Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Albania, Literatura, Periodismo

El paraíso cercado por alambre de espino

En Barro más dulce que la miel, Margo Rejmer desciende al infierno comunista que sufrió Albania, y vuelve a dar una espléndida lección de fecundo entrelazamiento entre la literatura y el periodismo

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“Érase una vez un paraíso creado en el país más socialista del mundo.

“Donde todo pertenecía a todos y nada pertenecía a nadie.

“Donde todo el mundo sabía leer y escribir, pero solo se podía escribir aquello que el poder permitía y leer lo que el poder aprobaba.

“Donde a cada aldea llegaban electricidad, autobuses y propaganda, pero el ciudadano común y corriente no tenía derecho a coche propio ni a una opinión propia.

“Donde todo el mundo podía contar con una sanidad gratuita, pero donde había personas que desaparecían sin dejar rastro.

“Donde la educación de las masas era una prioridad, pero cada pocos años se llevaban a cabo purgas entre las élites.

“Donde todo el mundo tenía derecho a la alegría del progreso y a los vítores de las manifestaciones, pero contar un chiste suponía un desafío a la autoridad y al destino. Por eso se recomendaba a los ciudadanos que sintieran entusiasmo y felicidad, ya que una muestra de descontento o una broma inoportuna, o sea, agitación y propaganda podían suponer de seis meses a diez años de cárcel.

“Sin embargo, en el paraíso no había prisiones políticas, sino tan solo «campos de reeducación» destinados a modificar la conciencia de los enemigos del pueblo por medio de lecturas, torturas y trabajo forzado”.

El país-paraíso así descrito se llamaba República Socialista Popular de Albania y quien lo describe es la polaca Margo Rejmer al inicio de Barro más dulce que la miel. Voces de la Albania comunista (La Caja Books, Valencia, 2020, 314 páginas). Fue el libro que escribió tras vivir en Tirana durante cinco años, y constituye otra formidable muestra de su periodismo narrativo. En él recompone, a través de los testimonios de las personas a quienes el “tío Enver” les destruyó sus vidas, la historia reciente de un país que fue una cárcel, una fortaleza, un búnker, una Corea del Norte en el corazón de los Balcanes.

El libro está estructurado en cinco capítulos o bloques temáticos: Los hijos del dictador, Barro más dulce que la miel, Círculos, Una piedra en la frontera y La fortaleza se desmorona. A diferencia de Bucarest. Polvo y sangre, comentado en este mismo periódico por quien firma estas líneas, aquí la intervención de Rejmer es mucho menor. Su presencia es casi invisible, pues ha preferido ceder la voz a quienes entonces sufrieron cárcel o fueron torturados y aplastados, para que hagan lo que no pudieron hacer durante las cuatro décadas de dictadura comunista: narrar su testimonio.

Lo que la propaganda oficial presentaba como el país más feliz de la tierra, en el cual hasta el barro sabía a miel, en realidad era “un ejemplo de autoritarismo supremo, despiadado hacia el individuo”. Unas pocas cifras hablan de modo muy elocuente: en un país cuya población no llegaba a los 3 millones, 6,027 personas fueron asesinadas por orden del Partido. Otras 984 murieron en las cárceles y 308 perdieron la razón a consecuencia de las torturas. A eso hay que sumar que 59 mil fueron a parar a campos de internamiento y más de 7 mil murieron allí o en el destierro. Pese a que su extensión es de 28,700 kilómetros cuadrados, Albania contaba con unas fuerzas armadas de más de 100 mil efectivos y 700 mil reservistas.

Enver Hoxha, quien gobernó Albania con mano de hierro desde 1944 hasta 1985, era un dictador implacable y paranoico a la manera estalinista. Ya desde el curso de la guerra desató purgas y liquidó a los lideres más carismáticos y mejor formados. En las décadas siguientes y una vez que asumió el poder, las purgas se repitieron cada año “como una inundación que periódicamente se lleva a miles de miembros del Partido”. En 1967 decretó solemnemente la muerte de Dios. ¿Para qué querían los albaneses a Dios, si tenían en él un sonriente Dios terrenal? Se consideraba experto en religión y como no consentía tener rivales, persiguió a quienes profesaban alguna fe. En esa cruzada se ensañó de modo especial en los católicos, a los que acusó de “espionaje a favor del Vaticano, actividades contra el Estado y traición a la patria”. Hizo derribar miles de iglesias, mezquitas, sinagogas y monasterios. Se cuenta que al pasar ante los que aún quedaban en pie, los transeúntes se cambiaban de acera para no despertar sospechas.

