Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Calibán, Literatura, Literatura cubana

El exilio de Calibán

Un reduccionismo fundamentado en una vieja idea colonialista: todo esfuerzo literario, gráfico y musical fuera de la metrópolis no es más que un apéndice

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El canon o modelo cultural que por años ha tratado de imponer la cultura oficial cubana a la literatura exiliada parte de una definición: el centro está en la Isla.

Esta especie de camisa de fuerza tuvo su formulación más conocida en el concepto del Aleph literario cubano, expresado por Ambrosio Fornet.

Según Fornet, el Aleph de la cultura cubana se encuentra en la Isla. La afirmación fue hecha con un afán para establecer un lugar ideal, donde radica la totalidad de las posibilidades de los creadores, las que confluyen sin confundirse y son vistas desde todos los ángulos; el sitio en que converge y se almacena íntegra la diversidad artística; el universo que contiene todos los bordes y fronteras y cuyo centro no es un punto sino una circunferencia infinita.

Esa letra —que más que un alfabeto es una enciclopedia— está en una nación que siempre ha escapado a las definiciones: una nebulosa en vez de una esfera; un país pequeño y limitado por aguas profundas en busca de la otra costa; una imagen que aspira a ser un concepto y no termina de definirse. Apenas una idea.

El Aleph fue un recurso de urgencia, que buscó apoderarse del argumento de un cuento del argentino Jorge Luis Borges, para —al igual que en la narración— intentar encerrar el universo en un sótano y permitir decir al que lo poseyera: “No soy el dueño del mundo, ni soy una parte ajena o cercana de ese mundo: soy el dueño del centro al que confluye el mundo”.

De esta forma se trató de aplicar, en el plano literario, un reduccionismo que no era más que una justificación de un proceso que, desde su nacimiento, pretendió ir más allá de sus fronteras.

Primero geográficamente, con la definición colegial de un libro de texto —la Geografía de Cuba, de Antonio Núñez Jiménez— donde se afirmó que no bastaba hablar de la isla de Cuba, ya que lo correcto era referirse al Archipiélago Cubano. Luego en su vertiente guerrillera, convertida en un foco de irradiación de la violencia. Después imperialista, con el empleo de las fuerzas armadas transformadas en un instrumento de guerra extraterritorial en África. Globalizadora por último, con la exportación de médicos, maestros y técnicos a diversas naciones.

Un reduccionismo fundamentado en una vieja idea colonialista: todo esfuerzo literario, gráfico y musical fuera de la metrópolis no es más que un apéndice —a veces válido pero secundario— que está condenado a girar de acuerdo al poder dominante.

La gravitación no como una fuerza de atracción recíproca sino como una relación de causa y efecto.

En Cuba este reduccionismo —disfrazado con el ropaje de un plan abarcador— ha tratado de sortear el egocentrismo bajo el disfraz de la asimilación cultural: reconocer la existencia de una literatura del exilio, una plástica internacional y una música caribeña que trascienden las fronteras del país, pero que no dejan de ser limitadas en sus logros y dependientes de la raíz. La nación no como fuente nutritiva sino como campana bajo la cual respirar.

El concepto estereotipado de la patria como madre, agrandado al endiosamiento del Estado —padre para los residentes en la isla, padrastro para quienes viven en el exterior— todopoderoso, vigilante y ceñudo.

Así, y desde hace años, las instituciones del régimen se han otorgado el privilegio de ser las depositarias de toda actividad creadora —incluso las desarrolladas en las antípodas del espectro ideológico— al considerarse investidas de la autoridad necesaria para decretar lo que vale y brilla —o lo que no vale y no brilla— en la cultura cubana, dentro y fuera de la isla.

Al fracaso del intento de edificar un canon revolucionario siguió la voluntad de adopción de criterios más amplios, que permitieran el reconocimiento de los logros estéticos de lo que hasta entonces se consideraba la cultura del enemigo.

Pero ese intento inclusivo se realizó a partir de una definición que mantenía inalterable el centro del poder.

De ese canon revolucionario, que por décadas midió, a la literatura cubana, se pasó a un canon patriótico y nacionalista.

Mencionar a Borges se convirtió en la exhibición más colorida de ese ideal de rectificación: un abandono de la intransigencia salvaje y la ferocidad de Calibán en favor de una incorporación de la habilidad y la brillantez de Ariel.

La emoción de la rebeldía fue —más que un disfraz de la envidia— la justificación del envidioso durante la etapa “calibanesca”. Luego predominó un Calibán más refinado, pero que no había abandonado por completo ese sentimiento original, porque por mucho tiempo formó parte de su existencia.

El problema actual en Cuba es que se ha desmoronando ese edificio que sustentaba la prepotencia imperial, y lo que impera es una sobrevivencia entre escombros. Uno de los problemas del exilio es que, paradójicamente, algunos insisten en mantener vivo ese espíritu imperial.

Por supuesto que la realidad es mucho más compleja.

Durante mucho tiempo, el escritor, pintor y músico exiliado se vio privado de sus principales lectores o espectadores, lo que justificaba el planteamiento de un público primordial en la Isla. Lo que imperaba —y aún se intenta― era la utilización de ese eje con fines ideológicos, en una tergiversación de la verdadera función de protección cultural de un Estado.

Sin embargo, el concepto de lector y literatura nacional avanza hacia la extinción ―o al menos hacia una redefinición tan amplia que deja fuera el nacionalismo cultural. Los organismos del gobierno cubano aún practican criterios políticos como puntos de definición a la hora de catalogar a los intelectuales y artistas que viven en el exterior.

Es en el rechazo de esta actitud donde deben coincidir los autores que viven en Cuba y en el exilio.


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