Actualizado: 06/05/2024 0:13
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Crónicas postcomunistas

¿Dictadura?

Alexandr Solzhenitsyn enseñó al mundo que detrás de las idílicas vitrinas comunistas, sólo había un infierno de dolor y miedo.

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Después de la desaparición de la URSS, Solzhenitsyn se opuso al capitalismo salvaje instaurado en Rusia por Boris Yeltsin. El escritor se negó a recibirlo, rechazó entonces el premio que le quería dar y aplazó su regreso a la patria hasta 1994.

Recientemente, el Nóbel de Literatura, de 88 años, recibió en su finca de Troitse-Likovo, en las afueras de Moscú, el galardón que le entregó personalmente el presidente Vladimir Putin, a quien pidió disculpas por recibirle sentado, porque a su edad le cuesta mucho ponerse de pie.

Según la agencia Interfax, el encuentro fue como sigue: "Tengo en gran estima su visita. Usted tiene un millón de tareas en aras de Rusia y todavía pudo encontrar tiempo para acudir a verme", dijo el anciano al presidente. El jefe del Kremlin felicitó al escritor y le dijo que su obra completa será reeditada en 30 tomos por la Editorial Vremya en 2010.

Fragmentos de 'Archipiélago GULAG'

El sentimiento general de inocencia engendraba una parálisis también general ¿Y si, a lo mejor, a mí no me cogen? ¿Y si todo se arregla? A. Y. Ladyzhenski era jefe de estudios en la escuela del remoto pueblo de Kologriv. En 1937 un campesino se acercó a él en el mercado y le dijo de parte de alguien: "¡Márchate, Alexandr Iványch, estás en las listas!". Pero se quedó: "Soy yo el que lleva el peso de la escuela y da clases a sus hijos, ¿cómo pueden detenerme?" (Lo detuvieron al cabo de unos días). No todo el mundo veía las cosas como Vania Levitski a los catorce años: "Toda persona honrada tiene que pasar por la cárcel. Ahora está papá, cuando yo sea mayor también me encerrarán a mí". (Lo tuvieron en prisión veintitrés años). La mayoría se aferra a una fútil esperanza: "Si no soy culpable ¿a santo de qué pueden detenerme? ¡Es un error! ¡Tan pronto como se aclare me soltarán!". Y aunque a los demás los detengan en masa, lo que también es absurdo, siempre podemos dudar ante cada caso individual: "¿Quién sabe si éste, precisamente…?". ¡Pero tú, qué va! ¡Tú eres inocente, claro que sí! Todavía crees que los órganos de la Seguridad del Estado son un ente humano y lógico: tan pronto como se aclare me soltarán. Entonces, ¿para qué huir?, ¿para qué oponer resistencia? No harías más que empeorar tu situación, les impedirías aclarar el error. Y no sólo te resistes, sino que incluso bajas la escalera de puntillas, como te han mandado, para que no se enteren los vecinos…

Y luego en los campos penitenciarios te reconcome una idea. ¿Qué hubiera pasado si cada agente que sale por la noche a detener a alguien no pudiera estar seguro de volver con vida y tuviera que despedirse cada vez de su familia? ¿Qué habría pasado si durante una época de arrestos masivos, como por ejemplo Leningrado, cuando metieron en la cárcel a la cuarta parte de la población, la gente no se hubiera quedado en su madriguera, paralizada de horror al oír un portazo en la calle o pasos en la escalera? ¿Y si hubieran comprendido que ya no había nada que perder? ¿Y si los hubiéramos recibido con una barricada en el vestíbulo, con varios hombres armados de hachas, martillos, hurgones o lo que hubiera a mano? Sabíamos por anticipado que esas aves nocturnas tocadas con gorros no venían con buenas intenciones. No habría sido ninguna equivocación recibir a golpes a esos asesinos. O también podríamos haberles robado el coche o pinchado los neumáticos a ese "cuervo" que esperaba en la calle con sólo el chofer dentro. A los órganos de Seguridad del Estado pronto les habrían faltado agentes y material móvil, y por más que se empeñara Stalin se habría detenido la maldita máquina.

Si se hubiera hecho tal cosa, si se hubiera hecho tal otra… Sencillamente, nos hemos merecido todo lo que vino después…

Después de veinticuatro horas en el contraespionaje del Ejército, después de tres días en el contraespionaje del segundo Frente Bielorruso, donde mis compañeros de celda ya me habían puesto al corriente de todo (de las argucias de los jueces de instrucción, de las amenazas, las palizas; de que una vez detenido ya nunca te sueltan; de la inevitable condena de diez años), de pronto me encontraba milagrosamente libre, y ya llevaba cuatro días viajando como un hombre "libre" entre hombres libres, aunque mis costados ya habían descansado sobre la paja podrida que rodea las letrinas, mis ojos habían visto a hombres apaleados y privados del sueño, mis oídos habían escuchado la verdad, mi boca había conocido el rancho carcelario. ¿Por qué me callé? ¿Por qué no abrí los ojos a la multitud aprovechando mi último minuto en público?

(…) Unos seguían esperando un final favorable y temían echarlo a perder con un grito (téngase en cuenta que no nos llegaban noticias del mundo exterior, no sabíamos que desde el instante mismo de la detención nuestro destino ya nos deparaba lo peor, o casi lo peor, y que era imposible empeorarlo). Otros aún no habían madurado y no sabían cómo exponerlo todo en un grito dirigido a la multitud. Ya se sabe, sólo los revolucionarios tienen siempre a punto consignas que lanzar a la multitud. ¿De dónde habría de sacarlas el hombre pacífico, el hombre común que nunca se ha metido en nada? Sencillamente, no sabe qué podría gritar. Y al final, había aquellas personas que tenían el alma demasiado llena, cuyos ojos habían visto demasiado para poder verter todo este torrente en unos pocos gritos incoherentes. Pero yo, yo me callé además por otro motivo: porque estos moscovitas apiñados en los peldaños de las dos escaleras mecánicas eran pocos para mí, muy pocos. Aquí mi clamor lo oirían doscientas personas, o el doble, ¿y qué pasa con los doscientos millones restantes? Presentía vagamente que un día podría gritar a los doscientos millones… Pero de momento no abrí la boca, y la escalera me arrastró irremisiblemente hacia el infierno.

Y también me callaría en Ojótny Riad.

No gritaría al pasar por delante del hotel Metropol.

Ni agitaría los brazos en el Gólgota de la Plaza de la Lubianka.


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