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Salinger, Literatura, Literatura estadounidense

El guardián del trigal cumple cien años

El 1 de enero de 2019 cumplió cien años el padre del adolescente más descomedido de la narrativa estadounidense: Holden Caulfield

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La literatura se nutre de pausas. Jerome David Salinger (New York, 1 de enero de 1919-New Hampshire, 27 de enero de 2010) decidió transitar por los parajes del silencio y, nosotros sus lectores incondicionales, no se lo perdonamos. Queríamos más. No nos bastaban los enaltecimientos de Holden Caulfield. Ni los inadaptados ni las muchachas aspirantes a escritoras ni los chicos agraviados.

Los profesores de literatura llevan bajo el brazo El guardián en el trigal: el cazador mira nuestras simulaciones. Chapman le pidió a Lennon un autógrafo sobre la tapa de una de los 90 millones de copias que circulan por el mundo de una de las novelas más emblemáticas de la literatura moderna de Estados Unidos. Dicen que el beatle se la arrebató de las manos: se escuchó el disparo más áspero del mundo. Silencio. (Estoy en el mundo, pero no formo parte de él. No sabrán de qué escribo. Para qué mi biografía si ya la muerte confiscó mis bienes. Estoy listo para dejar mi herencia a la intemperie.)

Joyce Maynard tenía 18 años de edad; Jerome David Salinger, 53: hacían el amor sobre los trigos del deseo. Más de veinte jovencitas con afanes de escribir despertaron un día en los brazos del desconsolado vigilante. Otra vez el sigilo. El invierno marchita los trigales. Miércoles, 27 de enero del año 2010. Nadie contesta el teléfono en la apartada casa de New Hampshire. Llega el cartero con cientos de sobres con estampillas de paisajes con nieve: el polvo los carcome en la caja del buzón. Salinger se fue siguiendo el suspiro de Oona O’Neill, su verdadero amor.

El pasado 1 de enero de 2019, cumplió cien años el padre del adolescente más descomedido de la narrativa estadounidense: Holden Caulfield, alegoría de inconformismo (¿?!) en los bordes de una angustia que sólo una fecunda fantasía pudo atemperar. Todo parte del trigal del poeta escocés Robert Burns (1759-1796): Comin’ thro’ the rye: “Si un cuerpo se encuentra con otro /cuando atraviesa un trigal / si un cuerpo va y besa al otro / ¿hay razón alguna para llorar?” Holden no es fanfarrón ni pendenciero, sino un sarcástico ensoñado náufrago en los atracaderos de la edad dorada de la infancia. Salinger fue siempre un narrador que delineó con perfección gestos de una infancia atribulada: (“El tío Wiggily en Connecticut”, “Teddy”, Franny y Zooey…).

Crítico mordaz de Ernest Hemingway (a pesar de la admiración que sentía el autor de El viejo y el mar por él) y devoto incondicional de Herman Melville (“Moby Dick es la única novela que me interesa; todo lo demás es tontería, exceptuando La Biblia y algunos textos de la tradición hindú”); pero, el aticismo de Holden (Salinger) también abomina “esa mierda a lo David Copperfield”. Estamos en presencia de una novela picaresca situada en los años finales de la década del cuarenta, escoltada por la sombra de la Guerra Fría.

En Cuba leímos The Catcher in the Rye en la impresión de la editorial Arte y Literatura de 1977: traducción de Roberto Blanco (El guardián en el trigal y no la traslación peninsular de El guardián entre el centeno), edición y prólogo de Felipe Cunill. (¿Pagó el Instituto Cubano del Libro los derechos al Salinger recluido voluntariamente desde 1967 en la casona de New Hampshire?).

Nunca olvido el prefacio del editor con aquello de que ‘Holden está en rebeldía con los falsos valores de su medio, a los cuales no puede integrarse, siente asco ante tantos farsantes con quienes tropieza a diario…’ --hago la cita de memoria--: año después advertí el esquemático análisis de Cunill. Este personaje es eso y mucho más. Recuerdo que todos los jóvenes leímos con puntualidad a J. D. Salinger (Arte y Literatura, colección Cocuyo, publicó en 1979 Nueve cuentos), Holden Caulfield se hizo inefable para muchos de nosotros.

Los momentos angustiosos que experimenta este joven de la clase alta estadounidense tienen inmediación con las disyuntivas del príncipe Hamlet y ciertas concordancias con el Albert Camus de El hombre rebelde (1951). La extravagante insubordinación moral de este adolescente que recorre las calles de Nueva York durante tres días, luego de ser expulsado del aristocrático colegio al que sus padres lo han enviado, tiene contigüidad con un talante picaresco, descendiente del aticismo del poeta español Francisco de Quevedo. “Soy el mentiroso más grande que puedas imaginarte. Es una desgracia. Hasta cuando voy camino del quiosco a comprarme una revista y me encuentro con alguien que me pregunta adónde voy soy capaz de contestarle que a la ópera”.

Holden se pone el gorro de cazador al revés y, como el capitán Ahab, va por todo Nueva York buscando su ballena blanca. Recuerden que lo que más le molestaba a este muchacho es “que le digan a uno que el café ya está, y no esté”. Seguimos todavía intentando descifrar el enigma de “Un día magnifico para el pez-plátano”: ¿Se esconde en ese relato el sigilo del autor de Levantad, carpinteros, la viga del tejado?


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