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Literatura

“Lo peor que nos ha sucedido en los últimos 50 años ha sido la separación familiar”

CUBAENCUENTRO conversa con el narrador cubano Manuel Pereira, a raíz de la edición mexicana de su libro Mataperros, Premio Iberoamericano de relatos Cortes de Cádiz, España, 2006

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Manuel Leonel Pereira Quinteiro (La Habana, 1948) es un viajero literario incansable. Peregrinación que asume en los riesgos de una escritura que se abalanza sobre las rendijas de la reminiscencia para entregarnos un cosmos desbordado de insólitas trasnominaciones iconográficas. El Comandante Veneno (1977), exploración por la aventura de la campaña de alfabetización en la Sierra Maestra de Cuba, 1961 (“Esta es la novela que me hubiera gustado escribir sobre Cuba”, dijo sobre ella Gabriel García Márquez); El Ruso (1980), ronda, revisión política, que se convierte en una suerte de indagación de los entusiasmos juveniles que despertó la revolución de Fidel Castro; Toilette (1993), periplo, marcha alucinada y extravagante en busca de un retrete que se vislumbra en El Jardín de las delicias de El Bosco; Insolación (2006), itinerario de la tragedia cotidiana —desvalorización humana y moral de la Cuba castrista— que desemboca en el periodo especial desde la mirada del joven Joaquín Iznaga que se niega a aceptar una beca del Comandante. Cuatro novelas de pujas autobiográficas que son viaticu, camino, andanzas: testimonio de las mutaciones y acosos padecidos por varias generaciones de cubanos.

Pereira es un novelista de casta. Desde los años 70 se empeñó en un proyecto narrativo de absoluto rigor. Nunca olvido sus premuras y afanes, su disciplina. “La literatura es un destino, una encrucijada, un derrotero. Aquí te entrego El Ruso, pero esto no termina. Ya tengo la que sigue, El 231, en la que trataré el tema del servicio militar y así completar una tetralogía que cuenta hasta cierto punto, mi formación, un poco de mi vida, mis avatares…”, me dijo en conversación que mantuvimos mientras caminábamos por San Juan de Dios, La Habana Vieja, hace muchos años.

Un viejo viaje (Textofilia Ediciones, México, 2010) —muy bien acogida por los lectores y la crítica en México (“Esta novela recoloca a Pereira en donde siempre debió estar: en la vanguardia de la literatura latinoamericana contemporánea”, Eliseo Alberto)—, aborda las encrucijadas del alucinado protagonista de Toilette, el pintor Lucio Gaitán, quien reaparece “extraviado entre la selva y el zoológico”, en el vestíbulo del aeropuerto de Barajas: “bolsa salchicha en bandolera y dos maletas abultadas como cadáveres inflados de fuegos fatuos”. Después de transitar por comarcas demoníacas y placenteras —y en fuga fantasmagórica: entradas y salidas del tríptico de El Bosco—, Lucio Gaitán se enfrenta a la disyuntiva de “si debía o no subir el avión de regreso a La Habana”.

“Pertenezco a una generación muy acusada. Me interesa el carácter, la sicología de esa generación… la fase utopista, sueño e idealismo, Unión Soviética y periodo especial: el proceso cubano es mi tema; siempre estoy escribiendo sobre eso”, ha dicho muchas veces el autor de Biografía de un desayuno (2008).

Acaba de aparecer en México la segunda edición de su libro Mataperros (Textofilia, 2012), cuentario galardonado en 2006 con el Premio Iberoamericano de relatos Cortes de Cádiz, España. Lo busqué en las rutas del Instituto Cultural Helénico de la capital mexicana —donde se desempeña como Director de Difusión Cultural y Relaciones Públicas— y la Universidad Iberoamericana, lugar en el que imparte clases de historia del arte y literatura. Siempre posponíamos la entrevista por sus ocupaciones burocráticas o por faenas docentes impostergables. Una tarde lo encontré en la librería Bella Época del Fondo de Cultura Económica del D.F., hablando de mitología y cine, dos pasiones que también cultiva con desvelo: François Truffaut, Alain Resnais, Godard, Chabrol, Glauber Rocha, el neorrealismo italiano, Bergman, Fellini y Buñuel se empalmaban con pasajes de Proserpina, las Moiras, Narciso, Sísifo, las Gorgonas y Hades. Pongo a disposición de los lectores de CUBAENCUENTRO la conversación que, al fin, pude sostener con él.

