Emiratos Árabes, Abu Dhabi, Dubai
Cinco días y cuatro noches árabes (IV)
Último de una serie en cuatro partes
Última noche
Dos buenas noticias en la mañana de hoy: el té negro que nos sirven en el desayuno está mejor que el café, y esta vez sí entramos al Emirate Palace de Abu Dhabi, porque me puse pantalones.
El viaje, desde el hotel, como siempre es tan bueno como el destino. Tomamos una vía rápida que nos lleva bordeando el mar, este mar tan calmo que parece domesticado. Como es habitual, a pesar del GPS, tomo el lado equivocado en una bifurcación, y eso nos da la oportunidad de visitar el Abu Dhabi no turístico.
La ciudad es tan limpia y organizada como todo lo que hemos visto hasta ahora. La urbanización es sobria, racional, el tráfico organizado, y las rotondas (in the roundabout, take the second exit) sustituyen a los semáforos en muchas de las intersecciones.
Desde que desembarcamos en el aeropuerto hemos visto murales, cuadros y vallas —muy a la usanza de la isla triste— con imágenes del presidente del país, el vice presidente, y del fundador de los Emiratos árabes, el Sheikh Zayed bin Sultan Al Nahyan, propulsor de las ideas y reformas que han llevado la nación a su estado de prosperidad, y padre del actual presidente de los Emiratos, que es el gobernante de Abu Dhabi por demás.
Nos detenemos en un semáforo y, desde una pancarta enorme, la imagen del emir fundador saluda con el brazo levantado, y mira hacia algún punto oculto en el horizonte tras la bruma polvorienta que se cierne sobre el desierto. Al futuro, tal y como se ve en estos lugares.
Debajo de la figura del difunto emir se anuncia un sitio web: www.ourfatherzayed.ae
En todos esos murales, cuadros y vallas los próceres emiratis tienen la misma expresión: atisbando algo que solo ellos ven, concibiendo algún lugar o idea lejana en tiempo y espacio. Sueños de beduino, que el petróleo les cumple. Lo que percibo es que lo diferente entre un demagogo que reparte ideas afiebradas, y un líder que cumple lo que promete, son $700.000 millones de Producto Interno Bruto.
El Emirate Palace está a la vuelta de la esquina.
Lo que sucede con el Emirate Palace es que no hay manera de describirlo con un simple texto o con una cámara fotográfica convencional como la mía, ni con mi ojo promedio, me percato de inmediato.
El tremendismo de los emires hace que, como Dubai, este hotel-palacio tenga que ser visto en persona para que pueda ser apreciado en su justa magnitud. O, al menos, con un lente de ángulo ancho que no tengo.
Si espectacular es el Emirate Palace, el skyline que tiene enfrente, dominado por las Etihad Towers, no lo es menos. Me frustro tratando de captar la imagen, pero al final solo puedo tomar fragmentos de un fantástico paisaje urbano.
En el hotel hay zonas donde no se puede fotografiar. La recepción es una de ellas; un área con butacas, tumbonas y meseros esperando instrucciones, es otra. “Hay huéspedes y visitantes que demandan discreción total”, me explica un hombre uniformado que custodia el acceso al patio, donde se levanta una carpa enorme y hermética en cuyo interior se servirá el iftar de ese día a invitados selectos.
“Pero donde no vea las señales de ‘No fotos’, lo puede hacer sin problemas”, remata el vigilante, un negro corpulento, con ese peculiar acento de los africanos y voz de barítono, y que bien pudiera ser un djin que custodia este magnífico lugar, donde se suceden enormes salones de rara belleza, con ventanales y arabescos que se duplican en pisos que, de tan pulidos y brillantes, parecen estar mojados.
***
Siempre había tenido la ilusión de visitar un zoco árabe.
Hasta ahora lo más cercano —de hacerle caso a mi imaginación— habían sido los tianguis de Tepito y Lagunilla en la Ciudad de México. Pero no se parecen en nada a este.
Este, al que llegamos después de un par de tumbos por callejuelas y rotondas —in the roundabout, take the third exit—, es la clásica trampa para turistas, con mucha quincalla y vendedores insistentes, socarrones. Trampa en la que, al menos nosotros, caemos voluntariamente. Al cabo, ¿dónde se ha visto un zoco bajo techo y con aire acondicionado? Pero ella quiere algo “de aquí”, así que allí vamos.