El terror, método para lograr la obediencia ciega

Hokha cerró Albania a cal y canto y desde 1978 dejó de contar con otros países. Abandonó el Pacto de Varsovia y se fue alejando progresivamente de sus socios ideológicos: Yugoslavia, la Unión Soviética, China. En los tiempos modernos, ninguna nación sufrió un aislamiento tan drástico. Albania era además el país más pobre de Europa, un triste record que hoy comparte con Moldavia. Hoxha murió dulcemente, como mueren casi todos los dictadores degenerados y sanguinarios. Como escribe Rejmer, “expiró en su propia cama, débil, desahuciado desde hacía meses, pero más fuerte que nunca, porque no había sobrevivido nadie que pudiera hacerle sombra y aquel que había sido ungido como su sucesor se mostraba obediente y bien dispuesto a asumir el poder”.

El escritor Shepëtin Kelmendi comenta: “Imagínate una sociedad en la que el mayor peligro es ser tú mismo, donde nunca puedes mostrarte tal como eres. El sistema tenía muchas facetas crueles, pero, ahora que lo pienso, me parece que la peor fue aquel terror cotidiano. No podíamos decidir nunca: ni dónde íbamos a vivir ni dónde íbamos a trabajar, muchas veces ni siquiera a quién íbamos a amar (…) Y como no podíamos confiar en nadie, tampoco podíamos crear vínculos profundos. El sistema sabía que la amistad verdadera habría podido dar pie a la rebelión. Todas las revueltas parten de unas personas que piensan igual y de un sentimiento de solidaridad que se genera entre ellas. Nada amenazaba tanto al régimen de Hoxha como la solidaridad y la amistad”.

A eso, Kelmendi añade que “para que el sistema se eternizara todos tuvimos que tener miedo, porque los que tienen miedo callan. Si el miedo se hubiese aligerado, habríamos empezado a decir que la vida era insoportable y habríamos intentado derribar el sistema, cosa que Hoxha quería evitar a toda costa”. De instaurar el terror y la paranoia de ser delatado se encargaba la Sigurimi, nombre con el que comúnmente se conocía la policía secreta albanesa. Era el instrumento que tenía el régimen para lograr la obediencia ciega. Las personas que trabajaban en la Sigurimi se ocupaban, entre otras tareas, de reclutar espías, algo a lo cual todos los albaneses estaban condenados. Se calcula que uno de cada cuatro habitantes era confidente. La gente decía: Si estás solo, estás a salvo. Si sois dos, estate alerta. Si sois tres, echa a correr. Por otro lado, el 50 por ciento de los domicilios tenía micrófonos ocultos. Si sus moradores los descubrían no podían tocarlos, pues de hacerlo se enfrentaban a penas de cárcel.

El escritor antes citado cuenta que ser amigo de alguien muchas veces significaba arriesgar la vida. Si una persona se armaba de valor y delante de una amistad se quejaba del despotismo, de la desesperanza, su interlocutor se apresuraba a informar de ello, pues estaba convencido de que semejante sinceridad solo podía ser una prueba de lealtad a la cual la Sigurimi lo sometía. El régimen se dedicó a envenenar las relaciones humanas y con eso destrozó la sociedad albanesa hasta los cimientos.

