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El (otro) hombre de «El Búho»: Evocación de René Avilés Fabila

René Avilés Fabila tenía una inevitable inclinación contra toda autoridad, fuera esta de derecha, centro o izquierda. Y cuanto más arriba mejor

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Sin dudas, René Avilés Fabila (15 de noviembre de 1940 – 9 de octubre de 2016), estaría muy satisfecho de estar aquí y ahora. En primer lugar, porque seguiría vivo, y en segundo, porque oiría hablar de él, que era de una de sus pasiones más decididas.

Hombre intenso, diverso y contrastante, en ocasiones difícil, pero siempre talentoso, aún en sus profundos y profusos odios, era genial. Y hasta se divertía con los ataques que —muy merecidamente— recibía de tirios y troyanos. Le encantaba, por ejemplo, citar a Octavio Paz en su famoso calembour: “¡Ah!-Vil-Es”, que lo refería.

René provenía de ese grupo inquieto y desacralizador que Margo Glantz bautizó como “La Onda” para disgusto de sus integrantes y finalmente para su abjuración por la misma autora. Don Arturo Arnaiz y Freg, los retrató: “Estos muchachitos de ahora, que apenas se compran su primer auto y ya quieren escribir sus memorias: son biografías sin vidas aún”.

Hombre difícil, pero muy talentoso, tenía un ego precisamente del tamaño de su talento: este sólo cedía —o al menos se igualaba— con el de otro ego desbordante e histórico: José Luis Cuevas. Ambos se sumaban en las mismas páginas, que debía adoptar una magnitud monumental para contenerlos, en El Búho, con las memorias de uno (Dramatis personae) y los Cuevarios del otro; este histórico suplemento cultural de Excélsior lo fundó en septiembre de 1985 y dirigió hasta 1998, pero al salir René estaba condenado a muerte: el último número ya sin su batuta apareció el 10 de enero de 1999, las memorias de uno y del otro competían en la exaltación de sus propias personas y obras. Asombrosamente, siempre fueron buenos amigos.

Pero, la verdad, tanto en uno como en otro caso, tenían razón, causa y justificación para semejante despliegue de sus yo hipertrofiados, pues ambos resultaban geniales.

Antes de 1985 cuando alguien en México pronunciaba “el hombre del búho”, todo el mundo pensaba, con justa razón, en Enrique González Martínez, aunque también podían mencionarlo como “el hombre del cisne” —puras asociaciones ornitológicas— pero si a uno lo miraba, al otro buscaba retorcerle su grácil cuello, harto de modernismos azulados y profanismos prosaicos.

Pero a partir de 1985, René se apropió del sobrenombre, y tanto, que hasta es el símbolo de la casa donde vivió durante la mayor parte de su vida, en cuya fachada campea un búho avizor y expectante. “No habla, pero fíjate cómo atiende”, decía en broma.

Lo recuerdo en sus oficinas de Excélsior, siempre elegantísimo, le gustaba vivir, vestir, beber, comer —y todo lo demás— bien: se definía como “un comunista que le gusta bañarse”, hedonista y gourmet. Atildado siempre, sin un cabello fuera de lugar —como yo— sin embargo, sorprendía a veces con unas alucinantes camisas estampadas: un día, usando una de diseños surrealistas y colores enceguecedores, me dijo: “Vengo de un velorio… en Hawái”. Era así, siempre dispuesto a la broma y el chiste, pero también al estallido y al ataque. Como otro que conozco que anda por ahí, cuyas iniciales son… Huberto Batis, director del otro suplemento cultural ineludible de la época, sábado, fundado por el Big Boss de “La Mafia”, Fernando Benítez.

Galante y vanidoso, “como todos los poetas”. Observador, como todos los narradores. Incisivo, como todos los periodistas. Polémico y discutidor como… él mismo. Hombre de salones y de tabernas, lo mismo se codeaba con perfumados y elegantes políticos en los Salones del Poder, que en una taberna con los sujetos más patibularios. Lo recuerdo en algunas ocasiones en diálogos brillantes de ingenio e irreverencia en la secular cantina del centro de Tlalpan, “La Jalisciense”, con el sorprendente Armando Jiménez, arquitecto de campos de golf y autor del libro más difundido (más de 200 ediciones a la fecha) en la historia editorial del país: Picardía mexicana. Allí RAF y “El gallito inglés” se enfrascaban en trenzadas pláticas, evocadoras de antiguas —y presentes— travesuras, por los rincones más sórdidos de la ciudad.

Avilés fue no sólo promotor anfictiónico de jóvenes talentos, sino maestro de varias generaciones de periodistas y escritores mexicanos. En El Búho, que era una suerte de fragua y torneo, los hacía competir con los mayores, vecinos de páginas. Entre lo primeros se encontraban y han hecho camino después Jorge Meléndez y Eduardo Ríos Gascón, jóvenes colaboradores; y entre los segundos, Gerardo de la Torre, que escribía de una combinación de béisbol, PEMEX y literatura. Como su más cercano colaborador, ayudante, aprendiz y finalmente tránsfuga, recuerdo a Jairo Calixto Albarrán, hoy dueño de sus propios espacios, y con un estilo inconfundible que, aunque quisiera negarlo, le debe mucho a René[1].

