Actualizado: 23/04/2024 20:43
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La transición española y el caso cubano (IV)

Un ejemplo para Cuba: Tras la muerte de Franco, en lugar de ponerse a hurgar en el pasado, los españoles se dedicaron a salvar el futuro.

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En España, en 1974, cuando se anuncia la enfermedad del Caudillo, la oposición, hasta entonces desunida, se agrupa en dos grandes coaliciones. Los marxistas más radicales crean la Junta Democrática. Ahí están el Partido Comunista, presidido por Santiago Carrillo; el Partido Socialista Popular, del profesor Enrique Tierno Galván; el Partido del Trabajo y Comisiones Obreras, una central sindical independiente y proscrita, creada por los comunistas unos cuantos años antes.

Unos meses más tarde, ya en 1975, otros grupos más moderados forman la "Plataforma Nacional de Convergencia Democrática", integrada por el Partido Socialista Obrero de España (PSOE), cuyo secretario general era el joven abogado sevillano Felipe González, y una agrupación socialdemócrata fundada por Dionisio Ridruejo, un escritor ex falangista genuinamente pasado a la democracia. Lo que pide la Plataforma es libertad de asociación y de prensa. Para ellos la inspiración más cercana es el Partido Socialdemócrata Alemán y Willy Brandt, el ex canciller germano.

Finalmente, el 20 de noviembre, tras varias semanas de agonía, Francisco Franco muere. Dos días más tarde se reúnen las Cortes, como se le llama en España al Parlamento, y Juan Carlos es nombrado rey, tal y como la legislación determinaba. Parecía que la continuidad del franquismo estaba asegurada, pero no era verdad.

Los reformistas, muchos de ellos de procedencia democristiana, intrigan hábilmente para democratizar el régimen. Hay una sorda pugna por el poder, que se da, fundamentalmente, en los pasillos de las Cortes y en las reuniones secretas de La Zarzuela, recinto de los monarcas. Los "inmovilistas" afirman que el apoyo del pueblo al modelo franquista es total, como se demostraba en las elecciones y referendos organizados por el franquismo. Los españoles —opinaban ellos— no querían cambiar ni volver a la decadente "partidocracia" de antaño.

El rey, que hasta entonces era un enigma, participa en el bando de los "democratizadores". Arias Navarro, el jefe de Gobierno o Primer Ministro, no está conforme. En julio de 1976 se produce el cambio y el rey elige al sustituto de Arias Navarro de una terna propuesta por las Cortes. Se trata de Adolfo Suárez, un joven y poco conocido abogado que ha hecho toda su vida profesional como apparatchik del Movimiento.

La decisión de Suárez

Una vez al frente del gobierno, Suárez comienza su lucha por cambiar el modelo político. Enseguida se da cuenta de que la clave está en ampliar los márgenes de participación de la sociedad. La ilegitimidad del franquismo surgía del exclusivismo. Las potencias europeas —Alemania y Francia principalmente— le hacen saber que no habría integración ni solidaridad si no se respetaban los derechos políticos de todos los españoles.

Estados Unidos coincide con ese análisis. Tenía que abrirle paso al resto de las fuerzas políticas. Suárez se plantea construir un partido democrático con el sector reformista del gobierno y con la parte moderada de la oposición. Está secretamente decidido a enterrar el Movimiento.

En noviembre ocurre un espectáculo pocas veces visto: las Cortes dictan una amplia amnistía política, promulgan la Ley de Reforma Política para potenciar el pluripartidismo, suprimen los Tribunales de Orden Público —dedicados a la persecución ideológica—, y se disuelven para dar paso a unas elecciones convocadas con las nuevas reglas. El franquismo, repiten en España en todos los medios de comunicación, se ha hecho el haraquiri. Las elecciones se llevan a cabo en junio de 1977.

Antes de esa fecha, Suárez da dos pasos importantísimos: crea la Unión del Centro Democrático (UCD) para agrupar sus propias fuerzas desgajadas del antiguo franquismo y legaliza el Partido Comunista, bestia negra de los viejos militares, que no olvidan los agravios de la Guerra Civil, y muy especialmente "la matanza de Paracuellos", un poblado cercano a Madrid donde los comunistas, bajo la autoridad de Santiago Carrillo, habían ejecutado sumariamente a unas 2.800 personas.

Pero Suárez sabe que para democratizar el país y cambiar el sistema necesita la colaboración de los comunistas y de los socialistas. El quid pro quo es muy claro: habrá juego limpio para todos a cambio de tranquilidad institucional. ¿Qué quiere decir eso? Básicamente, aceptación de la monarquía y sujeción a la democracia electoral. El rey y él, Suárez, están dispuestos a ampliar el juego político, pero a cambio de que todos se coloquen bajo el imperio de la ley.

Todo esto, naturalmente, se produce en medio de grandes tensiones sociales, y bajo la presión de grupos extremistas de izquierda y derecha que se niegan a aceptar las normas democráticas. Desde la ultra-izquierda se dice que todo es un engaño, pues "los tiburones [el franquismo] no suelen parir gacelas". Desde la ultraderecha, dominada por nostálgicos del falangismo, se afirma que la "partidocracia" volverá a fragmentar y destruir a España.

Ambos sectores llevan a cabo ciertos hechos violentos y algunos asesinatos. Pero en junio de 1977 se llevan a cabo las elecciones y gana el partido de Suárez con el 32 por ciento de los votos. En segundo lugar queda el PSOE y en tercero el Partido Comunista. Suárez ha conservado el poder, pero se da cuenta de que debe buscar el consenso con las otras fuerzas para poder gobernar.

De esa disposición surgen los "Pactos de la Moncloa", un programa de gobierno en gran medida refrendado por la oposición. Lo importante es no romper el Estado de Derecho. En 1978, las Cortes surgidas de las elecciones de 1977 se declaran Constituyentes y le encargan a una decena de sus miembros, catedráticos de Derecho, que redacten una nueva Ley de Leyes. Se trata de un grupo mixto en el que hay políticos de derecha, como Fraga Iribarne, y comunistas como Solé Turá.


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