Otro hombre cuenta a Rejmer que cuando era joven formó parte de un grupo de cuatro amigos, aunque resultó que eran tres y un espía. Alguna vez barruntaron que huir de Albania no sería tan difícil. El joven que luego los delató había perdido su trabajo como maestro y necesitaba hacer la pelota a las autoridades para conseguir algún empleo. Y narra el testimoniante: “El sistema aporreó mi puerta cuando yo tenía dieciséis años. No era más que un crío tonto e ingenuo que se había atrevido a tener un sueño y expresarlo en voz alta. Debía de haber ido a la escuela y sin embargo fui a parar a la cárcel, la peor escuela de la vida. Me llamaron enemigo del pueblo sin que yo supiera que en Albania reinaba el comunismo, que la propaganda le lavaba el cerebro a la gente, que vivíamos en una trampa (…) Tenía veintiún años cuando salí en libertad. Del primer trabajo me echaron al cabo de una semana gritándome «¡Traidor!». Después nadie quiso darme empleo, aunque anduve de fábrica en fábrica y allí donde podía suplicaba ayuda. Era como un perro, cualquiera podía darme una patada”.

A la cárcel, sin embargo, se podía ir a parar por los delitos más insignificantes y absurdos. Un artista llamado Gentian Shkurti narra que a un primo suyo le cayeron dos años porque, cuando estaba en una casa de cultura viendo en la televisión un partido de fútbol entre Albania y la República Federal de Alemania, dijo: “¡Qué bueno es ese Beckenbauer!”. El juez justificó la sentencia argumentando que, al alabar a un jugador alemán, había insultado a los futbolistas albanases, había pisoteado su dignidad. De igual modo, le podían caer varios años a quien no lo convencieran los tomates de una tienda, pues era una ofensa a la tierra albanesa. Decir que el pan era duro y arcilloso se consideraba agitación y propaganda, lo cual si se estaba de suerte significaban dos años. Eso lleva a Shkurti a expresar: “La época comunista fue como si alguien te violara todos los días. Cada día perdías la seguridad y la dignidad. Si habías nacido entre personas desclasadas, cada día estabas preparado para lo peor”.

Las fronteras mejor vigiladas del mundo

De la cárcel no se libraban ni los miembros de la élite del régimen: ministros, embajadores, oficiales y funcionarios de alto rango, que habían perdido el cargo y la libertad a causa, principalmente, de la creciente paranoia de Hoxha. Para ellos existía una prisión especial, la de Ballsh. La única diferencia es que quienes cumplían condena allí no tenían que trabajar como esclavos, podían leer e incluso estudiar lenguas extranjeras. A prisión fueron a dar Mehmet Shehru, el sastre personal del dictador, por haber confeccionado “abrigos traicioneros”, y también su fotógrafo, que retocaba las imágenes oficiales para que Hoxha pareciera siempre bondadoso y sonriente. En 1982, las cárceles estaban completamente llenas y los presos dormían en el suelo. Eso hizo que el régimen decretara una amnistía para aquellos con condenas que no superasen los diez años.

Los “pachás rojos” se reunían para leer las obras del Camarada Comandante, y durante el debate posterior se reafirmaban convencidos en la infalibilidad de su autor. Muchos creían que su detención era en realidad una gran prueba a la cual los sometía su sabio líder y confiaban en que de un momento a otro serían liberados. No fue encarcelado, sino condenado a muerte, Bahri Omari, cuñado de Hoxha y exministro de Exteriores.

“No teníamos campos de concentración donde se hiciera jabón de las personas, pero teníamos las fronteras mejor vigiladas del mundo”, comenta un testimoniante. Esas fronteras estaban marcadas por el alambre de espino y eran custodiadas por guardias con órdenes estrictas de disparar y matar a cualquiera que intentase huir del país. Otras veces la muerte no era el castigo definitivo, como ilustra este atroz testimonio: “En los años ochenta los guardias ataron al gancho de su camión el cuerpo de un chico de quince años abatido a tiros y lo arrastraron por un camino de grava hasta su aldea natal. Aquello que arrojaron bajo el roble más grande de la aldea ya no era más que un desecho. La autoridad convirtió a un alegre quinceañero en un desecho sanguinolento, ¿por qué? ¿Para que todos tuviéramos miedo? ¿Para que nunca lo olvidáramos?”.

Pero pese a ese férreo control, había personas que preferían arriesgar su vida con tal de escapar. No tenían nada que perder, pues trataban de huir de algo peor que la muerte. En su caso, fugarse era, por tanto, lo más fácil, la única forma de salvar la vida. Sin embargo, al hacerlo dejaban a sus espaldas un legado de suplicio. Sus familiares eran castigados como traidores. Lo más común era que los desterrasen a las regiones más remotas y atrasadas, donde la vida diaria era una lucha por la sobrevivencia. Con eso se buscaba la culpa colectiva: las faltas de uno implicaba extender la ignominia a su familia. Era una de las claves esenciales del comunismo albanés.