Primero René fue coordinador de la sección cultural de Excélsior, desde 1984 a 1996. Allí lo llevó el imborrable “Nikito Nipongo” (Raúl Prieto Río de la Loza), autor de las inolvidables “Perlas japonesas”.

Por 13 años, desde septiembre de 1985 hasta el 10 de enero de 1999, durante 696 (capicúa) números, cada domingo, El Búho se insertaba en las páginas de Excélsior como una presencia actual, diversa, combativa y audaz de la cultura mexicana en esa época. René comenzó simultaneando su conducción con la Dirección General de Difusión Cultural de la UNAM, pero no logró servir a dos patrones a la vez, y optó por el suplemento, que le daba más satisfacciones y donde se encontraba más a gusto.

René también era implacable, como amigo y como enemigo. Hombre de grandes amores, también fue de profundos odios: por odiar, lo hizo efusiva y filialmente hasta con su propio padre. Y de los amigos que le sobrevivieron ya en vida, creo que fui uno de los pocos a los que siempre distinguió con afecto y cortesía, “a pesar de ser cubano”, me dijo alguna vez, “porque fue un compatriota tuyo el que me hizo la peor jugada de mi vida”: Lisandro Otero —también ya fallecido— cito, “es un grandísimo ingrato, un sinvergüenza y un gran …” (imaginen el resto, no apto para los castos oídos de esta audiencia). “Pero te perdono, (yo suspiré aliviado) porque tú no eres así… espero”. A Otero dedicó algunos epítetos muy certeros, que lo retrataban de cuerpo entero, como “intelectual orgánico, oportunista y perverso”, “estalinista perfecto y rotundo”.

Lisandro Otero (“El Coronel Lisandro” como lo conocíamos en Cuba por sus vínculos con el espionaje castrista), fue una “siniestra mano derecha” del entonces director —luego ignominiosamente expulsado, pues la vida y el mundo dan vueltas— de Excélsior, Regino Díaz Redondo, como subdirector editorial del periódico, censuró a René un artículo donde este pedía la renuncia del presidente de México, Ernesto Zedillo Ponce de León: “es intolerable y conspira contra el interés del periódico”, le dijo a René con una mirada burlona y autoritaria de sus ojos verdes. René lo miró y lo mandó… muy lejos. Ni se despidió: dio portazo. El Búho, sin René y los 40 colaboradores que nos fuimos detrás de él, ya no tenía sentido. Entonces Otero, como todo un símbolo, lo sustituyó con Arena, un suplemento flojo, amordazado desde su nacimiento, que le hizo honor a su título, de una aridez sahariana, y cuyo mayor mérito fue su existencia cortísima.

René se llevó su pajarraco literario y entonces creó, sostenido con sus propios recursos, Universo de El Búho, que estaba condenado al fracaso y la ruina desde el principio. Por nueva cuenta, René chocó contra el mercado, ya no cuando se autoeditó su primer libro, Los juegos —que lo enfrentó con “la mafia cultural” de Fernando Benítez y sus tenientes— sino en una publicación que debía salir cada mes, como revista independiente y lograr anunciantes y compradores. No lo consiguió y terminó en cruel naufragio, pero gloriosamente, disparando cañonazos por ambas bordas, por babor y estribor, poniéndose a mal con todos, con esa rara habilidad que para ello tenía René.

René tenía una inevitable inclinación contra toda autoridad, fuera esta de derecha, centro o izquierda. Y cuanto más arriba mejor. Quizá heredó ese sino al recibir su segundo nombre, Sadot, que, aunque en el significado de los patronímicos significa “enamoradizo, original, con gran personalidad, bueno en su trabajo y divertido”, en el santoral de La leyenda de oro (1884) arreglada por el Padre José Palau, nos dice que “San Sadot fue un obispo persa que, en tiempos de Sapor, se negó a adorar el sol y lo martirizaron con otros 128 cristianos…”. En efecto, René era del tipo de ponerse “a las patadas con Sansón”.

Entre sus maestros tuvo a personajes como Juan José Arreola, Juan Rulfo, Ermilo Abreu Gómez, José Revueltas y Francisco Monterde, y cuando se fue apenas a los 75 años apenas el 9 de octubre pasado, dejó una obra nutrida, intensa y continua que le gana un lugar especial en la literatura mexicana de la segunda mitad del siglo XX y lo que va de este.

La UNAM y la UAM lo reclaman como parte de los suyos, en una maternidad compartida.

Si origen es destino, en René se cumplió puntualmente, pues desde 1967 cuando se autopublica Los juegos, fue un escándalo y una molesta piedra en el zapato de muchos. Engolosinado más que escarmentado, en 1971 publica El gran solitario de Palacio, que trata sobre los sucesos de México en 1968 y escribió en París en 1969.

