Actualizado: 17/04/2024 23:20
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Teatro francés, Louis Jouvet, Teatro

El teatro por dentro

En París, 1940, el arte escénico se desnuda con agudeza y elegancia para mostrar las interioridades y entresijos del oficio del actor, a la vez que le rinde homenaje

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“Creo acertado y oportuno, en estos momentos en que la sociedad,
cada vez más olvidadiza de su historia, parece resaltar como ejemplo y
valor máximo el triunfo hipermediático, rápido y masivo, que le ofrece
la digitalización, los tweets o las fakes news, gracias al big data, big pharma
y big finances, pararse a reflexionar sobre nuestro arte dramático”.
Josep Maria Flotats.

“No pretendo dar lecciones ni enseñanza alguna; mi preocupación es la de hacer nacer en vosotros una serie de interrogaciones, todas personales y diferentes para cada uno de vosotros, que crearán en el interior de vuestro espíritu, de vuestra sensibilidad, una orientación, quiero decir con ello una actitud, una manera de considerar la práctica de vuestro oficio y de adquirir en él una perfección deseable. Eso lo conseguiréis, únicamente, si tenéis conciencia del oficio; si no, solo seréis unos instrumentos más o menos bien utilizados”.

Esas palabras pertenecen al actor y director francés Louis Jouvet (1887-1951), quien se las expresó a sus alumnos. Hombre de una sólida formación, se le reconoce como una de las figuras más renovadoras e influyentes de la escena francesa, y junto con Jean Vilar y Jean-Louis Barrault formó parte del movimiento del teatro popular descentralizado. Intervino como intérprete en una treintena de filmes y en el teatro estrenó obras de autores como Jean Giraudoux, Jean Genet y Paul Claudel. Desarrolló una estética teatral en la cual predominaba la labor actoral, y en la que combinaba las enseñanzas de Stanislavski con las ideas de Brecht. Además de aplicarla en sus montajes y de exponerla en conferencias, artículos y libros, en sus clases se la inculcó a los jóvenes que aspiraban a ser actores y actrices.

En 1934, ingresó como profesor de actuación en el Conservatorio de Arte Dramático. Para él debió de ser una dulce venganza, pues las tres veces que se presentó para cursar estudios allí fue rechazado, probablemente a causa de su tartamudez. De las clases que impartió quedaron algunos registros. Charlotte Delbo, su secretaria, se encargó de tomar taquigráficamente notas de sus comentarios y explicaciones. Las transcribió y se publicaron en el libro Molière et la comedie classique, Extraits des courses de Louis Jouvet au Conservatoire 1939-1940 (1965).

A partir de ese material que en principio no parecía tener posibilidades escénicas, la actriz y directora francesa Brigitte Jaques-Wajeman creó el espectáculo Elvire-Jouvet 40. Tuvo su estreno mundial en 1987 en el Teatro Nacional de Estrasburgo, y contra lo que cabía esperar tuvo una magnífica acogida entre los espectadores. El montaje realizó además una gira internacional, que contribuyó a que la obra se conociera en otros países. Entre otros, la dirigió e interpretó el famoso teatrista italiano Giorgio Strehler con el Piccolo Teatro de Milán. Años después hizo lo mismo su colega y paisano Toni Servilo.

Mostrar el método en el cual se formó

En España la introducción de la obra se debe a Josep Maria Flotats. Primero la montó e interpretó en catalán, bajo el título de Tot assajant Dom Juan (1993). En 2002 presentó una versión en castellano, que pasó a llamarse París 1940. Como declaró entonces en una entrevista, “es lo más difícil, austero y esencial a lo que me he enfrentado en mi vida. Como dice el maestro a su actriz en una de las clases: «Es un solo de flauta con sollozos»”. Aquel montaje fue visto por miles de espectadores y además reportó a Flotats varios premios como actor y director. Ahora acaba de revisitar la obra por tercera vez. Lo ha hecho en el escenario del Teatro Español, de Madrid, donde se podrá ver hasta el 8 de enero.

Me atrevo a afirmar que en España, ningún otro director tiene razones tan legítimas para llevar a escena París 1940. Como el propio Flotats reconoce, sus referencias culturales y teatrales son francesas. Fue en ese país donde adquirió su formación y donde desarrolló la parte inicial de su carrera. Estudió en la Escuela Nacional Superior de Arte Dramático de Estrasburgo entre 1959 y 1961. Al año siguiente pasó a formar parte del famoso Théâtre National Populaire.

En 1968, se incorporó como primer actor en la nueva compañía del Théâtre de la Ville. Catorce años después ingresó en la Comédie Française, de la cual fue nombrado “Societaire”. Todo eso explica por qué ha mantenido los vínculos con Francia, de la que siempre se ha considerado un “hijo adoptivo”. De igual modo, en ese país se le reconoce como tal. Prueba de ello es que, en 1995 recibió la Legión de Honor, la máxima distinción cultural que allí se otorga.

Cuando llegó a Francia, hacía varios años que Jouvet había fallecido. No lo alcanzó a conocer, pero sí tuvo la suerte y el privilegio de que sus profesores y algunos directores y actores mayores habían trabajado con Jouvet o bien fueron sus alumnos. Flotats los escuchó hablar continuamente de él, pues lo tenían como el Ejemplo. Uno de sus profesores le hizo conocer un libro suyo, El actor descarnado, que según confiesa el teatrista catalán hasta hoy sigue siendo uno de sus textos de cabecera. Comparte además el pensamiento artístico y filosófico de Jouvet, que posee un fuerte carácter humanista. En París 1940, Flotats ha hallado, pues, la oportunidad de rendir homenaje a sus maestros y mostrar sobre el escenario el método en el cual se formó. Eso explica que haya decidido montar ese texto por tercera vez.

