Actualizado: 28/03/2024 20:04
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Constancias e inconstancias de la ninfa

La novela póstuma de Cabrera Infante no va a desplazar a 'Tres tristes tigres' del lugar de honor que tiene en su obra o en el canon cubano.

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La ninfa inconstante, novela póstuma de Guillermo Cabrera Infante, gira en torno a dos ejes que se reflejan mutuamente y que corresponden a los dos protagonistas: el narrador innominado y la joven que éste desea y con quien sostiene la aventura que constituye la trama. El primero de esos ejes es la historia de la pasión del narrador por Estela Morris, adolescente, primero, de quince y, luego, de dieciséis años, por quien deja a su mujer y familia. Estela es una rubita etérea, bella pero inculta, prácticamente abandonada por su padre y madre, a quien el protagonista conoce por casualidad. El segundo eje es la dramatización de los estados de ánimo del narrador y de la imagen que quiere proyectar al escribir estas memorias, que pretenden ser verídicas en el contexto de la ficción (no necesariamente con respecto al autor real, pero a esto volveré). Se trata, en síntesis, del tema del desarrollo del ser, del yo, en el proceso de una pasión amorosa, ligado al del surgimiento de la escritura.

La amada que inspira la poesía y que la encarna en su fuga (“Ah, que tú escapes”) es una figura tradicional, por no decir manida. Las antepasadas de Estela, o las amantes célebres de las que ella es la estela, son Beatriz (Dante), Laura (Petrarca), Dulcinea (Cervantes), Lucy (Wordsworth), Albertine (Proust), Daisy Miller (James), Nadja (Breton), La Maga (Cortázar), entre otras. Son mujeres hermosas, enigmáticas, esquivas, que agudizan la conciencia del amante escritor en su afán de poseerlas, de aprehenderlas —lo inducen a autodefinirse, a hacerse artista, love´s labour—. Estela se le escapa al protagonista a causa de la vaciedad misma de su ser; es inalcanzable porque es una nada engalanada que engaña con su belleza. Cuando éste logra atraparla, no hay consumación, por así decirlo, porque es hueca, casi inexistente, una Dulcinea totalmente inventada. Incrédula, abúlica, inapetente, Estela se deja desflorar sin aspavientos, aunque no es frígida; luego, seduce a otros hombres deslumbrados por lo mismo que atrae al protagonista, pero estos tampoco quedan satisfechos. Al final, se convierte en lesbiana pero, aparentemente, sin mucho entusiasmo, más bien como queriendo descubrirse y confirmarse en imágenes especulares de sí misma. Sabemos desde el principio que Estela ha muerto, pero no sabemos cuándo ni dónde. Desaparece.

La autodefinición del narrador —que tiene, según veremos después, mucho de autobiográfico— es por vía negativa. Es una suma de restas, por así decir, las de sus defectos y carencias. El personaje dramatizado en sus esfuerzos por, primero poseer, y luego, desembarazarse de Estela, es un crítico de cine pedante, aficionado a los juegos de palabras y las citas dizque eruditas, a lo que en inglés se llama name dropping: la mención de nombres de figuras conocidas para darse tono, “dejar caer” nombres célebres para hacer alarde de cultura. Es un retrato del artista como adolescente pasmado que se angustia por su propia ridiculez e insuficiencia y trata de remediarlas con desplantes y jactancias aún más irrisorias. Éstas se manifiestan en su diálogo con Estela, que tiene ecos cervantinos, porque ella, sanchopancesca, le advierte una y otra vez que no lo entiende, y se burla de su pedantería y de sus piruetas verbales. Él persevera, consciente de que no puede expresarse, de que no puede ser, de ninguna otra manera. La ironía constante y englobante se aloja en esta reflexividad novelística mediante la cual el narrador confiesa su propia impotencia para alcanzar a Estela (¿la poesía, el arte?) y para conocerse y transformarse a sí mismo, impedido por las fallas de carácter que lo con-forman.

Esta vertiente auto inculpadora de La ninfa inconstante la afilia con una tradición confesional que se remonta a San Agustín, que pasa por Rousseau, que aflora en Proust, pero que tiene muy poca aceptación en las letras españolas. Su mejor exponente es el Guzmán de Alfarache, apenas leído hoy. En San Agustín, que interpela nada menos que a Dios, hay una profundidad filosófica que ya no es asequible en la modernidad. Hoy falta el sentido de la culpa y, ausente la fe, el anhelo de ser sólo se expresa a través del eros —en todas sus vertientes y versiones—. Esto ya se manifiesta y, en realidad, toca su límite en Petrarca. San Juan, quien logró reunir la trascendencia y el deseo, disfrazados de eros, ha sido el único en alcanzar semejante fusión (“amada en el amado transformada”), principalmente en su poesía, pero también en la prosa de la Subida del Monte Carmelo. Las confidencias de Rousseau y Proust se quedan en un psicologismo cuya teoría habría de formular Freud, con chispazos literarios a la altura de sus precursores y contemporáneos. En este contexto, La ninfa inconstante es una obra menor, precisamente por las debilidades de que se acusa el narrador: la pirotecnia verbal, que casi siempre se queda en fuegos de artificio, y el patético dejar caer nombres, que revela una cultura hecha de lugares comunes donde no se ha asumido lo sustancial de los autores citados, que no son más que autoridades barajadas para impresionar al ignorante, pero que a mí me suenan a los desplantes de un autodidacta con una cultura prendida con alfileres (de ser esto un autorretrato crítico, es excesivamente severo). Todo ese andamiaje lingüístico, que es la firma de Cabrera Infante, llega a aburrir, aunque no a abrumar, como en otras obras suyas.

