Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Chernobyl, TV, Series, Rusia

¿Cuál es el precio de las mentiras?

La lección que nos ofrece la miniserie Chernobyl no se refiere a los peligros de la energía nuclear, sino de los regímenes totalitarios basados en la arrogancia y la ocultación de la verdad

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El tremendo impacto que ha tenido la miniserie Chernobyl entre los espectadores ha sido una auténtica sorpresa. Estrenada casi sin propaganda, su primer capítulo pudo verse en HBO cuando se emitían los capítulos finales de Juego de tronos. Esa más que favorable acogida se ha materializado en un hecho aún más notorio: Chernobyl se ha convertido en la serie más valorada en IMDb, la base de datos más destacada de la red en lo que a contenido audiovisual se refiere. En su conjunto, tiene una valoración de 9,7 sobre 10. Supera así a ficciones tan populares como Breaking Bad, con una media de 9,5, y Juego de tronos, que se encuentra en el 9,4. A eso hay que sumar la excelente valoración que ha tenido entre los críticos, que la han reconocido como uno de los mejores proyectos televisivos realizados últimamente.

El sueco Johan Renck (director) y el norteamericano Craig Mazin (guionista) demoraron cinco años en materializar el proyecto. Estaban conscientes de que un tema tan serio requería una rigurosa documentación y además pensaron que una historia tan compleja tenía que ser narrada en una serie. Algo que ha actuado a favor de la misma es que HBO la realizó en coproducción con la compañía inglesa Sky. Lo digo porque los audiovisuales hechos en ese país suelen distinguirse por su notable nivel de calidad y su exactitud cuando se basan en hechos reales.

El resultado de esa colaboración cristalizó en una ficción que por su veracidad posee vocación documental. Cuenta con un sólido guion y con una muy lograda puesta en escena, que bucea en una memoria aún oscura sin dejarse tentar por la espectacularización de los hechos. En lo que se refiere a la historia, se optó por una narrativa ordenada y con una deliberada claridad didáctica, que incluye varios saltos temporales e indicaciones que especifican la fecha y el lugar en que ocurre lo que se cuenta.

Chernobyl se realizó en 16 semanas, y para conseguir una mayor autenticidad se filmó en Lituania. Allí se recreó el poblado de Prípiat, que está a 3 kilómetros de la central del reactor accidentado. Después se rodaron algunas secuencias en Ucrania, así como en la central Ignalia, conocida como “la hermana de Chernóbil”, y que desde hace unos años está cerrada. La mayor parte de los sonidos de la banda sonora fueron registrados en el interior de esas instalaciones. Asimismo, la ropa de los personajes civiles procede de los estudios fílmicos de Bielorrusia, mientras que los uniformes del personal militar, médico y de trabajo fueron diseñados en Lituania. Eso explica por qué espectadores y críticos de los países exsoviéticos han elogiado la cuidadosa ambientación, y también la precisión con que se ha recreado la época, tanto en lo físico como en lo psicológico.

El inicio de la miniserie está contado secamente y sitúa al espectador en el corazón del desastre. Es la 1 y 24 de la madrugada del 26 de abril de 1986. Los operarios de la central ucraniana Vladimir Ilich Lenin se preparan para una rutinaria comprobación de seguridad. Anatoli Dyatlov, el ingeniero jefe, ignora sistemáticamente las alarmantes informaciones que le traen sus subordinados de que el núcleo del reactor ha explotado. Una y otra vez insiste en que eso es imposible y ordena seguir adelante. Se suponía que todo estaba controlado, pero el reactor estalló por los aires, ante la mirada atónita de ingenieros y operarios. A partir de ese inicio, se narra cómo y por qué ocurrió aquel accidente, así como las historias reales de los héroes anónimos que impidieron que la catástrofe fuese mayor. Una catástrofe que puso en jaque a la Unión Soviética y que supuso la antesala de la debacle comunista.

A diferencia del accidente de Fukushima, producido por un desastre natural, este se debió a una cadena de errores y decisiones equivocadas de extrema gravedad y a las serias deficiencias en el diseño del reactor RBMK-1000. Bajo los estándares europeos o norteamericanos, su puesta en marcha nunca se habría autorizado. La propaganda soviética lo vendía como uno de sus orgullos científicos, pero ese equipo supuestamente modélico estaba plagado de fallos. Su diseño era intrínsecamente inseguro, lo cual lo hacía inestable si se operaba a bajas potencias, como requería la prueba que se estaba llevando a cabo el 26 de abril en Chernóbil. Ese problema se debía, en última instancia, a que se emplearon materiales más baratos, como el grafito, en la construcción de las barras de boro.

