Actualizado: 02/05/2024 23:14
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Literatura italiana, Silone, Literatura

El escritor y el confidente

Casi desde los inicios de este siglo la polémica sobre si Silone fue un informante de la policía fascista mientras era militante comunista ha sido extensa

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En su biografía sobre Ignazio Silone, Stanislao Pugliese considera —y trata de que los lectores compartan este sentimiento— que en realidad el escritor italiano no fue un colaboracionista. De esta forma, intenta presentarnos uno de los aspectos más oscuros y conflictivos en la conducta de una figura, que por años se consideró un paradigma de la honestidad intelectual, como el resultado de una campaña neofacista dirigida a desprestigiarla.

Llama la atención este nuevo intento, ahora por parte de Pugliese en Bitter Spring, de mantener abierta la polémica. Porque a pesar de asegurar que quiere alejarse lo más posible de una hagiografía, esta biografía nos presenta una visión demasiado amable de la conducta del novelista —alejada del análisis crítico— y enfatiza que los documentos encontrados solo “supuestamente demuestran que Silone había espiado para la policía fascista”.

Casi desde los inicios de este siglo —un amplio artículo en The New York Review of Books del 14 de marzo de 2002 es quizá la mejor muestra de ello— la polémica sobre si Silone fue un informante de la policía fascista mientras era militante comunista y antes de convertirse en un escritor de éxito, ha sido extensa. Está reflejada en publicaciones que van del Corriere della Sera a The New Yorker.

Los documentos de los archivos policiales son utilizados ampliamente en La doppia vita de un italiano, publicada en 2005, donde Dario Biocca hace un análisis minucioso de los primeros años de la vida adulta del autor de Fontamara —una novela sobre la vida de los campesinos de Italia—, y en L'informatore: Silone, i comunisti e la Polizia, también de Biocca y Mauro Canali, de 2002.

La discusión ha sido alimentada por el hecho de que, si bien no se cuestionan las credenciales académicas de los historiadores Biocca y Canali —y se reconoce que los documentos son aparentemente auténticos— todos salvo dos fueron preparados por funcionarios anónimos, que se limitaron a resumir la información suministrada por una “fuente”.

En favor de Silone se ha argumentado que incluso en el caso de ser de su autoría, los informes fueron inocuos y en gran medida estaban destinados a salvar a su hermano preso, quien murió en la cárcel a consecuencia de los maltratos recibidos.

Hay sin embargo una carta de renuncia, que Silone escribe a su contacto policial, la cual se admite es auténtica. En ella renuncia a la militancia política y decide concentrarse en la escritura, además de manifestar sus graves problemas de salud.

El aspecto clave del problema es que Silone fue mucho más que un escritor. Se le consideró una autoridad moral y un ejemplo de honestidad intelectual. Hoy sería más apropiado llamarlo hombre de su tiempo, que, como a otros, le tocaron tiempos difíciles.

Secondino Tranquilini fue uno de los fundadores del Partido Comunista Italiano. Luego, en la propia Unión Soviética, se enfrentó a Stalin en el Kremlin, y antes de los juicios de Moscú rompió con el Partido. Formó parte de quienes crearon el Congreso para la Libertad de la Cultura. También dirigió la revista Tempo Presente. Cuando en 1967 se enteró de que ambas entidades eran simplemente pantallas de la CIA, negó haber tenido cualquier conocimiento previo al respecto y cerró la publicación.

El cambio de nombre lo benefició, y no solo literariamente. Resulta difícil imaginar que esta fuera la vida de alguien llamado Tranquilini.

Tras conocerse los documentos que lo vinculan a actos de delación, han surgido dos interrogantes. ¿Pueden separarse los juicios del comportamiento de un escritor del valor de su obra? es la primera. La segunda, de más difícil respuesta, guarda relación la distancia que a veces surge entre el compromiso y la conveniencia.

La primera cuestión puede resumirse en la lectura de la obra. Con independencia de su conducta, aquí es donde se debe apreciar la permanencia de lo escrito por Silone. En la actualidad, el motivo principal para acudir a sus libros es más histórico y político que literario. Su popularidad fue momentánea y otros escritores —Svevo, Pavese, Lampedusa, Moravia y hasta Italo Calvino— merecen más el tiempo del lector.

Queda luego el juzgar con más o menos rigor hasta dónde llegó la supuesta traición de Silone. Todo apunta a que hubo una doble moral en una temprana edad de su adultez, de la que decidió apartarse y tomar refugio en la literatura. No es un caso único, y quizá para comprender mejor lo ocurrido hay que enfatizar en la época y las ventajas y desventajas de un compromiso literario demasiado cercano, no a la vida sino a la política.

En buena medida —y hasta el momento ello puede considerarse un signo de avance—, ahora los europeos están menos politizados que quienes formaron parte de las generaciones anteriores. Son otros tiempos y no solo el fantasma de la guerra está casi olvidado.

Tanto en Roma como en Madrid —para citar ejemplos conocidos personalmente en estancias más o menos largas y más o menos cercanas— se aprecian aún señales de la crisis actual —en los precios, la cantidad de viviendas disponibles y los altos índices de desempleo—, pero también la vida en los cafés no se ha interrumpido. Las mesas al aire libre están ocupadas casi siempre y los jóvenes llenan los aviones en excursiones de verano. Un mundo que le fue negado a Silone y sus contemporáneos durante gran parte de su vida.


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