Actualizado: 29/04/2024 2:09
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El profeta desenterrado

León Trotsky, Cuba y las catarsis sentimentales sin ejecutoria política.

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Sin embargo, ni siquiera en el caso supuesto de que todos los gobiernos latinoamericanos adoptaran una tendencia política similar podría hablarse de un renacimiento del ideal trotskista. Porque la inclinación hacia la izquierda no se presenta como el fin de las diferencias nacionales, sino como la vía hacia un desarrollo diferenciado, en que cada nación busca mantener la cooperación en determinados aspectos económicos y comerciales, precisamente como una forma de enfrentarse al integracionismo y la globalización propugnada por Estados Unidos.

Chávez, por otra parte, no es un constructor de naciones —ni siquiera para su pueblo—, sino un aspirante a caudillo que se vale de los petrodólares para extender su influencia personal. En este sentido, resulta mucho más internacionalista el neoliberalismo.

Para los que quieren buscar semejanzas, el plan norteamericano de conquistar Irak y extender la democracia en el Levante y sus alrededores estaría más cercano a la estrategia trotskista. No es una casualidad el que muchos de los arquitectos del concepto fueron trotskistas en su juventud. Una vez más, la realidad ha demostrado que este tipo de estrategia está condenada al fracaso, no importa el signo ideológico con que se quiera llevar a la práctica.

Lo anterior demuestra que lo que predomina, en cualquier intento trotskista, es una relación más emocional que práctica. Por encima del valor intelectual de los ensayos y artículos de quien fuera la figura de pensamiento más brillante de la Revolución de Octubre y su mejor orador y jefe militar, desde el punto de vista intelectual muy superior a Lenin —quien resultó un hábil político y un astuto estratega partidista, pero un pésimo teórico que tampoco nunca alcanzó la brillantez del primero en el discurso público—, poco o nada hay que buscar como guía para mejorar la sociedad.

Ese acercamiento intelectual a Trotsky fue el que intenté en los años setenta en La Habana, cuando los últimos trotskistas de la Isla estaban enterrados, fuera del gobierno o a punto de cumplir sus condenas. Encontré en el revolucionario ruso una figura difícil de encasillar, un hombre afiebrado y con una sensibilidad que quizá le hubiera servido para frenar más de un error en caso de mantenerse en el poder. Pero también a un fanático que propugnó el establecimiento de "campos de concentración" —de acuerdo a Isaac Deutscher en The Prophet Armed— para encerrar a los trabajadores que abandonaran sus puestos, un militar que reprimió a sangre y fuego la primera sublevación popular contra el régimen soviético —la de los marinos de Kronstadt— y el artífice del comunismo de guerra.

Luego en el exilio supe que Trotsky posteriormente acusó a Dzerzhinsky de ser el culpable de la represión en Kronstadt, aunque aclarando que "una guerra civil no es una escuela de humanitarismo", y admitiendo en última instancia su responsabilidad histórica.

Los hechos van más allá de una justificación por la lucha de clases. Fue Trotsky quien entonces escribió a Stalin: "Los [rebeldes] querían una revolución que no hubiera conducido a una dictadura, y una dictadura que no empleara la fuerza" —según cita el historiador Dimitri Volkogonov en su biografía, Trotsky.