Algo que en la miniserie no se menciona es que existían ya antecedentes que probaban que el RBMK-1000 distaba de ser el reactor perfecto que se presentaba. Se habían producido dos accidentes, uno de ellos en 1982, en el reactor 1 de la propia central de Chernóbil. El otro ocurrió el 29 de septiembre de 1957, en una planta de procesamiento de combustible nuclear en los montes Urales. Hubo varias decenas de muertos y el área aledaña quedó contaminada durante varios años. Por supuesto, ambos hechos fueron silenciados y nada se aprendió de ellos.

En el primer capítulo, se ve a Mijaíl Gorbachov cuando le informan del accidente. Una de sus primeras reacciones es preguntar si la prensa extranjera se ha enterado. Cuando lo responden que no, se muestra más tranquilo. Para la Unión Soviética, aceptar los fallos del reactor suponía una realidad demasiado dura de admitir. Eso podría dañar su imagen como superpotencia, hacerla aparecer más débil ante un posible ataque. Ese aspecto ayuda a comprender por qué las autoridades implicadas pusieron tanto empeño en esconder al mundo y a sus propios ciudadanos lo ocurrido. Ni siquiera se informó de ello al gobierno de Ucrania, pues la central de Chernóbil dependía directamente de Moscú.

Campaña de desinformación y medidas improvisadas

“Estamos lidiando con algo que nunca sucedió en la historia de este planeta”, dice Valeri Legasov, uno de los principales personajes de la miniserie. Y argumenta: “Cada átomo de uranio es como una bala que destruye todo a su paso. Metal, concreto y piel. Chernobil tiene tres trillones de estas balas”. Su gráfica comparación era exacta. El reactor emitió 500 veces más radiación que la liberada por la bomba lanzada en Hiroshima. Ardió durante 10 días y desprendió una nube radioactiva de casi 2 mil kilómetros, que alertó a los países vecinos.

El primer acto reflejo de las autoridades soviéticas fue negar el incidente y poner en marcha una red de ocultación y mentiras perfectamente armada. Si se revisan las noticias oficiales —en esa época no existían otras—, se puede comprobar esa campaña de desinformación y propaganda. La primera mención del accidente se redujo a una breve nota de la agencia Tass leída en la emisión nocturna del telediario: “Se toman medidas para eliminar las consecuencias de la avería. Las víctimas reciben ayuda. Se ha creado una comisión gubernamental”. Se hizo al día siguiente de que los países nórdicos dieran la voz de alarma, tras detectar niveles altos y anormales de radiactividad en su territorio. El 11 de mayo se afirmó que el peligro nuclear había desaparecido. Gorbachov se tomó 18 días para hablar al país sobre lo ocurrido. No fue hasta el 4 de julio cuando el diario Pravda admitió por primera vez altos niveles de contaminación en un área de 30 kilómetros alrededor de la central. Al producirse las primeras muertes, a los médicos se les prohibió anotar en las hojas clínicas y en las partidas de defunción de esas personas nada que aludiese a radiación.

Asimismo, en la miniserie se muestra que las medidas que se tomaron tras el desastre fueron improvisadas y sin coordinación. En el primer capítulo se ve a unas cuantas personas, entre ellos niños con sus padres, que desde un puente contemplan el incendio, como si se tratase de un espectáculo de fuegos artificiales. Ese sitio pasó a ser conocido como “el puente de la muerte”, pues todos los que allí estaban fallecieron. Por otro lado, las autoridades insistieron en celebrar en Ucrania el desfile por la victoria sobre los nazis, sin importarles que esos millones de personas inhalasen las sustancias radiactivas que desprendía el reactor. La población de Prípiat no fue evacuada hasta 36 horas después, y se demoró 10 días en extender la zona de exclusión a 30 kilómetros. Después se evacuó a los residentes en un radio de 100 kilómetros. A la población se le recomendaba que bebiese vodka, pues era bueno contra las enfermedades.

