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Política

El pacto entre reformistas y demócratas

La clave para una transición pacífica en Cuba tras la muerte de Fidel Castro.

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A principios del año 2006 resulta evidente que el gobierno cubano ha conseguido superar los aspectos más dramáticos de la inmensa crisis económica y política que supuso la cancelación del subsidio soviético y el desprestigio del marxismo como referencia ideológica tras el fin de la URSS.

No obstante, la forma en que se ha llevado a cabo ese proceso de dudosa recuperación ha tenido un alto costo para Fidel Castro ante el pueblo cubano y ante la propia clase dirigente, comprometiendo a corto plazo el futuro del sistema tras la previsible muerte de Castro.

Si bien el régimen hoy no está en peligro de desaparición, ello sucede por la ilimitada autoridad que Castro ejerce y por el temor que infunde entre partidarios y adversarios. Sin embargo, todos los síntomas apuntan a que existe una aguda desmoralización en la estructura de poder y una mezcla de rechazo e indiferencia entre la población, especialmente en los más jóvenes, a lo que se suma la presión a veces heroica de los sectores de la oposición democrática dentro y fuera del país, así como las constantes denuncias de prestigiosos organismos internacionales como el Parlamento Europeo o la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

Están, pues, dados los principales elementos psicológicos y políticos para que se produzcan cambios muy significativos tras la desaparición del Comandante, siempre que esa transformación del sistema sea vista como una oportunidad de escaso riesgo y franco progreso personal para la gran mayoría de la población, incluidos quienes hoy detentan el poder.

Un poco de historia

A partir de 1992, la ya pobre capacidad de consumo de la sociedad cubana —que había suspendido sus pagos internacionales desde 1987—, se redujo súbitamente entre un treinta y un cincuenta por ciento adicional al eliminarse la masiva ayuda soviética, mientras el marxismo perdió prácticamente toda legitimidad moral como consecuencia del derrumbe del campo comunista en Europa y la pública exhibición de los crímenes, falsedades y distorsiones del llamado socialismo real.

Ante ese cuadro inesperado, la clase dirigente cubana, secretamente y de forma extraoficial, se dividió en tres partes desiguales y de perfiles muy imprecisos: reformistas, inmovilistas, y quienes, acostumbrados a obedecer dócilmente, se limitaban a esperar las directrices de Fidel Castro sin manifestar ningún tipo de opinión.

Los reformistas (tal vez la mayoría) pensaban que la revolución debía adaptarse a la nueva realidad planetaria y admitir una modificación gradual hacia el mercado y el pluralismo. Muchos de ellos —no todos— soñaban con un Fidel Castro reciclado, que dirigía ese cambio trascendental para que el poder no se les escapara de las manos.


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