Trabajó en varios periódicos, como El Día, El Universal, El Nacional, Diario de México y fue uno de los fundadores de unomásuno, aunque duró poco allí.

En 2008 creó el Museo del Escritor, uno de sus sueños más queridos y, como tantos otros suyos, con un triste despertar. Después de una corta vida sin suficiente apoyo oficial, terminó claudicando y recuperando las miles de piezas que había ido reuniendo durante toda su vida, y que ahora quizá se encuentren empolvándose en algún almacén, si no ya enhuacaladas para ir a nutrir alguna biblioteca extranjera que sepa —quiera y pueda— apreciar su valor.

La relación con el poder que sostuvo René a lo largo de no muy extensa pero sí intensa vida, fue difícil, compleja y retorcida: “Si me dan un premio —y más si es en metálico” claro que lo acepto—… y luego les sigo mentando la madre” (como cuando le otorgaron el Premio Nacional de Periodismo en la época de Carlos Salinas de Gortari, uno de sus villanos predilectos… y vecino).

Una vez, la última que nos vimos, dándome un aventón (en realidad, manejaba su incondicional esposa, María del Rosario Casco Montoya, brillante economista que se dedicó a él por completo) a mi casa —éramos vecinos— después de un banquete de homenaje a Don Fausto Vega —el amigo más entrañable, desde la infancia, de Don Rubén Bonifaz Nuño— en esa sucursal de la UNAM que es “El Rioja”, comentando de política, me dijo: “No me cae tan mal Peña Nieto, pero es el presidente, y hay que golpearlo”. Su necesidad de polemizar y de ubicarse en contra del poder, de cualquier poder, era visceral y congénita: por principio, se oponía y después averiguaba.

René abría o cerraba ciclos, o ambos al mismo tiempo: fue fundador del unomásuno y el último director de Revista de Revistas. Recibía un Premio y al final terminaba presidiéndolo, como el Nacional de Periodismo. Hombre de contrastes y bandazos, iba “del azafrán al lirio”, y lo mismo militó en el Partido Comunista Mexicano —pecado de juventud— que fue el asesor para asuntos culturales del inefable e inolvidable Roberto Madrazo (por fortuna, no fue su asesor deportivo). Comunista sin credencial, si hubiera que definirlo ideológicamente —cosa que a él por supuesto le parecería superflua— diría que siempre fue un anarquista utópico no beligerante.

Tenía un peculiar sentido del humor, extensivo a todos los ámbitos. Un día, iniciando el curso que dicto en el Posgrado de Letras, me tropecé que la lista de estudiantes matriculados la encabezaba Avilés Fabila, René Sadot. ¿Será él?, me pregunté. “Pero si ya tiene todos los doctorados habidos y por haber, honoris y horroris causa, hijo predilecto y maldito de muchos rincones, ¿qué viene a hacer este aquí?” Lo llamé por teléfono para preguntarle, pensando en un error. “Sí, soy yo” Y soltó una carcajada. “Pasé por la Facultad, vi tu curso y me inscribí: quise darte un susto”. Y lo logró. En realidad, quienes se salvaron fueron los estudiantes porque de haber llevado hasta las últimas consecuencias su propósito, las clases habrían sido interminables conversaciones entre ambos, ignorando olímpicamente a los demás. Pero aún como pasivos espectadores, estoy convencido que estos se habrían divertido —y aprendido— muchísimo. Sus bromas eran inopinadas e inesperadas, algunas chocantes, pero siempre ingeniosas. En sus Memorias de un comunista (Maquinuscrito encontrado en un basurero de Perisur) (2002), en sus Recordanzas (1996), o en su breve, pero jugosa, “Autobiografía procaz”, René se mostraba enhiesto y gallardo contra todas las banderas, excepto la suya muy personal. Era todo un “insubordinado profesional”, como decía un tío suyo de sí mismo. Y lo mismo que entraba con mucha elegancia, sabía salir con suprema dignidad, como cuando fue sucesivamente corrido de Excélsior y vuelto a invitar, o del IMER en épocas de Fox.

Mucho hizo, pero no le alcanzó la vida para hacer todo lo que hubiera deseado: a medias quedó, por falta de apoyo y comprensión, su Museo del Escritor, que obviamente, tenía alguno de sus mejores espacios reservados para él mismo, comme il faut. Y a su Fundación quién sabe cómo le vaya, en esta época de recortes, carencias, e incertidumbres.

Pero en el Excélsior, el periódico de sus amores y odios, donde alternó lo mismo con Rafael Solana que con Luis Spota, su huella quedará siempre con los ojos grandes como queriendo comerse el mundo, de un búho atento, insomne, expectante y presto a chillar a la menor provocación. El hombre de El Búho, que hoy evocamos, reclama su espacio en esta historia de un siglo intenso.


[1] Así lo reconoce en su tesis: Jairo Calixto Albarrán, “Suplementos culturales en México y su evolución: El Búho de Excélsior, un caso específico”. Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM, 1996.


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