En el primer capítulo hay una escena que ilustra muy bien cómo se actuó. Tras producirse el accidente, se convoca a una reunión de urgencia de las autoridades locales. Durante las discusiones, alguien propone traer al ejército. Un señor mayor, probablemente un dirigente respetado, toma la palabra y empieza por recordar el nombre que lleva la central nuclear: Vladimir Ilich Lenin. Y luego expresa: “El Estado dice que la situación no es peligrosa. Tengan fe, camaradas. El Estado dice que quiere evitar el pánico. Es cierto. Cuando la gente vea a la policía, se asustará. Pero en mi experiencia, cuando hacen preguntas que no les conciernen, debe decírseles que se centren en su trabajo y dejen las cosas del Estado al Estado. Acordonemos la ciudad. Que nadie salga. Y corten el teléfono. Eviten la desinformación. Así se evita que la gente socave los frutos de su propio trabajo. Sí, camaradas. Nos recompensarán por lo que hagamos esta noche. Este es nuestro momento de gloria”. Sus palabras son apoyadas por los asistentes con un efusivo aplauso.

Entre 600 mil y 800 hombres (bomberos, obreros, soldados y voluntarios) tomaron parte de las tareas de extinción del incendio y, posteriormente, en la construcción del sarcófago para cubrir el reactor. Eran los llamados “liquidadores”, que se expusieron a niveles de radiación que superaban en millones de veces la cantidad considerada normal. No estaban preparados para ese trabajo y tampoco contaban con los equipos adecuados. Los bomberos, quienes fueron los primeros en llegar, se quitaban los cascos y al poco tiempo empezaron a vomitar y a sentir fuertes dolores de cabeza. Uno de ellos tomó agua radioactiva y se quemó el esófago. Esos hombres ignoraban que se les enviaba a la muerte, bajo promesas tan extravagantes como exonerarlos del servicio militar en Afganistán o recibir una paga suplementaria que no iban a poder disfrutar. Los familiares de los muertos no pudieron ver sus cadáveres, que fueron enterrados en unos féretros de zinc soldados y recubiertos con hormigón.

Hasta hoy, la cifra de muertos sigue sin ser exacta ni objetiva. En primer lugar, hay que tomar en cuenta que los efectos de la radioactividad sobre las personas se conocen bien en dosis muy altas, no así cuando las dosis son más bajas. Debido a esa incertidumbre, la estimación de los fallecidos varía de una fuente a otra, de acuerdo al modelo empleado para hacer el cálculo. Sin embargo, todos los estudios coinciden en que son varios miles las personas fallecidas como consecuencia del desastre de Chernóbil. En 2005, la Organización Mundial de la Salud estableció el número en 4 mil y más tarde lo elevó a 9.335, al considerar a quienes se expusieron a dosis más bajas de radiación, sufrieron los efectos por varios años y acabaron muriendo. En cuanto a los daños medioambientales, sus proporciones son descomunales y se estima que su impacto durará 500 años.

Valeri Legasov fue la voz más racional

Los personajes centrales de la miniserie son Valeri Legasov (1936-1988), Boris Sherbina (1919-1990) y Ulana Khomyuk, que son interpretados por Jared Harris, Stellan Skarsgard y Emily Watson. De los tres, el único ficticio es la última, una física nuclear bielorrusa a la cual el desastre de Chernobil intrigó desde el principio. Como declaró el guionista, “representa a todos estos científicos que dieron un paso y arriesgaron mucho para luchar contra el sistema. No solo contra el gubernamental, sino también contra el científico, que tanto fuera como dentro de sí mismo era dirigido por un cierto patriarcado y estaba muy interesado en protegerse de sus propios errores”.

Legasov fue la voz más racional y por eso los realizadores de la miniserie decidieron dar relieve a su figura. Pese a que era químico inorgánico, desempeñó un papel decisivo en el equipo de respuesta y en la investigación posterior de las causas del accidente. Sus decisiones contribuyeron a reducir las consecuencias, así como a concientizar a los dirigentes de su impacto. Trabajó sobre el terreno y se expuso a cuatro veces el máximo de radiación permitido. Con el argumento de que otros colegas suyos no lo recomendaron, Mijaíl Gorbachov rehusó premiarlo con la medalla de Héroe Socialista del Trabajo, que recibieron otros que laboraron con él. Pasó sus últimos momentos condenado a la más cruel soledad.

