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Literatura, Lectura de Verano

Anarquía en palacio

CUBAENCUENTRO ha retomado este año su sección Lectura de Verano, dedicada a publicar obras de narrativa, que pueden ser enviadas a nuestra dirección en Internet

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Entre temblores y convulsiones, ella se aferra a las sábanas, gime de un placer que más parece angustia y se queda rígida mientras el orgasmo recorre todo su cuerpo, como una sacudida de alto voltaje, y el hombre se descarga bramando dentro de ella, con los ojos cerrados y los músculos tensos. Furioso. Desmedido. No han pasado ni quince minutos desde que traspusieron el umbral, cuando ambos se derrumban acezantes, extenuados por la carrera desbocada de sus cuerpos que han perseguido el placer como si estuviera a punto de escapar. Cuando él abre sus ojos, los de ella permanecen cerrados, y la hermosa cabellera forma un aura sobre la almohada. Hasta este momento, él jamás había tenido una experiencia mística. Ahora sospecha que si alguna vez en su vida ha estado cerca del Dios en que no cree, sería aquí y ahora.

Luigi Lucheni, con su sombrero ladeado hacia la derecha y hacia atrás, su mandíbula cuadrada, el bigote mal recortado y la mirada desafiante, aunque en ese momento nada exigía su desafío, abandonó hace una semana el edificio de Correos de Ginebra, donde trabaja como peón de la construcción. Está fichado por la policía suiza que, a pesar de sus antecedentes anarquistas, no lo considera peligroso. Luigi se dirigió a la casa de dos amigos y, tras una hora de conversación y medio vaso de grappa, salió de allí con un par de suplementos sobre la vida social de la ciudad. En su guerra particular contra los poderosos, las revistas ilustradas y los suplementos son una valiosa fuente de información: quién visita la ciudad y por qué, si trae su propia escolta o está protegido por la policía local; su agenda de actividades sociales y políticas, excursiones, paseos, hábitos, desplazamientos y lugares públicos a donde seguramente concurrirá. Hay que conocer al enemigo, se dice Lucheni, hijo de una pobre criada italiana y padre desconocido —quizá fuera el señorito de la casa donde trabajaba su madre, y de donde la echaron una vez preñada—. Tras su despido, y para ocultar la vergüenza, como dirían las matronas decentes de su pueblo, abandonó la ciudad y se marchó a Francia. Parió a Luigi Lucheni en una buhardilla helada de París, con la ayuda de una amiga. Con dolor o con alivio, nadie lo sabe, abandonó al pequeño en un orfanato de la ciudad para continuar con su vida.

Este año de 1898 ha sido para la propietaria de la más hermosa cabellera de Europa uno de los períodos más ajetreados de su existencia: la Riviera, Pregny, Caux, Montreux, Territet, el castillo de Chillon y Ginebra, donde ha llegado hace unos días, aunque se encuentra en Suiza desde el pasado 30 de agosto. Entró por Caux, en las alturas de Montreux, no por Territet, como era habitual, y en Ginebra se ha hospedado en el Hotel Beau Rivage sin escolta ni séquito. Confía en su maestría para permanecer de incógnito, y está lista siempre para desaparecer cuando los periodistas la descubren, alertados por el soplo de camareros, doncellas y porteros. Aunque ella no lo sepa, ya ha ocurrido. Un periodista captó su imagen en la calle y la foto apareció ayer en una revista ilustrada.

Lucheni es un desarraigado de nacimiento. El orfanato le otorgó la instrucción mínima indispensable para valerse por sí mismo, pero nunca ha tenido un hogar ni se ha sentido ciudadano de ningún país. Jornalero en media Europa, ha sido igualmente maltratado en todas partes. Internacionalista por exclusión, no es nada raro que haya asumido con naturalidad las ideas anarquistas. Sólo se sintió parte de algo cuando su militancia le reveló los postulados de la “propaganda por el hecho”, más radical que la palabrería acartonada y sin sustancia que difunden los gremios sindicales y los comunistas. Los poderosos tendrán que ser exterminados sin piedad, indiscriminadamente, antes que los albores de una nueva era se abran para el proletariado. Todo parto conlleva dolor y sangre, apostilló un camarada belga en una frase que Lucheni jamás ha olvidado, quizás porque su propio nacimiento malgastó sangre y dolor para arrojarlo a la soledad y la miseria. Por eso, cuando leyó que había llegado a Ginebra el duque de Orleans, decidió que ese sería el momento para poner en práctica sus principios higiénicos: había que limpiar la Tierra de aristócratas y burgueses. No importaba que el duque fuera un don nadie de la política europea, uno de los numerosos y desconsolados pretendientes al trono francés. Su pertenencia a la clase de los explotadores era más que suficiente.

