personas que viven en países distintos del que nacieron. La vindicación de una cultura propia y la tentación de asimilarnos han corrido parejas con la voluntad de denuncia de una situación política en la Isla que a muchos nos repugna y el deseo de desgajarse definitivamente de la realidad del país, volverle la espalda, crearnos una vida en la que Cuba sea más una marca blanda que un doloroso estigma.

Siempre he dicho que considero una lástima que algunos cubanos hayan comprado la cultura de la queja para justificar la desazón que produce la huella cultural de nuestro exilio. Sobre todo porque así la demeritan. Ha habido de todo, como de todo hay en todas partes. Pero el exilio cubano puede ufanarse de haber conservado la pluralidad artística y política que define a Cuba tal como yo la entiendo. Toda reducción de Cuba a paisito de mármol me resulta ajena.

Como tantos otros cubanos que partimos al exilio, trabajo en un mundo que es tan ancho como yo sepa ampliarlo desde mi mesa, las lecturas que me esperan y reclaman y los aviones que me llevan y traen. La mía pasa por habitaciones tan aparentemente inconexas como, y te anoto unas pocas, traducir a Iván Bunin o a Vasili Rózanov, sentarme a sumar letras en Key Largo Village durante un mes al año, pasar una tarde hablando con jóvenes estudiantes en un tugurio de Isfahan —acabo de volver de un extraordinario viaje a Irán—, perderme por algún callejón del viejo Moscú cuando tengo oportunidad de viajar allá, repasar de tanto en tanto las notas de mis estudios de hebreo con el gran Jaime Vandor en la Universidad de Barcelona, editar preciosos libros cubanos para la editorial Verbum del amigo Pío Serrano o conversar mucho, ese deporte que siempre me apasiona.

Consideras aún que la Diáspora es algo más que un mero desplazamiento: “es una palabra que alude a un merecido castigo que se debe vivir a un tiempo como realización de un destino, como expiación y como tránsito”. ¿En este sentido cuál es la culpa que estamos expiando los cubanos?

JF: Eso escribí en el ensayo que aporté a aquel libro excelente que fue Cuba y el día después, coordinado por Iván de la Nuez hace ya diez años. Allí intentaba situar el discurso sobre la noción de Diáspora en una perspectiva cubana. Su título, “No se invita particularmente”, procede de la esquela que publicó un diario barcelonés invitando al funeral de José Antonio Saco cuando murió aquí. Lo velaron a unas pocas manzanas de mi apartamento.

La culpa que expiamos los cubanos es la que misma que acecha a todos los hombres que se han visto involucrados en una guerra. La de no haber sabido dotarnos de un marco de convivencia que excluya pogromos y paredones, “actos de repudio” y odios prestados.

Eso sí, y El libro negro enseña muy bien esa feroz distinción, víctimas y victimarios están situados en las aceras opuestas de la calle del dolor: a unos corresponde reparación; a los otros, desprecio.


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