Veo en Mataperros visos enmascarados de novela en la modulación del narrador en tercera persona (estilo indirecto flaubertiano), en la confluencia de los personajes, en los escenarios concurrentes, en la intermitencia temática… El lector cierra la última página con las huellas que impregna una novela, no un libro de cuentos. Coméntame esa duplicidad genérica presente en este libro.

Manuel Pereira (MP): Ya desde La Celestina los géneros se están mezclando. La técnica inventada por el gran Flaubert me permite una gran libertad, casi jazzística, para ir combinando, improvisando y creando lo que llamas “duplicidad genérica”. Por otra parte, estos cuentos se desprendieron de una larga novela titulada Insolación. A medida que yo la trabajaba, iba quitando lo que consideraba accesorio. Más tarde, revisé ese material sobrante, y ya lo iba a desechar cuando, de pronto, descubrí que aquí y allá fulguraban en bruto algunas perlas narrativas. Las retoqué y con ellas engarcé los abalorios de Mataperros. Estos cuentos son como diminutos planetas que giran alrededor de ese inmenso sol que es Insolación. Por eso tu olfato literario te dice que en este libro hay una “novela enmascarada”.

El voceo relator recurre a la gradación de la crónica y a las especulaciones del ensayo. Estamos en presencia de un texto que rompe contantemente con los cánones: suerte de collage, presentación de un cosmos que es índice iconográfico de La Habana pre castrista y, asimismo, de los primeros años de la Revolución del 59. Explícame esa concepción del manejo del tempo, develada en el ánimo del relator. (No tienen las mismas inflexiones el habla elocutiva de las narraciones de antes del 59 que las historias que ocurren en los primeros años de la Revolución.)

MP: Ese cambio de tono se debe a la drástica transformación experimentada por el país después de 1959. La mirada del narrador-cronista se vuelve más crítica a partir de esa fecha, mientras que antes del 59, la dicha y el candor infantil todavía impregnaban su voz. Mataperros es un díptico que funciona como una doble bisagra, ya que la acción transcurre en dos momentos de transición. Por un lado, asistimos al tránsito de la niñez a la adolescencia y, por otro, presenciamos el final de la dictadura de Batista y el inicio de la castrista.

Folios marcados por la nostalgia. Narrador omnisciente: testigo que pondera los gestos y desconciertos de Joaquín Iznaga frente a su padre, Coliseo, fotógrafo-camarero. Fábula que subraya algunos elementos de la novela de formación sentimental desde apuntes de las antagonías ideológicas que se producirán en el seno de la familia cubana en los 60, retratadas en las peleas de Coliseo y Numancia (madre de Joaquín). Podría abundar un poco sobre esa problemática presente en la familia cubana.

MP: Desgraciadamente ese agón en la familia cubana no ha terminado. Lo peor que nos ha sucedido en los últimos cincuenta años ha sido la división o la separación familiar. Todo lo demás se podrá arreglar más tarde o más temprano, pero la tragedia familiar, ya no tiene remedio. Todas esas tumbas alejadas en las dos orillas del estrecho de la Florida, el cementerio marino que se extiende entre Cayo Hueso y Cuba… es algo irreparable. Todos esos muertos separados, que quisieran reposar juntos en la misma tierra que los vio nacer, tienen la metempsicosis trastornada. A veces imagino un futuro tráfago de huesos en barcos y aviones hacia Cuba. Con todas las lágrimas derramadas por los cubanos durante medio siglo podría fabricarse un océano tan abrumador que si hubiera un tsunami no quedaría nada vivo en la faz de la Tierra.