En toda su vida, nunca ha visto a una mujer más hermosa, a pesar de que ella ya ha cumplido sesenta y un años. Después de sortear la entrada, donde el portero lo detuvo y sólo le permitió pasar, tras una reverencia, una vez que la mujer le hubo espetado un cortante “Viene conmigo”, entraron a la suite imperial. Pero él no tuvo ojos para el lujo. Ella acaparaba todas sus miradas. Desmañado y ansioso, fue desabrochando sedas, desvelando encajes, botón a botón la liberó de su corpiño de terciopelo negro con bordados de oro, faldas y enaguas, los preciosos botines de charol cuyos broches se le resistieron, las largas medias de seda y la ropa interior de una suavidad sólo comparable con la de su piel. Al fin, diez minutos más tarde, ignorante de que ella, como de costumbre, había tardado tres horas en vestirse, su cuerpo quedó en todo su esplendor, liberado de máscaras y disfraces. Era de una belleza inquietante. Durante años, se había sometido más que a una disciplina, a un castigo, como si odiase a su cuerpo. Con el objetivo de mantener su peso en cincuenta kilos y su cintura de cuarenta y siete centímetros, a pesar de que mide 1,72 metros; durante años ha marchado por la montaña hasta la extenuación, practicó la equitación con la asiduidad de un húsar, dormía en un catre sin colchón, se purgaba para mantenerse siempre en la línea y dedicó horas al cuidado de la más hermosa melena de Europa, como si quisiera compensar con ello el rigor que ejercía contra el resto de su cuerpo. Sólo come carne de ternera, pollo, venado y perdiz; carne fría, sangre de buey cruda, tortas, helado y leche, prescindiendo de verduras y frutas, a excepción de las naranjas. Su cuerpo le cobró los maltratos y la dieta irregular en reuma, neuritis y edemas por todo el cuerpo cuando alcanzaba la flagelación, y desde los cuarenta y cuatro la viene atormentando la ciática y la acumulación de líquido en las piernas. Pero a sus sesenta años, aparenta veinte menos. Embelesado ante una piel blanquísima bajo la cual vibra una musculatura tensa por el deporte y por el deseo, él apenas colabora cuando ella, de cuatro zarpazos, lo despoja de su ropa y comienza a acariciar su cuerpo menudo y fibroso de quien no ha practicado deportes cortesanos, pero no ha tenido un minuto de reposo en su vida. Es ella la que lo arrastra hasta el colchón de plumas donde se hunden para emerger enzarzados en una guerra de cuerpos, de náufragos.

Cuando había madurado su idea de exterminar al duque de Orleans, la descubrió en la calle. Una presa más codiciada que cualquier otra. Nadie parecía reconocerla, pero él la había visto una y otra vez en los suplementos y las revistas. Era ella. Sin dudas. Una presa de ese calibre aseguraba para la causa un golpe maestro, mayores titulares. Mañana, 10 de septiembre de 1898, será el gran día, pensó. Y aunque no disponía de dinero para comprar un puñal o un cuchillo adecuado, no se detuvo. Afiló una delgada lezna hasta convertirla en un arma tan sencilla como letal, y la echó en el bolsillo de la chaqueta que mañana vestirá antes de salir de caza.

Ella era tan desarraigada como él. Nunca consiguió integrarse en la corte de Viena ni en la vida familiar con Francisco José, su esposo, conservador y rígido como una heráldica dibujada sobre pergamino. Con los años, fue perdiendo en circunstancias trágicas a sus hermanas, a su cuñado Maximiliano, a Luis II de Baviera, al conde Andrássy, su amigo húngaro y, sobre todo, a su hijo Rodolfo que, en 1889, a sus 30 años, fue encontrado junto a la baronesa María Vetsera, su joven amante, muertos ambos por disparo en la cabeza. Se suicidaron. O esa fue la conclusión de la policía. El escándalo de Mayerling la sumió en una tristeza infinita y su aversión a la vida cortesana se convirtió en fobia que le provocaba cefaleas, náuseas y depresión nerviosa. Se dedicó entonces a un incansable deambular por el mundo, como si en ningún sitio encontrase reposo: barcos, trenes, largos recorridos a caballo acentuaron su anorexia, su permanente depresión, las crisis de ansiedad. Su habitual neurastenia llegó a lo morboso. Con el entusiasmo que otros dedican a las ruinas griegas, comenzó a visitar los manicomios, los sitios donde yacen las ruinas de la humanidad —lo cual era más preocupante, dada la tradición de su familia; el Rey Loco de Baviera era primo suyo. Eugenia de Montijo escribió por entonces sobre ella: “Era como si hubiéramos viajado con un fantasma, pues su espíritu parecía residir en otro mundo”.