El ucraniano Boris Scherbina era vicepresidente del Consejo de Ministros y por encargo de Gorbachov supervisó la crisis de Chernóbil. Al principio, adoptó la típica actitud de arrogancia oficial. En una de las primeras reuniones negó la gravedad de la situación y expresó: “Estoy contento de informar que la situación en Chernóbil fue estabilizada. En términos de radiación esto es equivalente a una radiografía de tórax”. Sin embargo, la realidad le hizo ir modificando su actitud y terminó ordenando la evacuación de Prípiat. Aparte de Legasov, Scherbina y Ulana, hay dos personajes muy conmovedores: Liudmila y Vasili Ignatenko. En el libro de Svetlana Aleksiévich Voces de Chernobil, la mujer habla de su esposo, uno de los primeros bomberos que llegó a la planta nuclear para tratar de sofocar el incendio en la central y que falleció, tras dos semanas de agonía, a causa de los efectos de la radiación.

Quiero referirme a algunos aspectos de la serie que demuestran su notable nivel artístico. Uno de ellos es la magnífica fotografía de tonos grisáceos y apagados, que aporta una iconografía inquietante. También es un acierto la banda sonora, con la cual los realizadores logran resultados de gran eficacia dramática. Un ejemplo que ilustra lo que digo es la secuencia de los tres operarios que entran a cumplir la misión suicida de vaciar los tanques de agua radioactiva, para evitar que se produzca una segunda explosión. A partir de cierto momento, sus figuras desaparecen y solo se ve la luz de sus linternas. De fondo se escucha el sonido del dosímetro, que va aumentando de volumen hasta hacerse ensordecedor. Todo eso hace que el visionado de la miniserie sea intenso, desasosegante y casi terrorífico.

Especialistas en el tema, historiadores y personas que vivieron de primera mano el desastre, han coincidido en que Chernobyl lo refleja de manera veraz y seria. Esa opinión contrasta de modo notorio con las reacciones del gobierno ruso, que han sido sorprendentemente agresivas. Los medios afines al Kremlin emprendieron una cruzada contra la miniserie. El diario sensacionalista Komsomolskaya Pravda la acusa de rusofobia y de tratar de desacreditar el liderazgo de ese país en la exportación de reactores nucleares, una de las escasas áreas en que Rusia aventaja a Estados Unidos. Y el semanario Argumenty i Fakty la califica como “muro de mentiras. La serie Chernobyl es una excelente arma de propaganda”.

Asimismo, la televisión estatal rusa NTV anunció que realizará una serie sobre la catástrofe nuclear. La producción se centrará en la presencia de un espía de la CIA en Chernóbil y en un agente de contrainteligencia ruso encargado de rastrearlo. Puestos a contar un accidente que estuvo acompañado del empeño del gobierno soviético por ocultar la verdad, por qué no sumar unas cuantas falsedades más. Al comentar esas reacciones, Svetlana Aleksiévich declaró que “muestran la misma forma de pensar, la misma agresividad de la Guerra Fría”.

Esa campaña contra la miniserie tuvo en efecto contrario, pues atrajo más espectadores. Los analistas independientes y los medios sociales la han elogiado, y lamentan que una serie como esa sea imposible que se haga en la Rusia de hoy. La emisión de Chernobyl coincidió con el estreno del documental Kolimá, la patria de nuestro temor (se puede ver en YouTube con subtítulos en inglés). Lo realizó Yuri Dud, un popular periodista deportivo y youtuber, quien confesó que determinó hacerlo cuando se hizo pública una encuesta que revela algo que le causó estupor: casi la mitad de los rusos entre 18 y 24 años no habían oído hablar de la represión estalinista.

Como era previsible por abordar un tema que aún es controversial, Dud ha recibido críticas. El laureado escritor Zajar Prilepin lo acusó de estar pagado por agentes occidentales para que desacreditara la gloriosa historia de Rusia y minara el patriotismo. Eso no impidió que, en los primeros siete días, el documental fuese visto 12 millones de veces. Al igual que Chernobyl, ha tenido mucho éxito entre los jóvenes, que se interesan por conocer los capítulos más oscuros de la historia de aquella época en la cual vivieron sus padres y abuelos.

Para quienes vivían en Ucrania, Bielorrusia y Rusia cuando se produjo el accidente, lo que se cuenta en Chernobyl no es historia, sino una realidad cuyas consecuencias hasta hoy perviven. Ver la miniserie además ayuda a comprender una ideología que se consideraba infalible y que era capaz de eliminar todo lo que amenazase esa condición. Eso lo ha resumido muy bien la ucraniana Serhiil Plokhy, en su libro Chernobyl: History of a Nuclear Catastrophe: la moraleja de aquel desastre no son los peligros de la energía nuclear, sino de los regímenes totalitarios basados en la arrogancia y la ocultación de la verdad.