Hoxha estaba dominado por la idea paranoica de una invasión yugoslava o soviética, similar a la de Checoslovaquia de 1968, o de un ataque de la OTAN, y preparó al país para la defensa. Obligó a los hombres y mujeres de menos de 70 años, incluidos los adolescentes, a entrenarse en el manejo de armas artesanales o ya obsoletas. Hizo además que se colocaran barricadas en distintos lugares del territorio, y para dificultar el avance de los potenciales invasores apenas se trazaron carreteras nuevas ni se repararon las ya existentes. Asimismo, entre 1950 y 1958 optó por la técnica de defensa de los vietnamitas e hizo construir búnkeres de hierro y cemento. La cifra total varía de acuerdo a la fuente, pero no baja de 700 mil. Había uno por cada cuatro habitantes y cada seis kilómetros. Hoy muchos de esos búnkeres están destruidos, se inundaron o se quemaron. Otros se han convertido en sitios de citas amorosas, y muchos sirven de vivienda improvisada para las víctimas de los desplazamientos internos y los éxodos rurales.

En 1988, Ramiz Alia, sucesor de Hoxha y encargado de cumplir su legado, hizo edificar en el centro de Tirana una pirámide gigantesca de mármol, hormigón y vidrio para perpetuar el recuerdo del dictador. En la construcción se invirtieron tres millones de dólares de la época, y fue la más cara de la historia de Albania. Tras la caída del comunismo, pasó a ser discoteca, centro cultural, recinto ferial, base de la OTAN durante la guerra de Kosovo y estudio de radio y televisión. Diseñado para que durase toda la vida, la pirámide hoy languidece abandonada y ruinosa, pues nadie sabe qué hacer con ella.

Cuando los alemanes echaron abajo el muro de Berlín, en noviembre de 1989, Ramiz Alia se apresuró a anunciar a los albaneses: “A los que preguntan si semejantes cambios se producirán en nuestro país, les contestamos clara y categóricamente: No, no habrá cambios”. Pero en febrero de 1991, una multitud compacta derribó la estatua de Hoxa que se hallaba en la plaza Skanderberg. Fue el inicio del fin del régimen comunista. Tras producirse aquel hecho, el diario Washington Post dio a conocer que en Albania solo había un semáforo, circulaban 5,200 coches y Tirana contaba con doce ascensores.

Al no existir oposición, el fin de la dictadura no trajo un verdadero cambio. A excepción de Nexhmije Hoxha, la esposa del tirano, quien de los nueve años a que se le condenó pasó cuatro en la cárcel, en la nueva Albania no ha habido culpables, nadie ha sido castigado y, por consiguiente, nadie pide ser perdonado. Nunca se procesó a jueces, fiscales y mandos militares. Ni uno solo de los responsables de dictar sentencias y torturar a los presos ha sido llevado a los tribunales. Muchos incluso están ahora en el poder. Las víctimas se cruzan con los verdugos por la calle. Y cuando a estos se les pide cuentas, contestan que ellos se limitaban a cumplir órdenes. Como anota Rejmer, a muchas de las personas a quienes escuchó “les duele la no rendición de cuentas, la falta de compensación y la sensación de que en la Albania de hoy los crímenes del viejo sistema no le importan a nadie”.

Cuenta la autora que escribió Barro más dulce que la miel “pensando en las víctimas y en los que afirman que los perseguidos mienten, que cargan las tintas e intentan sacar dinero exagerando los hechos”. De ese noble empeño surgió este libro estremecedor, que arroja una luz reveladora sobre aquella dictadura relativamente desconocida, que declaró la guerra a la libertad y al ser humano y que, como expresa un testimoniante, llevó a cabo en Albania un pequeño holocausto. Tras Bucarest. Polvo y sangre, Rejmer vuelve a dar una espléndida lección de ese fecundo entrelazamiento entre la literatura y el periodismo.