Como si se tratara de un acto impúdico, ella jamás come frente a otras personas, salvo sus hermanos cuando era niña, algún miembro escogido de la familia de Baviera, su hija menor, la única que ha ocupado sus afectos, y míster Middleton, su profesor de equitación. Pero ahora coloca sobre la cama, entre ambos, una bandeja con carne fría, tortas y naranjas. Muerde los hollejos de naranja con verdadera fruición y un hilo de zumo, que él se apresura a sorber, desciende desde la comisura de sus labios. El juego con la fruta se va enseriando hasta que terminan haciendo el amor, sentados en medio de la cama, muy suavemente, como si el placer ahora no intentara huir, como si dispusieran de todo el tiempo del mundo para disfrutarlo. La cabeza de él queda aprisionada entre sus pechos y él muerde y lame su textura frutal con verdadera gula.

Luigi Lucheni no sentía animadversión personal hacia ella ni hacia su imperio, sólo hacia su clase y lo que ella representa. Sería un acto de justicia contra una nobleza que insulta con su despilfarro y su boato a un mar de obreros que trabaja quince horas al día sólo para diferir su muerte por hambre, enfermedad y desesperación. Abonadas por las heces de la miseria, ya estaban germinando las tormentas sociales que convulsionarán el siglo XX. Es lo único que él aspira a legar a sus hijos. Metafóricamente. Nunca ha tenido hijos. Ella, en cambio, dio tres a su marido en rápida sucesión, tal como se esperaba dada su categoría de paridora dinástica. Una casta de matronas históricas se había encargado de perpetuar durante siglos las castas dominantes del continente. Ella no podía ser menos. Pero se desconfió desde el primer momento de su capacidad para criar soberanos y le fue retirada la prerrogativa de atender y educar a sus hijos. De eso se encargó la archiduquesa Sofía. Ella lo aceptó, quién sabe si con resignación o con alivio. Odiaba el olor de los bebés y aborrecía la estupidez de los niños que jamás sabían comportarse. Nunca quiso tener una descendencia que deformaría su cuerpo y la unciría a labores de cría y pastoreo de unos seres impredecibles. Se limitó a cumplir con las obligaciones de su cargo. Por eso, después del último parto, sintió que podría disfrutar de una vida sabática para ser de nuevo ella misma: rebelde, culta y libre de responder a sus impulsos, no a las rígidas ordenanzas que le impusiera su abolengo. Fumaba, escribía poemas a la manera de su adorado Heinrich Heine; además del alemán, el inglés y el francés, que le permitían leer a Shakespeare y Hegel, estudió griego para disfrutar en el original a los clásicos y, contra la opinión de la corte, contrató a Cristomanos, un lector que durante años le leyó las obras mayores, y con el que sostenía charlas en griego para practicar su pronunciación. Años después, identificada con su papel de soberana húngara, se esforzó hasta dominar esa lengua que pocos extranjeros degustan. Su odio al protocolo feroz de la corte imperial la impulsó a embarcarse durante meses en el vapor Miramar. En él recorrió todo el Mediterráneo: Palma de Mallorca, Alicante y Elche, en España; Marruecos, Argelia, Malta y Grecia, Turquía y Egipto, hasta llegar a Portugal, Irlanda y Madeira, donde se repuso de una supuesta tuberculosis; pasó temporadas en Cap Martin, de la Rivera Francesa, en el lago Génova, en Ischl y en Corfú. Escandalizaba a la corte no sólo por su práctica compulsiva de la equitación, que posiblemente heredara de su padre, el duque Maximiliano, sino por el modo de acomodarse en el caballo y, tras comprobar que la caída del vestido era perfecta, dar órdenes de coserlo para que no cambiara de aspecto durante toda la cabalgata. Mientras ella martirizaba su cuerpo en la soledad del Hofburg, practicando varias horas al día de gimnasia, que por entonces se tenía como una actividad insana y de dudosa moralidad, el Imperio se desmoronaba entre guerras, miseria y muerte. Un vals interrumpido por los gritos de las manifestaciones obreras, las bombas de los anarquistas y el ruido de los motores que comenzaban a mover los engranajes de una nueva era.