Recreación del habla habanera: “perforo cortante”, “guapería”, “fajazones”, “bayúes”, “estrallón”, “chivichana”, “cabillazo”, “jabao”, “garnatones”, “bayoya”, “postilla”, “sopapos”, “matahambres”, “bemba” “guillados”, “tropelaje”, “voysinfreno”, “guagüita”, “bulla”, “pingúo”, “mandangas”, “guayabito”, “vitrola”, “tizón”, “macao”, “galleguismo”, “azuquita”, “entalcados”…: erizado inventario de términos, idiolecto muy exclusivo. ¿El habla como consonancia y urdimbre (maniobra) para hacer literatura?

MP: A pesar de haber vivido tanto tiempo en Francia, en España y ahora en México, mi lenguaje sigue siendo ciento por ciento habanero. La lengua es nuestro pneuma, un arcano que se adquiere o se desarrolla en la niñez. Dado que los protagonistas de este libro son niños, lógicamente ese tesoro lexical que enumeras recorre como un soplo de susurros estas páginas.

¿Mataperros o el preludio, la proporción futura de El comandante veneno (1977), El Ruso (1980), Toilette (1993), Insolación (2006)…?

MP: A medida que mi obra evoluciona percibo, cada vez con mayor claridad, que estoy levantando —ladrillo tras ladrillo— un único edificio narrativo, una catedral de la memoria habitada por tres personajes recurrentes: Joaquín, Lucio y Leonel.

Creo que si hacemos una ordenación de tu obra, Mataperros sería tu primer libro, a pesar de haberse publicado en 2006 a raíz del Premio en Cádiz ese año. ¿Mataperros estaba en tu cabeza antes de El Comandante Veneno o fue forjado después de tus novelas?

MP: En mi cabeza lo primero que surgió en 1972 fue El comandante Veneno, una narración que salió casi entera de mi “Diario de Campaña de Alfabetizador”, un cuaderno que siempre me acompaña y que consta de 98 páginas escritas a lápiz por mí a los doce años. Ese Diario contiene en potencia todo mi quehacer literario, no solo lo hasta ahora publicado, sino también lo que me falta por escribir. A partir de esos garabatos infantiles mi obra se ha ido expandiendo en una especie de Big Bang…

Hay una viñeta, “Azogados” —me parece uno de los momentos más hermosos del libro— de corte totalmente borgesiano y ciertos guiños con Felisberto Hernández. Un pequeño poema en prosa: suerte de pausa íntima del personaje central de estos capítulos (cuentos) de una novela triste y alborozada. ¿Contrapunto en las aristas estructurales de una pieza de jazz en tiempo de bebop?

MP: Me alegra mucho que hayas captado la secreta estructura musical de este libro. Por si fuera poco, también descubriste el cuento clave de esta colección de relatos. “Azogados” es el punto matemático cero, es esa singularidad que desencadena el Big Bang. Paradójicamente ese cuento fue escrito mucho después de mis primeras ficciones publicadas, lo cual no tiene mayor importancia, porque en esta poética cuántica el orden de los factores no altera el producto y la flecha del tiempo puede volar al revés, o quedarse detenida en el aire, como en una aporía eleática.

Narrador de voz múltiple que hace las crónicas de las “Espaldas entalcadas”, “Perforo cortante”, “Crónica roja” o “Despaisajado”… ¿Recreación estilística del Manuel Pereira de Cró-nicas (1981)?

MP: No había reparado en esa correspondencia con Cró-Nicas. Me dejas pensando. Aquel fue un libro escrito de prisa, en tono de crónica o reportaje. Lo que pasa es que con tanta censura en la prensa, algunos hacíamos un periodismo poético. En efecto, puede que los cuentos de Mataperros transmitan algo de esa urgencia casi telegráfica, aunque destilados en un registro más literario, alejados de la efímera inmediatez que impone el oficio informativo.

Guillermo Cabrera Infante hizo la crónica de La Habana: bolero, pachanga, luces, cabaret, salas de cine, las guaguas, padre, lentejuelas, soliloquio, el parque central, santería, solares, el mundo de los músicos populares, perorata de la gente común… Tú, sin embargo, has realizado el itinerario, el memorándum, de un microcosmos impar en el que un grupo de muchachos actúa y testifica fajazones, burlas, improntas revolucionarias, aparición de barbudos, toques de tambores, formación de milicianos, jolgorio y carnaval. Veo ciertas trasnominaciones en los ecos de Mataperros con Tres triste tigres y La Habana para un infante difunto. ¿Qué piensas de mi lectura, estás de acuerdo?