Los zocos son lugares de paciencia y manoseo. Después de un rato entrando y saliendo de las escasas tiendas que están abiertas, comenzamos a ver más claro: hay verdaderos hallazgos junto a la bisutería adocenada. Mi esposa encuentra —“se decide al fin por”, debería escribir— un anillo y un pendiente de plata, con lapislázuli y otras piedras engastadas cuyo nombre no recuerdo. Verla saltar de alegría es un doble alivio.
También está una lámpara a la que, ya de regreso en Nueva York, le tengo que cambiar el enchufe y el receptáculo para el foco, que se rompió el que traía y que resultó ser de modelo europeo y en fin, lámpara para turistas.
Luego, un par de cosas menores, como ese sextante de latón, con brújula incrustada, que siempre he querido tener sobre un escritorio que no tengo, o el mini narguile, de metal bruñido, del cual nunca nadie fumará.
Finalmente, está la vasija.
No es ánfora, ni es florero. Pudiera ser una garrafa. O casi. Es esbelta, es de cobre, esmaltada, con una intrincada taracea que —de dársele crédito al emirati que nos la vende— incluye papel de oro, además de incrustaciones de hueso de camello.
What part of the camel?, le pregunto al vendedor, emirati con poca disposición para el regateo, pero que nos dio un descuento especial, dijo. “Por el Ramadán, veinticinco por ciento”, y sonríe. Tiene sonrisa de cabrón. Persa, la vasija. O iraní. Para turistas. Pero es hermosa.
What part of the camel?, insisto intrigado, le pregunto al vendedor, pues, entre su acento y mi semisordera, la información se pierde; “Bone, camel bone...”, me responde de nuevo, algo disgustado por mi insistencia que pone en entredicho su maltrecho inglés, “Camel Bond”, quiero replicarle, pero no sé si el chascarrillo lograría atravesar todas las barreras.
“From Iran!”, añade entonces el mercader con tono triunfal, y me muestra un sello, que se ve muy auténtico, en el fondo de la vasija, y que dice “Isfahan, Iran”, y unos trazos en caligrafía que, consecuentemente, debe ser farsi.
Después me entero que Isfahan es una región de Irán famosa por las alfombras y no por las vasijas; pero es bella igual, la garrafa-ánfora-recipiente. A los dos, a mi esposa y a mí, nos gusta, y la compramos, con leve suspiro mío, que tengo el mal hábito de llevar las cuentas, aun de vacaciones, y para satisfacción del emirati que está haciendo negocio en el zoco desolado por el mediodía de domingo de Ramadán —día laboral, por demás—, y al que los clientes llegarán, si acaso, al caer el sol.
En el hotel mi hijo aprovecha nuestras últimas horas de vacaciones y disfruta en la piscina. Juega con otro niño, cuya madre, con la cabeza cubierta con un pañuelo, vigila desde una butaca. El niño, turco o sirio, no habla inglés, pero de alguna manera los niños se entienden.
Del otro lado, acodada en el borde de la piscina, los ojos entrecerrados, un cigarrillo entre los dedos húmedos, canturrea una meretriz.
Salimos de nuevo a la calle, ya de noche, a ponerle gasolina al auto antes de entregarlo, y nos aguarda una última sorpresa: en este lugar, con todo ese petróleo, apenas hay gasolineras. Tenemos que manejar nueve kilómetros hasta la más cercana al hotel, hasta un lugar llamado Khalifa City, “Aquí todo se llama califa” apunta mi hijo. Hay cola para poner gasolina, cuarenta o cincuenta autos quizás. Pero el servicio es rápido, y en unos diez minutos estamos listos.
El GPS nos lleva de regreso por una estrecha carretera vecinal. Un enorme Toyota todoterreno está detenido en la oscuridad, fuera de la vía. Cinco hombres, emiratis, se asisten mutuamente en el lavado de los pies con agua que vierten de un recipiente plástico. Uno de ellos tiende varias esteras sobre la tierra arenosa.
Es la hora de la isha, la quinta plegaria, nocturna, y el canto del almuédano ya comienza en lontananza.
***
Trece horas de vuelo y, casi ocho años después de nuestra primera vez, llegamos a Nueva York.
Justo antes de que el avión toque tierra en el JFK, las pantallas muestran una silueta de la nave en el centro de una brújula, en la que destacan dos indicadores: uno señala hacia la ciudad, que bulle a escasos kilómetros; el otro señala hacia La Meca, a una civilización de distancia.
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