Su visita al Castillo de Chillon y al poblado de Glion, incursionar en la región de Bex o pasear en barco por el lago no es suficiente, como en otras ocasiones, para calmar una ansiedad que no encuentra razón ni cura. Hastiada de su propia vida, durante estos últimos meses ella parece esperar la muerte con impaciencia. Desoye las recomendaciones de la policía helvética y se niega a la protección de algunos agentes vestidos de paisano. Aunque en su suite se siente a salvo del calor y del tumulto, hoy, sábado 10 de septiembre de 1898, se propone hacer una excursión por el lago al balneario de Territet. Después de vestirse con el mimo de costumbre, se encamina al muelle de Mont Blanc sin otra escolta que la condesa Sztaray, su dama de honor. Mientras ambas permanecen sentadas en un banco, frente al hotel Beau Rivage, a orillas del lago, un cuervo sobrevuela sus cabezas. Ella lee sus graznidos como presagio de desventura. La condesa intenta disuadirla con argumentos ornitológicos, y lo consigue a medias. Desde cierta distancia, un hombre menudo y enjuto, de mandíbula cuadrada y bigote mal recortado, observa a las dos mujeres que se levantan ahora para dirigirse al embarcadero, especialmente a la que se cubre con una sombrilla. Ladea entonces su sombrero a la derecha, hunde la mano en el bolsillo de la chaqueta y se dirige a su encuentro. La condesa Sztaray, que se ha rezagado cuatro o cinco pasos, descubre a un hombre que, más que aproximarse, se abalanza hacia ellas. Está a punto de gritar cuando él alcanza a su compañera y en su mano, que acaba de extraer de la chaqueta, algo brilla al sol desvaído de Ginebra. Pero entonces ocurre lo extraordinario. La escena queda congelada, como esas películas de los hermanos Lumiere cuando el proyector se atasca. El hombre se ha convertido en estatua ante la mujer más hermosa que ha visto en su vida. Su sangre fluye a toda velocidad por el cuerpo, pero sus músculos quedan paralizados por una admiración ante la cual todas sus convicciones, sus creencias más firmes, parecen divagaciones de colegial. Ella nunca llega a sobresaltarse por este hombre que ha aparecido ante ella de improviso. Sus ojos quedan fijos en los suyos una milésima de segundo antes de que cualquier noción de peligro se abra paso. En esa mirada de tigre descubre una admiración tan rendida como nunca antes había visto. La cobra atenta a los ojos del encantador, al sonido de la flauta, aunque mantiene intacto todo su veneno. Un tigre puede descubrir a Dios, pero lo más extraordinario es que Dios puede descubrir al tigre y quedar hechizado por su fiereza y por la devoción que ha suscitado, como si la admiración fluyera de modo recurrente en un circuito cerrado.

Ella nunca había tenido una experiencia semejante. Ni con el exquisito conde Gyula Andrássy, ni con su adorado profesor George Middleton, ni con su esposo, desde luego. Es como internarse en la jungla del sexo, donde a cada paso acechan peligros y descubrimientos. Después de un lance particularmente brutal, en que los gritos de ella se confunden con los bramidos de él, caen desmoronados sobre el colchón. Ella detecta por el dolor que las infinitas sesiones de gimnasia obviaron algunos músculos de su cuerpo. Él siente que en un día ha gastado las energías de un mes subiendo cubos de argamasa al edificio de Correos. Extenuados, abrazados, se duermen más profundamente que nunca antes en sus vidas. A él no lo desvelarán las injusticias de este mundo que habitualmente concurren a sus sueños. A ella no la despertará la pesadilla recurrente de estar cayendo a un pozo interminable, cuyo fondo huye al compás de su mirada. Aunque mañana no lo recuerde, Luigi Lucheni soñará esta noche que lo ahorcan, tras un juicio sumarísimo, por asesinar a la emperatriz de Austria, y que su muerte será el pistoletazo de salida para la revolución anarquista que arderá en toda Europa. Aunque mañana no lo recuerde, Elisabeth von Wittelsbach, Sissi, emperatriz de Austria y reina de Hungría desde 1867, madre de Sofía Federica, de la archiduquesa Gisela, del archiduque Rodolfo y de la archiduquesa María Valeria, soñará esta noche que la vida se le escapa gota a gota por una herida microscópica en el ventrículo izquierdo, y que se cumple lo que escribió días atrás, sumida en una profunda melancolía: “Me escaparé como el humo por una pequeña abertura en el corazón”.


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