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Cinco años de la muerte de Gabo: regresar a Macondo

Leo otra vez Cien años de soledad, para volver a mis 18 años

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Se tiene 18 años de edad una sola vez la vida. Esos 18 años míos están marcados por la lectura de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 6 de marzo de 1927–Ciudad de México, 17 de abril de 2014). El gozo de ese encuentro con la prosa de un narrador colombiano que todo el mundo leía con entusiasmo en la Universidad de La Habana, muy particularmente en la Facultad de Letras, se me quedó untado en la memoria. Cada vez que veo la portada de Editorial Sudamericana, Buenos Aires, Argentina, 1967, regresan mis 18 años. Me aprendí de memoria el arranque (“Mucho años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea…”) para sobrecoger a las muchachas de las otras carreras y encontrarme quizás con la Remedio, la bella, de mis sueños.

Han pasado más de 50 años: me preguntó las razones de ese pasmo que se produjo en mí. ‘Novela total’, han referido muchos. Yo prefiero decir que Cien años de soledad es, desde su concepción enajenadamente insaciable, un acontecimiento literario que tiene la capacidad de pugnar con la realidad de tú a tú: pluralidad discursiva en que lo tradicional convive con lo moderno, lo localista se refleja en lo universal y lo imaginario dialoga con lo real. Narración en que el autor se apropia de sus ficciones anteriores para edificar una espiral de informes empalmados y entrecruzados con dos dimensiones sustanciales: tiempo y realidad.

Se ha dicho que el ‘realismo mágico’ agotó todas sus posibilidades en Cien años de soledad. Macondo, dicen, es un ‘espacio acabado’ que no va más allá de su lluvia de flores amarillas. Los Buendía tienen hoy, otra avidez. Las compañías bananeras son ahora corporaciones de tráfico de drogas. Los circos ya no llegan a los pueblos. El coronel Aureliano Buendía es, más que todo, la imagen desteñida de un espejo manchado en que la nostalgia se acumula.

En las décadas de los años 80/90, algunos escritores latinoamericanos se vieron limitados en publicar fuera de América Latina: los sellos editoriales de Estados Unidos y Europa desdeñaban sus textos porque no eran suficientemente latinoamericanos. No desplegaban historias pintorescas ni folclóricas. Las firmas impresoras transnacionales preferían publicar las obras de autores representativos ya consagrados: Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier, Carlos Fuentes o Mario Vargas Llosa. La publicación en 1996 de la compilación de relatos breves McOndo (Sergio Gómez, Alberto Fuguet) arremetía directamente contra los postulados garciamarquianos.

En México aparecía, en los años finales del siglo XX, el Crack (generación, grupo representante de una ruptura con el postboom latinoamericano, integrada por Ignacio Padilla, Jorge Volpi, Eloy Urroz, Pedro Ángel Palou…) que si bien proponían retomar los axiomas del boom consideraban que el realismo mágico era asunto del pasado. McOndo y Crack nunca, a pesar de su sugerente mirada a la literatura hispanoamericana, pudieron frenar las ediciones de Cien años de soledad (traducida a más de 40 idiomas, más de 35 millones de ejemplares vendidos): millonadas de leyentes las mastican con desbordado deleite. José Arcadio y Úrsula. Amaranta, Rebeca, Remedio, la bella, Fernanda del Carpio, Prudencio Aguilar, Mauricio Babilonia, Pilar Ternera…

Regreso Los funerales de la Mama Grande: me envuelvo en el halo del cuento más triste del mundo: “La viuda de Montiel”. Repaso “En este pueblo no hay ladrones”, “La prodigiosa tarde de Baltazar” y “La siesta del martes”. Me asombra este subrayado mío con tinta roja: “Después del entierro, lo único que a todos pareció increíble, menos a su viuda, fue que José Montiel hubiera muerto de muerte natural”. Doces cuentos peregrinos: “El avión de la bella durmiente”, “El rastro de tu sangre en la nieve”. La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y de su abuela desalmada: “Muerte constante más allá de la muerte”, “El ahogado más hermoso del mundo” (“Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar…”)

Yo no vengo a decir un discurso: “Mi amigo mutis” (“Álvaro Mutis y yo habíamos hecho el pacto de no hablar en público el uno del otro, ni bien ni mal, como una vacuna contra la viruela de los elogios mutuos. Sin embargo, hace diez años justos y en este mismo sitio, él violó aquel pacto de salubridad social sólo porque no le gustó el peluquero que le recomendé”), “Botellas al mar para el Dios de las palabras” (“…me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros”), “No estoy aquí” (Esta mañana , en un periódico europeo, leí la noticia de que no estoy aquí. No me sorprendió, porque antes oí decir que ya me había llevado los muebles, los libros, los discos y los cuadros del palacio que me regaló Fidel Castro, y que estaba sacando a través de una embajada los originales de una novela terrible contra la Revolución Cubana”)…

Leo otra vez Cien años de soledad, para volver a mis 18 años. Melquiades siempre llega en abril con sus imanes porque no soporta “la soledad de la muerte”. Aurelio Babilonia descifra los códices del gitano y nos avisa que “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”. Ingreso a un convite custodiado de insaciables consonancias. Cinco años de la muerte de Gabo: ¿qué otro gesto nos queda?: recular a Macondo.


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