Actualizado: 02/05/2024 23:14
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Literatura, Elena Tamargo

Ahora noviembre entristece mi jornada

Morir al amanecer es despedirse con la bruma del insomnio: dicen que Elena miró los cuatro rincones del cuarto del hospital y se vio a sí misma multiplicada por las sombras

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Lo peor que tiene la muerte no es la muerte, sino la secuela que deja tras su paso. Noviembre ensombrece mi apariencia después de que hace unos meses, el último día de los ardores de julio, para ser preciso, Lichi moría en pasmosa orfandad. Ahora, noviembre, domingo amaneciendo, la poeta Elena Tamargo corta un tulipán y se columpia en los preámbulos de la luz. Camina cargada “de dolores/ suavemente murmura: no me olviden”. Dios es un mal administrador de las porciones de los unicornios, no sabe distribuir la pesadumbre: de julio a estas horas, poco el tiempo para dos encontronazos tan directos al corazón.

Elena nunca se proyectaba gavilla de un hogar para entibiar la leche de los infantes: quiso la libertad y se acurrucó en sus compases. Habitar la poesía como un gesto: beber, junto a los varones de su estancia, “la leche negra del alba”. La veo cabalgando en el lomo de un caballo negro que espumea la noche y descifra los enigmas de la tarde de la Isla. Elena, o la eterna muchacha que se baña desnuda en la rivera. Elena envuelta en un pañuelo con las luces del fulgor: la pupila fija en los panales del mundo.

La primera vez que vi a Elena: ella venía saliendo de un desborde. Vi su silueta perderse en la serenidad. Cuando Elena dibujó en el espejo la transparencia, el silencio espumeó la confabulación: los interminables goterones de la lluvia borraron la lama verde de los zaguanes, esos signos extraviados de las evocaciones. Una muchacha zurcía el resplandor y un niño balbuceaba la palabra espera. “Ya no tengo balcón ni noches junto al mar/ y otra campana traza mis compases de espera”.

El olvido es un laberinto que no tiene puertas; la memoria, perenne conversación con peces callados que deletrean el parapeto de los arrecifes. Hay un fondo del cielo que el mar se traga. Hay un horizonte que es mentira: la mirada lo acredita por ambición de las pupilas. Y ahora que ya estábamos descubriendo los avisos y las inauguraciones, Elena decide nombrar la incertidumbre en la soledad que nos acosa. Morir al amanecer es despedirse con la bruma del insomnio: dicen que Elena miró los cuatro rincones del cuarto del hospital y se vio a sí misma multiplicada por las sombras: Nazim, su única dársena, su salvación, conversaba con los pájaros sonámbulos que, noche tras noche, en oficio de avizores, amortiguaban la fragilidad.

El curso de la trencilla desborda la nitidez: Pizarnik pernocta en el silencio: un ovalo es ventana obstinada; la bruma, levedad: “Tengo un anhelo blanco de gaviota/ largo el cabello, en rizos, insinuantes”. Anise Koltz conversa en estos minutos con Elena y parece que le dice: “El tiempo se olvida del tiempo”. Elena repunta en la cuesta del amanecer y la palabra amor rebota con la palabra deseo.

Pocas veces la literatura castellana se humedeció con tanta lluvia lenitiva, con tanta premura de memoria anhelante: “Cuando me pongo triste me vienen los diez años,/ las crines que a mi padre enloquecían,/ sus atuendos de monte y el olor a tabaco./ Mi hermanito tan dulce que no decía la S/ y lloraba de horror a los cangrejos. / Ya no podré quejarme de las niñeces idas/ pero me iré al paisaje cada vez que recuerde/ humedad y latido mezclado en mi arena/ y encontraré al tropiezo vacilante y resuelta,/ el amor de diez años,/ visible amor de lirios que no duermen.”

La poesía de Elena Tamargo es una tertulia con Ana Ajmátova, Marina Tsvietaieva, Eszenin, Mandelstan y Maiakovsky (“En Rusia la poesía cambió mis derroteros. El coraje de Ajmátova me dio valor para enfrentar futuras incertidumbres”): el verso como sutura que nunca sana. “En mi poesía yo intento que resuciten mis muertos”. Cuando uno lee por primera vez las estrofas de la autora de Habana Tú, un ramalazo de ternura al galope se abre paso, las tonalidades nos encaminan a parajes donde el horror queda mudo gracias a la fuerza lingüística de unos versos que van dejando “rastro, como el de las babosas”. Poética que interroga y confirma. Lección que nos regala un secreto: vivir en las espirales de una felicidad en la que la palabra preside todo intento de serenidad armónica con el universo (Hölderlin: “Es poéticamente que el hombre habita la tierra”).

“Pido a grito que me quieran”, confiesa Elena a un periodista que le preguntó por qué todo el mundo le tenía tanto cariño. Elena fortificaba el amor para engrandecer el alma. “Un amigo —me dijo un día— es una fragilidad que hay que defender de todas la posibles caídas a la hondonada”. Cómo enfrentaremos su ausencia. Cómo bordearemos la jactancia de la tarde sin ella. A quién consultar el ramalazo aturdidor de la pasión. Cómo dormir tranquilo, si Elena ya no está para untarnos aguardos. Cómo saber el eje del caracol. Cómo entrar al letargo sin la hamaca tejida por Elena. Qué sentido tiene creer en Dios si la comunión estaba en ella.

“Hay un país lejano con mariposa negras,/ con mariposas enormes como un enigma,/ inagotable en su extraño revolar silente sobre la cuna de los niños./ Allá a los lejos, en el país perdido de las rocas,/ llaman a las mariposas con un nombre funeral: tataguas./ Se ve que estas negras mariposas vienen de las tumbas:/ que traen mensajes en el idioma prohibido a nuestros oídos”, escribió Gastón Baquero. Veo a Elena Tamargo recorriendo los pasillos de ese “país lejano” baqueriano. Un día le pregunté que qué le gustaría ser en la quebrada de la muerte, y me dijo: “Una tatagua, para visitar a mis amigos por las tardes”.


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