La dramaturgia armada por Jaques-Wajeman parte de siete clases que Jouvet impartió en el Conservatorio de Arte Dramático entre el 14 de febrero y el 21 de septiembre de 1940. En ellas ensaya con tres alumnos una escena del Don Juan de Molière. Se trata de la número 6 del acto IV, en la cual Elvira acude a ver a Don Juan para decirle que no le guarda rencor, que lo ha perdonado y que va a ingresar en un convento. Solo ocupa dos páginas, y casi todo el espacio lo ocupa el monólogo de la mujer. Ese es el núcleo básico en torno al cual se desarrolla toda la obra.

Como es natural, Jouvet concentra su trabajo en la joven, pues es quien lleva el peso de la escena. Los alumnos que interpretan a los otros personajes, Don Juan y Sganerelle, apenas tienen texto, aunque siempre están presentes. Entre maestro y discípula se establece una intensa relación creativa, en la que él le va trasmitiendo sus conocimientos despaciosa y pertinazmente. Sus correcciones son interminables, lo cual hace que los esfuerzos de la estudiante sean frustrantes y la lleven a sentirse desalentada.

Conviene apuntar que la imagen de Jouvet que se da en la obra no tiene un ápice de exageración. Como director, era capaz de dedicar toda una mañana a ensayar una línea y al día siguiente trabajarla de una manera completamente diferente. Asimismo, a menudo introducía cambios en los montajes y ajustaba detalles incluso después de que la obra llevaba varios meses presentándose.

La técnica que no viene del sentimiento no vale

Jouvet es muy exigente con la aspirante a actriz. Una y otra vez la hace repetir el monólogo y lo interrumpe en numerosas ocasiones. Es obsesivo y le rectifica la dicción, el tono, las actitudes, la postura corporal y gestual, la respiración. Insiste en que todos esos aspectos deben responder al sentimiento del personaje, algo que la alumna no consigue encontrar. Llega a bloquearse al tratar de lograr un sentimiento profundo a través del raciocinio y la lógica.

Jouvet no deja de reiterarle: “El teatro es el arte del sentimiento. La técnica que no viene del sentimiento no vale. Hay que sacar las tripas”. A lo cual agrega: “Deja a un lado tus conceptos, tus ideas, créeme, trabaja el sentimiento. (…) No puedes decirte: voy a interpretar esto como una aparición, y darlo confortablemente, sin esfuerzo, sin dolor. ¡Ah, no! Sería demasiado fácil. Tienes que desarrollar tu sentimiento, violento, profundo”. Y poco a poco, con palabras sabias le va revelando y descifrando a su discípula las claves de Elvira, para él una mujer llena de amor divino y serenidad espiritual.

En París 1940, asistimos al proceso de cómo la joven va construyendo su personaje. Seguimos su lucha contra las dificultades, así como el procedimiento mediante el cual las logra vencer. En las sesiones dirigidas por Jouvet aprende a dotar al personaje del sentimiento idóneo y a comunicarlo a los espectadores desde el escenario. Bajo la paciente y lúcida guía de su maestro, gradualmente va superando sus titubeos y su torpeza iniciales hasta alcanzar un dominio y una entrega que demuestran que ha aprendido y asimilado sus enseñanzas.

Quienes hayan leído hasta aquí y no hayan visto la obra, seguramente han de pensar que se trata de un espectáculo intelectual y aburrido. Un texto con un argumento lineal y repetitivo, que reiteradamente vuelve a la misma idea desde otros ángulos, que carece de historias secundarias y cuyos personajes no poseen un trazado psicológico complejo, difícilmente puede transformarse en un montaje lleno de vitalidad y pasión. Y sin embargo, en París 1940 se da ese raro prodigio. Aquellas sesiones de ensayos dirigidas por Jouvet cuando las tropas nazis invadían Francia, se han materializado en una clase magistral de teatro.

Además de firmar el diseño del espacio escénico, el vestuario y la banda sonora, así como la puesta en escena, Flotats se hace cargo de interpretar a Jouvet. Su labor actoral es un admirable compendio de sabiduría, técnica depurada y profesionalismo. Nunca cede a la tentación del histrionismo y, por el contrario, realiza un trabajo exacto en su contención y despojado de elementos superfluos.

En ese mano a mano entre profesor y alumna, su contrapartida es desempeñada por Natalia Huarte. La actriz sabe medirse con Flotats y plasma de manera diáfana y convincente la evolución de esa joven que, a medida que avanzan los ensayos, va ganando fuerza, matices, seguridad, dominio. Y aunque su participación es poca, es de rigor apuntar que el elenco lo completan Francisco Dávila, Arturo Martínez Vázquez y Juan Carlos Mesonero. Todos trabajan sin micrófono, algo que por lo poco usual que resulta en nuestros días vale la pena destacar.

En París, 1940, el arte teatral se desnuda con elegancia y agudeza para mostrar las interioridades y entresijos del oficio del actor, a la vez que le rinde homenaje. Eso no significa, sin embargo que sea una obra dirigida a la gente de esa profesión o al público más curtido. Algunas de sus reflexiones trascienden ese ámbito y tienen un alcance más general. Así, en el texto hay, como ha hecho notar Flotats, “un profundo humanismo en la búsqueda de la autorrealización a través de un oficio, sea el que sea”. También nos recuerda que el desarrollo y el avance pueden lograrse con perseverancia y rigor, y que, como expresaba Jouvet, “una vocación es un milagro que debemos realizar día tras día con nosotros mismos”.

Que los espectadores disfrutan la obra y saben apreciar esas reflexiones, lo pudo comprobar el autor de estas líneas cuando asistió a ver la obra. Al terminar la representación, los aplausos y los bravos recibidos por los actores así lo pusieron de manifiesto.