Pero La ninfa inconstante tiene dos virtudes ausentes de la obra anterior del autor: un argumento coherente y cierto lirismo. Los libros de Cabrera Infante estaban compuestos de fragmentos ensamblados como una especie de collage. Algunos eran simplemente recopilaciones de textos diversos, como Exorcismos de esti(l)o, mientras que otros, como Ella cantaba boleros, eran trozos refritos de libros anteriores. Tres tristes tigres, libro al que, en mi opinión, le sobran como cien páginas, consistía en secciones de distintos relatos que se reflejan unos a otros, y a veces se cruzan siguiendo el procedimiento fílmico del montaje. La Habana para un infante difunto carece de forma o argumento, la única posible unidad es la que le da la educación del protagonista. La ninfa inconstante, por el contrario, es un relato cronológico que comienza con el encuentro fortuito del protagonista con Estela, sigue con su seducción y la breve vida en común de ambos, la ruptura y un final elegíaco en que no se sabe a ciencia cierta qué le ocurre a ésta, cómo y cuándo muere. Hay algún que otro zurcido, tal vez producto de la reconstrucción del texto por la viuda del escritor y los editores. Pero, en términos generales, La ninfa inconstante es de fácil y grata lectura, aunque carece de un significado trascendente más allá de la frustración erótica y existencial del protagonista.

El capítulo inicial, en el que el narrador especula sobre la relación entre la memoria y la escritura, plagado de lugares comunes y sin alcanzar ninguna conclusión que sirva para justificar la organización del relato, podría haber sido el marco que le diera sentido a éste. Pero no es así. Otra forma posible de dar remate al argumento habría sido revelar cómo y cuándo murió Estela. La presencia de su muerte le habría dado profundidad a la novela y justificado la alusión joyceana —estela es wake en inglés, tanto velorio como el rastro que deja un barco en el mar—. La ninfa inconstante sería así no sólo la estela de Estela, sino una suerte de Estela´s Wake, el velorio de Estela, o hasta el despertar de Estela en la escritura (wake también quiere decir despertar) de la novela. Todo esto habría sido posible, pero la ausencia de la muerte de ésta le roba a la novela no sólo estas asociaciones sino otras más sugestivas y profundas. Las muertes de Bustrófedon y Estrella otorgan un aura trágica a Tres tristes tigres que la eleva por sobre la andanada de chistes buenos y malos.

Pero, claro, Estela también remite a stella, estrella, con lo cual la protagonista no sólo nombra el residuo, el pasado de algo, sino el futuro, el inasible hado. En la descripción de este oscilar entre presente y pasado de Estela, y en la vaporosa esquivez de la ninfa, Cabrera Infante logra un lirismo en esta novela que no se le había conocido antes. Su mejor momento son las páginas 94-96 en que se compara a Estela con las mariposas o, más exactamente, con las ninfas; es decir, la mariposa en su estado larval, antes de sufrir la metamorfosis que la convierte en el insecto cuya belleza admiramos. Las mariposas, que vuelan raudas sin dirección constante, y cuya captura nos ha tentado a todos alguna vez —pero al tocarlas les podemos quitar un polvito de las alas que es lo que les permite volar— son el emblema de Estela, de su atractivo y también de su fragilidad. Como las mariposas, Estela es un presente fascinante y fugaz, sin dirección; es bella por lujo, sin otra función que la de serlo en el instante y desaparecer. En estos momentos Cabrera Infante alcanza lo sublime, en contra del cinismo explícito del narrador, contaminado de una jerga existencialista sartreana muy de los años 50. Lo sublime, lo sabemos desde Longino, es por su propia naturaleza breve, insostenible, es propio del fragmento, y en La ninfa inconstante ésta es su única aparición, pero es notable.

La novela, como dije, es autobiográfica y su ubicación histórica y geográfica es precisa: La Habana de fines de 1957 o 1958 (después del ataque a Palacio). Desde la segunda parte del Quijote (1615), la novela se ha permitido ambas cosas, absorbiendo a la ficción tanto la vida de su autor como las circunstancias sociales y políticas en que surge. Hay, no obstante, tres elementos objetables en la presentación de lo histórico real en La ninfa inconstante. El primero es el narcisismo excesivo de Cabrera Infante, que alude a otros libros suyos como si se tratara de hitos en la historia de la literatura. Pero esto, tal vez, se le podría atribuir a las inseguridades de su protagonista narrador. El segundo es la insistencia en una alabanza de la prosperidad de La Habana de entonces que llega a tener un tono de panfleto turístico. El tercero es más delicado. Cabrera Infante hace aparecer figuras reales del mundo artístico cubano como Titón (el cineasta Tomás Gutiérrez Alea), lo cual también es permisible. Sin embargo, el retrato grotesco del poeta Roberto Branly, que contiene una nauseabunda insistencia en sus lacras físicas, es innecesario. Si Cabrera Infante necesitaba un personaje poco atractivo que se sintiera fascinado por Estela no tenía por qué darle el nombre de un poeta conocido, muerto, además, en 1980, aun si se trata de una venganza política. Haberlo hecho me parece una cobardía y una bajeza. Me gustaría pensar que, de haber podido revisar esta novela, Cabrera Infante habría usado otro nombre.

La ninfa inconstante no va a desplazar a Tres tristes tigres del lugar de honor que tiene esa novela en la obra de Cabrera Infante o en el canon cubano; es, en última instancia, un texto light. En cuanto a la temática del amor, tampoco puede competir con una obra como El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez. Pero es una novela bastante mejor de lo que se ha publicado dentro y fuera de Cuba en los últimos años y que por su relativa facilidad de lectura y la notoriedad de su autor va a encontrar un público amplio.


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