MP: La novela de Cabrera Infante que más me impactó fue La Habana para un infante difunto, principalmente por sus recreaciones de los solares de un barrio colindante con el mío. Entre él y yo había una diferencia generacional de veinte años, por eso no conocí mucho el mundo nocturno descrito en TTT, si acaso asistí a sus últimos coletazos. Sin embargo, es posible que existan esos ecos que tú barruntas. Los caminos de la genética literaria son inescrutables.

Niños bitongos, niños góticos y mataperros… Blanquitos y negritos. Pandilleros y matarifes. Tierno/práctico (Coliseo); gallega/gótica/sorda/costurera/tierna (Numancia); guapetón/protector (El Chama); pícaros/vividores… ¿Disección metafórica del entramado social de la Cuba Republicana?

MP: Por supuesto, todo ese desfile de personajes constituye una biopsia del tejido social y económico de La Habana de aquel tiempo. Creo que ese mismo tejido ya está reapareciendo en estos momentos y se impondrá en los próximos cinco años con la fuerza impetuosa de un atavismo.

¿No te parece que el último relato, “No todo lo que brilla es oro”, sobra?

MP: Tienes razón. Ese relato no figuraba en la versión original (edición española) de este libro, pero a mi editor mexicano le gustó mucho y me pidió incluirlo, a guisa de coda, en un contexto epocal algo posterior. Decidí complacerlo.

Ironía, añoranza, procacidad, venturas y ensueños infantiles en una novela embozada como cuentario, que mucho le debe a la picaresca española (El Buscón, Lazarillo, Guzman de Alfarache…). ¿En la narrativa cubana contemporánea están ausentes esos tonos? ¿Qué piensas al respecto?

MP: No conozco suficientemente a fondo la narrativa cubana actual como para expresar una opinión seria. Pero me parece que siendo Cuba tan hija de España (para bien y para mal), la picaresca es una herencia inevitable. Durante las etapas del Realismo Socialista (o literatura “comprometida”) que padecimos en las décadas 70-80, la picaresca casi desapareció en las letras cubanas. Se pusieron de moda las novelas con temas fabriles de corte más o menos soviético, libros dedicados a la Zafra de los Diez Millones, novelas policíacas o de espías… En El comandante Veneno yo intenté revivir la picaresca a través del tratamiento desenfadado e irreverente del asunto y de los personajes, razón por la cual me busqué más de un problema con altos oficiales del ejército y con funcionarios del Instituto Cubano del Libro. Muchos ignoran que a esa novela le arrebataron un premio, fue acusada públicamente de “pornográfica” y estuvo tres años y medio engavetada en una oficina del MINFAR.

La escritura como obsesión, destino, acabamiento, azar recurrente. ¿Qué proyecto tiene en la cabeza el incansable Manuel Pereira?

MP: Hace una semana terminé un libro de ensayos que espero publicar este año. El ensayo es un género que cada día me interesa más, porque moviliza ideas obligando al lector a pensar, a ser más inteligente, que es lo que hace falta en esta época de tanta indigencia intelectual. Por lo demás, hace tres días retomé una novela en barbecho —llevaba dos años estancada— y ahora avanza viento en popa.

Comenzamos a las 6 de la tarde y terminamos a las 10 de la noche. Una luna redonda, inmensa —ojo de azogue en el cielo—, se entrometió en la charla: salimos a mirarla. Pereira seguía hablando: desbocado, temperamental, labia febril arrolladora… Me dedicó Mataperros y me dijo: “Si te vas a referir a la foto de portada, te informo que la tiró mi padre en 1957 en el litoral rocoso del malecón habanero. Aparezco yo —tercero al frente, sacando pecho y enseñando costillas— con mis amigos mataperros bañándome en una poceta”.


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