La condena del silencio y el olvido (III)
La reacción visceral que inspiran los campos de concentración nazis no es unánime cuando se trata de enjuiciar y condenar el horror totalitario del gulag.
Al igual que ha sucedido con otras obras de la literatura concentracionaria rusa, Relatos de Kolymá es un libro que un amplio sector de la izquierda no ha terminado de asimilar. Eso tiene que ver con algo que la norteamericana Anne Applebaum señala en la introducción de su magnífico y documentado ensayo Gulag: la reacción visceral que inspiran los crímenes de Hitler no es unánime cuando se trata de los crímenes de Stalin. Ilustra su afirmación con una anécdota que vivió hace unos años cuando estuvo en Praga. En uno de los sitios más visitados por los turistas extranjeros se vendían en la calle objetos militares soviéticos: boinas, insignias, imágenes de latón de Lenin y Brézhnev. Cuenta la extrañeza que le produjo ver que quienes compraban aquellas cosas eran europeos occidentales y compatriotas suyos. Éstos, apunta, "se habrían sentido incómodos al pensar en llevar una esvástica. Sin embargo, ninguno tenía inconveniente en llevar la hoz y el martillo prendida en la camiseta o en la gorra". Y concluye: "La lección no podría haber sido más elocuente: mientras que el símbolo de un asesinato masivo nos llena de horror, el símbolo de otro asesinato masivo nos hace sonreír".
La indulgencia, el mutismo, la tibieza, las matizaciones, las justificaciones, las coartadas, forman parte de la actitud general que se asumió ante lo que muchos sabían pero prefirieron ignorar. De ahí proviene además ese doble rasero a la hora de condenar el aniquilamiento de millones de seres humanos cometido en nombre del nazismo y el comunismo. Leí en algún sitio un argumento que me parece no hace falta refutar: el comunismo tenía una base ética, mientras que el nazismo partió del horror. No creo que importe mucho esa supuesta diferencia si al final el resultado de ambas ideologías fue idéntico: una montaña de cadáveres, un mar de sangre. Ni siquiera se puede echar mano a las cifras para apoyar lo anterior: los 479 campos del gulag, por los cuales pasaron 29 millones de personas, provocaron más víctimas que Auschwitz, Dachau, Buchenwald, Majdanek, Treblinka y Mauthausen juntos.
En el caso del gulag, no cabe hablar de ignorancia sino de ceguera voluntaria. En fecha tan temprana como la segunda mitad de la década de los veinte aparecieron los primeros testimonios que denunciaban esa realidad. En 1926 se publicó en Londres Island Hill: A Soviet Prison in the Far North, traducción al inglés del libro de S.A. Malsagov. Al mismo se sumaron en los años siguientes títulos de Iuri D. Bezsonov ( MyTwenty-Six Prisons and my Escape from Solvki, 1929), Tatiana Tchemavin ( Escape from the Soviets, 1934), Vladimir Tchemavin ( I Speak for the Silent: Prisoners of the Soviets, 1935), Víctor Kravchenko ( I Chose Freedom, 1947), Vladimir Petrov ( It Happens in Russia, 1951), Sergeir Maksimov ( Taiga, 1952). Vieron la luz además libros escritos por extranjeros a quienes también les tocó vivir la experiencia concentracionaria en la Unión Soviética: George Kitchin ( Prisoner of the OGPU, 1935), Margaret Buber-Neumann ( Under Two Dictators, 1949), Helmut Fehling ( One Great Prison: The Story Behind Russia’s Unreleased POWs, 1951), J. Scholmer ( Vorkuta, 1954), Antoni Ekart ( Vanished without Trace: Seven Years in Soviet Russia, 1954). En conjunto, constituían llamadas de alerta sobre lo que estaba sucediendo en ese país, pero sencillamente no fueron escuchadas.
Cuando finalizó la Segunda Guerra Mundial, las atrocidades y violaciones de los derechos humanos que se cometían en los campos de trabajo forzado de la Unión Soviética constituían un hecho fuera de toda duda. Los gobiernos de los países europeos vencedores se vieron así en el difícil trance de admitir que crímenes en masa similares a los de los nazis seguían ocurriendo bajo un régimen que fue su aliado en la lucha contra Hitler. No tomaron en cuenta que Stalin había firmado un pacto con Hitler al inicio de ese conflicto bélico, ni que luego invadió Polonia y ocupó los países bálticos. Ni siquiera consideraron que Stalin, cuyo antisemitismo fue aumentando con los años, fue el primer dirigente comunista que negó el genocidio nazi. Optaron entonces por no aceptar la existencia del gulag, contribuyendo de ese modo a que en la Unión Soviética continuase la campaña de exterminio social.
En uno de los textos que sirve de presentación al libro de fotos sobre el gulag recopiladas por Tomasz Kizny, Jorge Semprún recuerda un dato escasamente divulgado. Tras la derrota de las tropas hitlerianas, Buchenwald no fue desmantelado ni dejó de funcionar como campo de concentración. Tres meses después de haber salido los últimos prisioneros que allí se encontraban, fue puesto al servicio del ejército soviético de ocupación, que lo utilizó hasta 1950, año en que se creó la República Democrática Alemana. Es por eso completamente lógico que tras la reunificación de Alemania, Buchenwald pasó a contar con dos museos, uno para recordar las víctimas de los nazis y otro dedicado a las que murieron bajo la administración estalinista.
Por testimonios de sobrevivientes, hoy se sabe que los ciudadanos soviéticos que estaban recluidos en los campos nazis cuando finalizó la guerra no fueron liberados, sino que la mayoría de ellos fueron trasladados a los gulags. En el testimonio autobiográfico El vértigo, otro texto imprescindible de la literatura concentracionaria, Evguenia S. Ginzburg recoge el caso de una comunista alemana que conoció cuando estaba presa:
"Clara se tendió boca abajo sobre el catre y se arremangó el vestido. Tenía en los muslos y las nalgas cicatrices monstruosas, como si una manada de bestias feroces le hubiesen lacerado las carnes. Los finos labios de Clara se apretaron. Sus ojos grises parecían de fuego en aquella cara de tez muy morena.
"−Ésta es la Gestapo —dijo con voz ronca.
"Luego se sentó y, extendiendo las manos, añadió:
"−Y éste es el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos.
"Las yemas de los dedos estaban magulladas, violáceas e hinchadas. Carecían de uñas. Creí que mi corazón iba a pararse.
"−¿Qué ha sido eso?
"−Un método especial para obtener… ¿Cómo se dice?… Confesiones sinceras".
Eso confirma lo que expresó la italiana Barbara Spinenelli en 1997, con motivo del octogésimo aniversario de la Revolución de Octubre: "Había una análoga pulsión de matar en la idea que el nazismo y el comunismo se hacían del Hombre Nuevo y Regenerado, del Bien impuesto con violencia al ser mortal, de la Jerusalén celeste transplantada a la tierra; había un desprecio análogo, radical, por el ser humano tal como nace, como crece, como muere en la imperfección y la falta de plenitud". Es oportuno recordar que bajo la dictadura de Stalin en 1935 se instauró en la Unión Soviética la pena de muerte a partir de los 12 años, y que algunas de sus frases más célebres eran "La muerte soluciona todos los problemas. No hay hombre, no hay problemas", "Golpead, golpead y golpead otra vez" y "Una muerte es una tragedia; un millón de muertes, simple estadística".
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