Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Fragmento de la novela Un loco sí puede, de Félix Luis Viera

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…calma, calma, pigmeo de psiquiatra…, pero mire, pillín: usted debe saberlo como ya lo sé yo: ustedes no son, de verdad de verdad, doctores, no tienen doctorado alguno, sino que de este modo les dicen esta plebe mundana por algo así como cansancio histórico, por ignorancia, por comemierda que es la gente, ¿verdad?, ¿lo sabe o no?… vamos no se me haga… Calma, calma… si anochece encienden esas luces de este bello hospital que construyó el Gobierno revol… bueno, no, yo no hablo de política, después que aprendí lo que es la política, es decir, Fidel Castro y la revolución socialista y eso, me han enseñado los libros que de política no se habla ni se dialoga ni se recita, de eso me alejo como de las garrapatas, que estas son muy peligrosas cuando se meten en los oídos, bien lo sé por experiencia, pero sí sé bien lo que es política, y es otra cosa, pero de la política con la nueva tintura que le han puesto no parlamento ni a jodidas, soy un hombre muy cumplidor en estas cuestiones, sabe, y sí, claro, claro, sé que pude salvarme, mejorar, quiero decir, tener los carriles del coco más limpios, pero como usted dice, amiguito, el “foco” se me refundió de nuevo, cuando ya en la clínica del Caballo de Leticia me habían afinado el circuito bastante bien, según me dijeron y según sentí por buen tiempo… ¿por boletines quiere?, pues voy… boletín uno: recorrí con Leticia y su mamá todos los sitios de la ciudad en donde ponían cadáveres de fusilados, yo ya como un zombi, porque ver tantos muertos aquí y allá, tirados como para vender en feria, con los pechos tamizados por los balazos, y algunos las cabezas hechas un guayo, comenzó a hincarme el cráneo y supe que iba a caer en esa hondonada en donde no sé dónde me queda la zurda y dónde la derecha, la mamá de Leticia llorando como con gritos de guerra, de guerra perdida, maldiciendo, reclamándole al vacío por qué no avisaban a los familiares adónde echarían a sus fusilados y Leticia lagrimeando mientras manejaba hacia uno y otro punto, pero ninguno de los muertos que vimos, todos esbirros de la Policía y chivatos batistianos, decían aquí y allá, pero muertos vestidos de civil, era el Coronel, y vi, vi cómo un tipo le robaba los zapatos a un muerto que estaba patiabierto, tirado junto a cuatro o cinco más, a la entrada de un depósito de ataúdes de una funeraria, son de mi talla, dijo el tipo, medio harapiento, cuando le quitaba los zapatos, hizo bien, murmuró Leticia, porque el muerto ya no necesita zapatos, yo pensé eso mismo, porque aún en esos momentos era capaz de deducir casi en fila, pero no lo dije, eso que has dicho es un sacrilegio, dijo la madre en gritos a la hija en el mismo momento en que otro automóvil se estacionó junto al de Leticia, el automóvil del padre, pero quienes venían dentro eran soldados rebeldes de Fidel Castro, uno, con insignias de jefe en el cuello de la camisa verde oscuro llamó a la madre hacia un lado, supongo que nos (la) andaba localizando, algo breve le dijo y ella empezó a maullar: el Coronel estaba en el sur de la ciudad, apilado junto a otros cadáveres de oficiales esbirros, no podrían velarlo, les aclaró a la madre y a Leticia, que se había puesto a conversar con uno de los guardianes del Ejército Rebelde, el que debía ser el jefe de los custodios de los fusilados allí yacentes, solamente podrían ponerle otra ropa, si ellas así lo querían, luego al ataúd, que sería como los que teníamos entonces frente a nosotros, de los baratones, puestos en camadas pegados a una pared, y acompañar al difunto detrás de un carro fúnebre que le dispondrán, hasta el cementerio, no hasta la tumba, nada más hasta la entrada del cementerio, el lugar de la tumba se lo dirían al llegar: a treinta kilómetros por hora calculo se llevó a cabo la operación y de inmediato, ¿para qué ponerle otra ropa?, si con esa lo mataron, con esa que lo entierren, había dicho Leticia y la madre ya ni contaba para replicar, más bien parecía otro muerto: llegamos hasta las puertas del cementerio y no se me quitaba de la mente, que ya comenzaba a írseme de banda, la cara de espanto, verdosa, del padre fusilado, lo había observado yo a los ojos, que aún los tenía abiertos cuando llegamos a buscarlo, indagando por aquella mirada de león contra paloma que me lanzaba cada vez que me topaba con él en la casa, o él se topaba conmigo, mejor sería decir, pero bueno, ya usted sabe, psiquiatra hermano, que los muertos no tienen mirada, sentí pena por él: ya no podría escudriñarme con repulsión como antes, los esbirros de la Policía del dictador Fulgencio Batista debían morir porque habían torturado y matado a sangre fría a los revolucionarios de Fidel Castro, a lo largo de más de par de años de guerra, no, eso no lo dije ni lo digo yo, lo gritaba la gente por aquellos días, turbas gritando lo mismo, paredón, paredón, voceaban a campanilla rota, ¿eh?, no… nunca se dijo en la casona: la madre repetía que el padre era inocente, Leticia ni que sí ni que no, muy cierto, claro: ¿cómo la madre iba a decir que el marido había sido un asesino en caso de que en verdad lo fuera?, para ella aquel esbirro era el marido y el marido siempre es inocente, se lo siente como inocente digo, no crea usted, psiquiatra de confeti, que poco he leído sobre estos temas, que poco he aprendido a observar al ser humano cuerdo…, ¿cómo?, sí, sí, a los cuerdos digo, porque los locos son más previsibles, con solamente observarlos un poco se sabe, ¿no ve?: cuando se dice “el ser humano es muy complejo” quedan fuera de esta máxima los locos, medios locos, atarantados, idiotas y sus adyacentes, porque ya estos no son humanos, son eso que son, ¿verdad?, ¿eh?…, correcto, correcto: pues ahí va el boletín dos de mi recaída en las telarañas: la muerte del Caballo de Leticia, lloré a ese hombre como si yo fuera su mujer, ¿?, exacto, así exactamente… en cuanto le comunicaron que la clínica pasaba a manos del Gobierno de Fidel Castro se hizo un trapo, un trapo digo lleno de lágrimas, se podía exprimir a aquel hombre de la magna sonrisa y serían lágrimas lo que escanciaba. Pero los detalles sobre su muerte no se los diré: no confío en usted lo suficiente.


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